Andrea Reed-Leal escribe, en primera persona, de sus experiencia menstruales y presenta una serie de representaciones históricas de la regla: “No entendía por qué existía la menstruación, pero sabía (según me lo habían hecho creer) que en eso constituía el ser mujer.” Este ensayo forma parte de un libro titulado La vida cotidiana.
Fragmentos de la vida cotidiana: menstruar
Andrea Reed-Leal escribe, en primera persona, de sus experiencia menstruales y presenta una serie de representaciones históricas de la regla: “No entendía por qué existía la menstruación, pero sabía (según me lo habían hecho creer) que en eso constituía el ser mujer.” Este ensayo forma parte de un libro titulado La vida cotidiana.
Texto de Andrea Reed-Leal 28/05/20
I
Una hilera mucosa, roja y negra —sí, negra— cae de mi sexo. Cae despacio. Se mueve en su trayecto. Se adelgaza y extiende. A veces caen grumos gruesos, burbujas que se escabullen y caen como piedras en el agua. Esta mañana su movimiento es esporádico y abrupto. Se me olvidó que hoy me “bajaría”. Esta palabra nos la enseñan desde niñas para ser murmurada de oreja a oreja entre mujeres. “Me está bajando”, “estoy reglando” o “tengo mis días” son sinónimos para la menstruación, una palabra considerada de mal gusto. Siempre he pensado que estas palabras fueron impuestas para regular un supuesto estado “vulnerable” y para establecer un sistema fijo de síntomas y anomalías. Mi menstruación nunca llega puntual y responde más a un esquema circular que a una regla derecha, recta y lineal. Desde la madrugada sentía unos pellizcos en los ovarios, en la parte baja del vientre, y los pezones inflamados. Pero nunca sé realmente cuándo me va a bajar. He aprendido que eso de los “veintiocho días” es un mito. Cada mujer tiene su ciclo y el mío no tiene días fijos. A veces me baja a los treinta días, otros meses a los treinta y tres. Hoy es mi día treinta y siete. Así que se podría decir que ya lo debía estar esperando, pero la verdad es que llegó de sorpresa. En la madrugada puse los pies en el piso y sentí el chorro caer por mi entrepierna. Me pasa muy seguido. En las noches se derrumban las paredes de mi vientre y aguardan a tener la gravedad a su favor para dejarse caer con violencia. El chorro cae y mancha el pantalón de mi pijama y toda mi pierna. Salgo corriendo al baño y me siento en el WC con toda la pierna roja. Caen los chorros, las burbujas y los grumos. Es una consistencia interesante. La miro con interés. Me parece extraña esa mucosidad, esa textura chiclosa. Algunos meses corre líquida y en otros es espesa casi como los ungüentos del pelo. El color es único y cambia con los días: rojo, negro, vino, café, rosa. Me dan ganas de tocar esa línea espesa que se escurre de mí. Extiendo mis dedos para alcanzarla, me detengo. Caen bolitas y se crea un río de sangre hasta lo que ya no se puede ver en el fondo del túnel.
Recuerdo la madrugada que me levanté con mis calzones y el pantalón del pijama mojados. Levanté las piernas en el espejo y vi esa mancha grande y roja extenderse en la tela rosa. Corrí a despertar a mis padres, pues era el acontecimiento familiar más esperado. En cualquier momento iba a suceder, me advertían mis padres durante esos meses de mis doce años, y yo ya lo esperaba con ansias. No entendía bien qué sucedería, pero obligadamente iba a llegar, me decían. Cuando eres niña no comprendes del todo la fisonomía, la sexualidad y los síntomas del cuerpo (mezclados, impuestos y escondidos socialmente). No entendía por qué existía la menstruación, pero sabía (según me lo habían hecho creer) que en eso constituía el ser mujer.
Mi menstruación me recuerda cada veintiocho, treinta y dos y (a veces) cuarenta y tres días que soy materia, un cuerpo andando. Toda mi estructura interna trabaja para expulsar cíclica y emocionalmente las paredes de mi útero. Percibo los cambios sutiles: cambia mi ritmo, mis pensamientos, incluso mis deseos. Sus síntomas no son siempre los mismos y la experiencia es distinta. Siento que mi cuerpo responde a fuerzas mayores y, especialmente en los días de sangre —pues cómo ignorarlo—, estoy más atenta al mundo que me rodea.
II
La toalla femenina es un artefacto grotesco. Quitármela siempre es difícil después de unas horas con ella. No quiero verla ni sentirla debajo de mí. La toalla es una cama blanca cubierta de sangre estancada. Cada vez que me la quito mi cuerpo reacciona con espasmos y sacudidas. Es como si por dentro deseara que la sangre no manchara ni tuviera esa textura rara. Mi segundo día de sangrado es el más intenso, recurro al baño varias veces al día. En la toalla femenina, la sangre se vuelve sucia. De mi cuerpo brota sangre como una fuente, más bien, como bombas cayendo de un avión de guerra. Pero es sangre limpia. Necesitaría abrir las piernas y que cayera sin interrupción, pero sólo en los momentos en los que me escapo al baño cae en espiral al retrete. Aprieto la parte baja del vientre para expulsar o detener. Si pudiera realizar bien esta técnica, podría expulsar la sangre sólo cuando yo quisiera, por ejemplo, en mis visitas al baño.
Siempre he necesitado la toalla femenina más gruesa y grande, la que abarca desde mis nalgas hasta casi mi vientre, la que en la envoltura marca cuatro, cinco y seis gotas. La toalla la siento todo el tiempo debajo de mí: cuando me siento en cualquier silla hace un ruido con sus tiras de plástico tan evidente que en los días que la traigo puesta camino con sigilo y ruego que mis compañeros y compañeras del trabajo no noten mi incomodidad. Muchas veces al caminar, la toalla roza un labio de mi vagina y me duele. Muevo la pierna de lado contrario para que se acomode. Siento la sangre cuando cae de nuevo como una bomba sobre la toalla, siento también la sangre que se esparce por ella y a veces se escurre por mi entrepierna. Estas toallas gigantes no son suficientes. Me dan ganas de abrirme la falda, quitarme los calzones y la toalla y sentarme sobre el pasto o la acera o el pasillo de la universidad: que caiga la sangre y corra como un río. Un orden social se impone: esconder la sangre y esconderse a una misma.
Es extraño que en otros cuerpos (quizás en los cuerpos que importan), la sangre tiene otros significados. La sangre derramada en la tradición judeocristiana, por ejemplo, es símbolo perfecto del sacrificio y lucha; y la herida, la piel rota y abierta, tiene connotaciones similares. Mientras que, para nosotras, nuestra sangre está cargada de vergüenza. ¿
III
La sangre menstrual da asco, ¿es el olor, la textura o el color? Yo encuentro una belleza única en esa sangre corriendo de mí y a través de mí. La experiencia de sangrar me recuerda que soy un cuerpo abierto, que tengo un túnel que conecta lo interno con el mundo externo —un espacio intermedio entre mundos—. Es sumamente misterioso que mi cuerpo adopta un ritmo cíclico y sabe cuándo debe comenzar la menstruación. En varios meses, mi ciclo se alinea con la luna llena y me pregunto por los vínculos que tenemos con los astros.
Los cuerpos no son un espacio perfecto y cerrado, tienen fisuras, marcas, texturas, están abiertos. Como nos dice Jean-Luc Nancy: el cuerpo es piel doblada, desdoblada, relajada, estirada, amarrada, desamarrada, excitada. Para Nancy, existimos sólo a través del cuerpo: somos cuerpo. El cuerpo también es inmaterial: es un dibujo, es un contorno, es una idea. En el imaginario colectivo, el cuerpo dibujado de la mujer tiene ciertos atributos aceptados y deseados y exige que carezca de otros —como el vello, la vejez y la sangre—. Unos días antes de mi menstruación percibo mi cuerpo con más intensidad. Los calambres llenan mis mañanas y las migrañas me tumban en las tardes. Me rindo: mi cuerpo se expresa y yo-cuerpo debo interpretar su mensaje.
La sangre muestra lo íntimo; refleja la vulnerabilidad de la existencia humana. La herida abierta rompe la ilusión de permanencia. Quizás por ello, la menstruación siempre ha sido asociada con la debilidad —entendida como la muerte próxima—. Sólo en un espacio quirúrgico son admisibles y legítimas la sangre descontrolada y la piel abierta. Pero la menstruación es incontrolable: aunque el mundo no lo quiera, continúan y continuarán los ríos de sangre. Quien aprende a vivir con un flujo de sangre constante, se ha rendido ante la muerte: ve el mundo con mayor claridad.
La sangre indica también vida: un cuerpo bombeando sangre está vivo.
IV
En los días que llegan mis lunas soy más cuidadosa: cuido que las personas a mi alrededor no se den cuenta de mi sangre y de lo que sucede dentro de mí. En algunas situaciones es inevitable, por ejemplo, cuando mi novio se acerca a mí en la cama y tengo que decirle: “mi amor, estoy en mis lunas”. Él se aleja de mí y me responde: “¿cuántos días te quedan?”. En estos días se crea una pausa silenciosa en nuestra relación afectuosa, que se rompe cuando termina mi menstruación. Se suspenden los besos y las caricias, porque la menstruación corre, mancha y huele, pero otro tipo de fluidos sexuales, que corren, manchan y huelen, no se detienen. Para mí estos días tienen un efecto contrario: siento un fuego intenso en mí. En estos días, los colores y los olores de mi cuerpo son distintos. Mi útero está más sensible y los líquidos me estimulan: soy más creativa, emotiva y enérgica. A pesar de las contraindicaciones, tengo unas ganas inmensas de expresarme: salgo a correr, nado largas distancias, cargo pesas. Además, se exacerban los males que azotan mi espíritu. La envidia y la desesperación son marcas de algo que permanece oculto y se hace sólo visible en estos días. Y, sin darme cuenta, crece la resistencia defensiva. Lágrimas y goces. Ser lo uno y la división. En esta tensión opuesta habito. Todo otro me atormenta. Sueño que la sangre chorrea con completa libertad de mis piernas. Durante el día a veces lloro, gozo y siento enojo. Quiero controlar, agarrar y apretar con las manos. Lloro de furia y me digo cosas sin sentido. “¿Qué soy?”. Una voz, que no es la mía, me inunda. “No eres nada”, dice. Y yo me enojo más: “¿Qué soy?”. “No eres nada”, me contesta. Me quedo a ratos atónita, mirando el techo oscuro. No puedo ver nada, ni a mí ni a lo que tenía alrededor, ni a la vida misma. Mis días de menstruación son una oportunidad también para sentir la pulsión de vida que me lanza a la alteridad, a aquello que no me imaginaba ser. Expreso con gestos y espasmos, a veces violentos y atroces, la invasión. Necesito de algún modo agotarme, exprimirme y, realmente, alcanzar el frenesí.
V
Para conectar con tu cuerpo en estos días especiales recomiendan una serie de rituales que yo seguí al pie de la letra:
Elabora un dibujo con tu sangre.
Una tarde agarré el recipiente de mis pinturas y me lo puse debajo de la vagina. Cayó la sangre en gotas gruesas. Tomé el pincel más grueso que encontré —tenía mucha sangre disponible para la actividad— y lo hundí en el recipiente; la sangre no es como la pintura, y tuve que removerlo varias veces para que la sangre se impregnara en las cerdas del pincel. Pinté un cielo rojo, una playa roja y un mar rojo. El dibujo lo colgué en el refrigerador.
Alimenta tu jardín con tu sangre.
Agarré los primeros brotes de sangre de la mañana con el mismo recipiente de mis pinturas. Lo vertí en la Jacaranda de enfrente de mi edificio. La Jacaranda se ve cada día más linda, y no es mentira.
Medita sobre las sensaciones de tu cuerpo.
Me senté en una esquina de mi habitación. Prendí una vela y un incienso. Respiré siendo consciente de la inhalación y la exhalación. Poco a poco comencé a sentir mi cuerpo: la sangre se resbala de mi vientre, mi vientre inflamado, mis pantalones apretados, mis ovarios duelen, mi estómago está sensible, mi garganta seca, mis pulmones se expanden y se contraen, mi mente inquieta, mi boca apretada, mi cuello acumulador de emociones, mi corazón excitado, mis pensamientos deseosos, mis ojos ven el futuro incierto, lejano e inalcanzable.
Amuleto
Debía preparar una olla de té de manzanilla, estrellas de anís y clavo. Dejé hervir el agua durante una hora. Cuando estuvo lista, subí al segundo piso a mi habitación. Me encerré con mi olla. Me acosté sobre la cama y me puse la toalla empapada de té sobre mi vientre. El efecto fue instantáneo: sentí un gran alivio, como si todo el movimiento que sucede ahí adentro se detuviera. Coloqué mi amuleto de flores de manzanilla y tela de algodón sobre la toalla. Canté el mantra de las indicaciones del podcast que escuché sobre sanación. Este amuleto me recordó a uno que vi en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Era una pieza pequeña de hematite, cubierta de plata, que fue, probablemente, utilizada como collar. El amuleto es del siglo VI o VII del Egipto Bizantino. En la pieza se podía ver a una mujer arrodillada frente a Jesucristo. La inscripción sobre las figuras hace referencia a la mujer con problemas de menstruación del Antiguo Testamento, narrado en Lucas y Marcos. La mujer que llevaba sangrando doce días sin parar se acerca a Jesús. Al tocar su túnica, sin que Jesús se diera cuenta, se cura de sus males menstruales. La hematite es una piedra que toma colores rojizos, y las mujeres la utilizaban para curar problemas y dolores de la menstruación. Me pregunto, ¿cuántas mujeres han escondido debajo de sus ropas sus amuletos para aliviarse los problemas de menstruación? La mujer que poseía este amuleto vivió hace más de 1500 años. Se creía que estos objetos tenían poderes curativos; los símbolos y materiales utilizados completaban un sistema ritual cargado de poder y magia que tenía sentido en la psique y efecto en el cuerpo del creyente.
VI
Mi hermana me compró una copita menstrual. “Pruébala y verás la maravilla”, me dijo. La copita es un artefacto de plástico con forma de recipiente. Es un objeto con forma de triángulo que tiene una extremidad angosta. Para introducirla al cuerpo, debes primero sentarte sin calzones en cuclillas en el piso —para ese momento, algunas gotas de sangre habrán caído debajo de ti— y doblar la copita en dos. La boca, con forma de círculo, entra primero —lo cual significa que tus dedos entran a la par del objeto—. Es un momento extraño: introduces un objeto ajeno y la punta de tus dedos a tu cuerpo. Empujas el objeto. Empujas más el objeto. Cuando has logrado que el objeto permanezca adentro, cuando ya no se voltea o intenta salirse, retiras tus dedos llenos de sangre. La copita es igual un objeto intruso, aunque sí es más higiénico, más sano y más amable con el planeta. Pero pasan las horas y no deja de molestarme dentro de mí.
VII
Escribir sobre la menstruación no tendría sentido, para quienes la menstruación debe mantenerse en secreto. Trato de hablarles de la cotidianidad, de la expresión del cuerpo, del dolor que nos absorbe a veces. Trato de hablarles de un abismo en el que nos encontramos durante algunos días, especialmente en los días anteriores a la menstruación. Infinitos son sus efectos. En estos días, la vida parece una espiral, cargada de penas cotidianas, agobios, reacciones a la defensiva y tragos amargos. Como si mi cuerpo se resistiera a lo que es inevitable. Sería más lógico y fácil tener un cuerpo rendido. Me doy cuenta de que este acontecimiento cíclico me da una lucidez suprema, comprendo el nexo entre lo metafísico y los límites de la vida. Puedo verme en mis límites. Es como si en cada ciclo entrara a una nueva piel, cada mes dejo atrás una serie de dolores, venganzas y frustraciones; al mismo tiempo, de goces y sueños. Por eso tenemos un deseo muy profundo: que la sangre corra, literalmente fluya como una fuente y no quede atrapada en una toalla femenina, un tampón o una copita menstrual.
Escribo para compartir con un gesto las sensaciones que sólo un cuerpo puede comprender. EP
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