El día que al ring llegó una panza. Adiós, Súper Porky

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 28/07/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Papá fue muy claro la tarde que le avisé que el periódico Metro me había extendido un contrato para que fuera su reportero titular de lucha libre. Desde el lunes 7 de julio de 1997, marcaba el documento, yo sería su reportero titular de lucha libre (“titular”, así decía, como para dejarme en claro la magnitud del puesto) y cubriría las funciones del DF.

Papá me abrazó fuerte, me dijo que a mis veintes ya me merecía un trabajo que no fuera mesero y de inmediato cumplió sus responsabilidades de papá: “bueno, ahora ponte a estudiar sobre lucha libre para entender el deporte”. “Claro”, le respondí, y de inmediato me pidió: “Y ahora siéntate”. Extrañado le hice caso, sentándome en la vieja silla de paja en nuestro departamentito de 40 mts2 con vista panorámica al océano gris de Viaducto Tlalpan, fragancias florales de mofle de combi colectiva San Pedro Mártir-San Antonio Abad y el hipnótico canto natural de los trailers que bajaban, bello como llamado de ruiseñores al amanecer. “Hijo –me dijo serio viéndome con ojos determinados-, ya tienes un sueldo: desde la primera quincena me vas a dar la mitad de la hipoteca, y la mitad del agua, la luz, el gas. De todo”.

Es decir, su “ponte a estudiar de lucha libre” obedecía, claro, a que no fuera un burro del periodismo luchístico pero, sobre todo, a que yo no me podía dar el lujo de que mi primer trabajo durara tres meses y después me corrieran con una patada en mis jóvenes asentaderas de recién egresado de la UNAM dispuesto a seguir paralizado 31 años más por el terror de mi futuro y dependiendo del dinero paterno.

Por eso, formalito como niño que llega con cuadernos bien forrados al primer día de primaria, empecé a visitar la Biblioteca Nacional para leer todo lo que la especie humana hubiera escrito sobre lucha libre. Entre intelectuales que estudiaban la Reforma Juarista, los juicios de amparo o los parámetros de la estructura molecular, en esas salas primorosas de gente que piensa yo me leí textos tipo el Manual de Lucha Libre de Jiu-Jitsu, el Manual Práctico de Lucha Libre de C. Gallagher y Memorias de la Lucha Libre de Rafael Olivera.

Ya para el día de mi primera función dominical yo estaba en la segunda fila de la vetusta Arena Coliseo como un oficinista puntual, trabajador y conocedor, dispuesto a registrar en mi libreta si Atlantis había aplicado un medio cangrejo para ganar la primera caída, si Ringo Mendoza había intentado inmovilizar sin éxito con una gory especial o si Lízmark había terminado al contrario mediante una tapatía. Gracias a ese conocimiento, mis lectores verían una función de lucha sin necesidad de verla. Llevaría una contabilidad rigurosa de las llaves, como si de la relación de cada una dependiera el destino de la humanidad.

Pero siempre la vida te retuerce los planes, les aplica llaves inesperadas como el martinete para ver divertida cómo te las arreglas. En aquella función de mi debut salió de vestidores un luchador de enorme panza redonda al que le llovieron aplausos, gritos amorosos y todo el aliento humano imaginable, más multicolor que el confeti. Lo idolatraban los niños, lo querían besar las mujeres y los señores lo adoraban como un hermano de cantina con quien compartir las penas. Envuelto en música de la Warner Bros, aquel gladiador emergió del túnel feliz con sus mallas negras, sus grandes calzones y la manga plateada que cubría uno de esos brazos con los que iba chocando las manos de sus fieles, emocionados hasta el borde del desmayo. Muy desconcertado, pensé: ¿cómo aplicará las llaves con semejante panza? No había posibilidad, desde mi naciente saber luchístico, de ejecutar nada de lo que yo había estudiado. Ingenuo, nunca supuse que ese luchador, oficialmente llamado Brazo de Plata pero apodado por todos Súper Porky, no necesitaba aplicar ninguna llave. ¿Por qué? La panza, esa gran panza redonda como el planeta Tierra, como un globo de Cantoya, como una pelota de playa, como una sandía dulce, jugosa y fresca, era su arma, la herramienta mortífera con la que vencía a los enemigos más despiadados: a Bestia Salvaje, a Scorpio, Shocker, al que fuera. Al-que-fuera. Al más tramposo, al más ágil, al más fuerte, al más volador, al más instruido. Con su panza aplastaba, con su panza arrojaba a los rivales fuera del cuadrilátero, con su panza amortiguaba las caídas más escalofriantes del rival sobre su ser desde la tercera cuerda. Con su panza, siempre limpia, rosada, lustrosa, asfixiaba sobre la lona a uno, a dos, a tres rudos a la vez. Y en el ring su panza la sobaba, la movía, la acariciaba. Con su panza bailaba, echaba desmadre, cabuleaba. Su panza era todo.

¿Y los aficionados? Los aficionados reían hasta que les dolía su propia panza, le festejaban cualquier cosa, desde un milagroso vuelo hasta un bailecito sensual, lo amaban como un tío adorable que, por si faltaba algo, pese a que sufría para jalar aire luchaba sonriendo. Siempre sonreía: acompañaba su panza todopoderosa, firme y enhiesta que todos amaban más que a la de Buda, con una sonrisa cómplice que al final de la función todos nos llevábamos dentro el resto de la semana, hasta que el domingo siguiente pudiéramos ver otra vez a Súper Porky. 

Ayer, cuando supe que José Luis Alvarado Nieves, Brazo de Plata o Súper Porky se nos fue para siempre a los 58 años, busqué uno de aquellos viejos periódicos en los que tuve la alegría de relatar su genio. Un párrafo de la función del 1 de octubre del 2000 dice así: “Mientras era pateado por los sucios, morado del castigo, Porky alzó la cabeza y pidió a su coequipero Negro Casas lo ayudara dándole la mano. En cuanto se la dio fue jaloneado por Porky, quedando El Negro bajo el mar de los rivales pero Brazo ya salvado fuera del ring. El Negro logró zafarse pero desde entonces no dirigió la palabra a Porky. El gordo, apenado, se acercó a decirle: ¿No vas a hablarme? Ante la respuesta negativa, Porky resolvió el asunto ¡con un beso en la boca!”.

Ahora nosotros te mandamos besos hasta allá. Gracias, panzón. EP

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