Cada vez más migrantes africanos que huyen de sus países de origen optan por cruzar el Atlántico en lugar de tomar la ruta del Mediterráneo. No obstante, en su camino hacia los Estados Unidos, México se convierte en un callejón sin salida.
Crónica: En la vieja ruta de los esclavos
Cada vez más migrantes africanos que huyen de sus países de origen optan por cruzar el Atlántico en lugar de tomar la ruta del Mediterráneo. No obstante, en su camino hacia los Estados Unidos, México se convierte en un callejón sin salida.
Texto de Timo Dorsch 09/01/20
“Esto es Tapachula”, suspira Defesa profundamente mientras se mueve entre las tiendas de acampar y prepara la cena. Desde septiembre, y junto con 1, 200 personas, la joven angoleña aguanta en un campamento levantado desde la emergencia desnuda, en las afueras de la ciudad. Está frustrada. “Queremos ir a los Estados Unidos.” Muy en su interior probablemente sabe que su viaje ha tomado un giro imprevisto.
En Tapachula, la pequeña ciudad con una fama cuestionada ubicada a unos veinte kilómetros de la frontera con Guatemala, están varados más de tres mil migrantes africanos desde el verano. Vienen de Camerún, de Angola, del Congo, de Ghana y de media docena de más países. Gente como Charles. Envuelto en su desesperación, habla con voz baja: “No nos tratan como seres humanos.” Huyó de Ghana después de que fue asesinado su hermano homosexual. Dos meses estuvo en el camino, dos meses de Ghana para llegar a México. Tan sólo un mes necesitaban él y su grupo de compañeros para avanzar en el trayecto más peligroso: la zona fronteriza entre Colombia y Panamá. “Muchos cuerpos africanos quedaron en la selva”, sentencia el hombre. Animales salvajes, enfermedades y el crimen organizado. “Sabíamos lo que nos esperaba. Pero nos sentimos obligados a salir de nuestros países.”
En el campamento dicen que la ruta hacia Europa se ha vuelto demasiado peligrosa. Y demasiado cara. Por ende, muchos decidieron irse a Centroamérica, esperando pisar tierra estadounidense. Parece como si el tiempo marchara al revés: en pleno siglo XXI la gente de Africa persigue la vieja ruta de los esclavos para llegar a América. Muchos de ellos toman un avión hacia Brasil o Ecuador, los únicos países para los cuales los africanos no necesitan visa. Desde allá emprenden su viaje hacia el norte. En el suroeste mexicano su camino finaliza de manera abrupta.
Un espacio torturante
Detrás del campamento se elevan los muros de la Estación Migratoria Siglo XXI. El nuevo siglo se presenta como un lugar miserable, sobrepoblado, sucio, inhumano. Al inicio del año, el Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad con sede en la ciudad de México lo calificó como “espacio torturante”, violando sistemáticamente el Protocolo de Estambul de las Naciones Unidas, al que los migrantes irregulares son internados para su registro: A quien descubre sin papeles el Instituto Nacional de Migración o la Guardia Nacional es enviado a este sitio y tiene que aguantar ahí durante tres semanas como mínimo. Hasta este verano, al ser dejado libre, existía la posibilidad de recibir un oficio de salida. Aquel documento era entregado si la nacionalidad de la persona registrada era desconocida o si no existía un convenio de deportación con su país de origen. En este caso, la persona estaba obligada de salir el país dentro de un plazo de veinte días —sin especificaciones concretas respecto a la frontera que debiera cruzar—. Esto representaba una oportunidad para todos aquellos que querían irse al “país de los negros”, como llama la gente varada en Tapachula a los Estados Unidos. No obstante, en julio de este año aquel hueco de salida fue clausurado. Hoy, este oficio ya no es entregado por las autoridades migratorias mexicanas. Quienes ahora están varados en Tapachula, llegaron demasiado tarde por un par de semanas. Por ello, los migrantes aguantan. Como protesta. Por desesperación. Por falta de alternativas convenientes.
En lugares como Tapachula se materializa lo que fue dictado en Washington. El vecino del norte ya no tolera más movimientos migratorios provenientes del sur. Bajo presión y amenazas del presidente estadounidense Donald Trump, desde junio pasado, su colega de oficio Andrés Manuel López Obrador está reformando y modificando la política migratoria mexicana. Esto no solamente incluye la abolición del ya mencionado oficio sino también el envío de aproximadamente diez mil soldados de la Guardia Nacional al estado fronterizo de Chiapas. Los migrantes, tanto los transatlánticos de África como los miles y miles de centroamericanos, se encuentran en un callejón sin salida. Volver, no quieren. Avanzar, no pueden. Entonces aguantan —siempre cuando no sean deportados.
El norte presiona
Son un montón los que no lograron zafarse de ser deportados. De los 122,556 migrantes centroamericanos, que durante su cruce fronterizo irregular fueron aprehendidos por las autoridades migratorias entre enero y agosto de este año, un total de 93,073 fueron deportados. Más de 50,000 tan sólo a Honduras. Fue en abril cuando las detenciones aumentaron significativamente, justo en el momento en que Trump amenazó con ponerle aranceles a las mercancías mexicanas. Mientras los Estados Unidos deporta a muchos africanos, México actúa con más reserva. Una de las razones es que, hasta ahora, no existen convenios de deportación con los respectivos países de origen.Todavía no.
Las presiones estadounidenses obtuvieron su efecto deseado. Empezó un cambio en la política migratoria de México. Con éxito. La Casa Blanca anunció, el 9 de septiembre, que la Border Patrol capturó un 56 por ciento o 78,000 migrantes menos en agosto a comparación de mayo. En el mismo lapso, las autoridades mexicanas aprehendieron a 134,000 migrantes. Los aranceles no fueron aplicados. Como consecuencia de aquella vuelta política, los migrantes tomarán rutas aún más inseguras y peligrosas. Recientemente, el Hogar-Refugio el albergue “La 72, que provee alojamiento y apoyo para los migrantes en Tenosique, Tabasco, denunció casos de secuestro. Tampoco es algo extraordinario en la realidad mexicana. Al mismo tiempo, la organización se volvió blanco de las medidas gubernamentales represivas. Cada vez más policías o militares patrullan en las cercanías del albergue y cada vez es más difamado su trabajo humanitario.
El derecho colapsado
Por el momento, los migrantes africanos no tendrán otra opción más que estar en México. Bajo la presión estadounidense el país, que tradicionalmente ha sido uno de tránsito, se está transformando en uno donde los migrantes se van a quedar. No necesariamente porque quieren, sino porque se les obliga. Quien se queda tiene la posibilidad de pedir asilo o la Tarjeta de Visitante por Razones Humanitarias. De hecho, la probabilidad de que sus solicitudes sean aprobadas no es tan baja. No obstante, la mayoría de los migrantes africanos se niegan, puesto que si es aprobada la solicitud de asilo ya no tendrán justificación alguna de pedir asilo en los Estados Unidos. “Mucha gente que llega no se reconoce como refugiada, a pesar de que sus condiciones de vida cumplen con todos los requisitos para recibir asilo”, explica Kristin Halvorsen del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Tapachula. “Dado que nunca han vivido en un contexto sin violencia, su situación les parece tan normal”, agrega la directora. Por ello, una de las tareas principales de este organismo de la ONU gira en torno a educar a los migrantes acerca de los derechos humanos que poseen. Incluso les proporcionan empleos en la industria maquiladora.
Más bien, los derechos están subvertidos por la praxis burocrática. Enfrente de Alma Delia Cruz Márquez se amontan las solicitudes. La delegada de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) en la oficina de Tapachula parece saturada. Y no solamente ella, puesto que toda la institución federal está sobrecargada. “Nuestro presupuesto es de 25 millones de pesos anuales. Pero en realidad necesitaríamos lo cuádruple”, da a saber la funcionaria. La consecuencia: el tiempo de espera se prolonga más y más. Tan sólo ocho semanas pasarán hasta que la COMAR inicie con el proceso de la solicitud. Según la ley, las autoridades tienen un plazo de 55 hasta 100 días para responder el trámite. Pero en realidad, el plazo se extiende. Si además, que es lo que suele ocurrir casi de manera sistemática en el caso de los africanos, los documentos de las autoridades migratorias contienen nombres malescritos de personas y de países, pasa más tiempo aún. Debido a los escasos recursos que tiene la institución, en la mayoría de los casos simplemente no pasa nada. En este sentido, de los sesenta y nueve solicitudes de personas provenientes de países africanos el año pasado fueron aprobadas solamente dos y el resultado de las 12,381 solicitudes centroamericanas no difiere mucho. No significa, sin embargo, que hayan sido rechazadas, simplemente la mayoría de las solicitudes quedó en el limbo burocrático.
La impotencia demoledora
Cruz Márquez supone que aún queda por esperar la masa de las solicitudes: “Al inicio no querían, refugiarse, ahora sus recursos lo exigen. Seguramente las personas en la estación migratoria pasarán en algún momento por acá.” Aunque la ACNUR apoya a los solicitantes con 2,500 pesos mensuales por tres meses, ni la cantidad ni la duración son suficientes para sobrevivir en Tapachula. La impotencia permanente de los migrantes frente a un aparato administrativo poco transparente es demoleradora para ellos. Hasta finales del año las solicitudes podrían llegar a ser hasata 80,000 a nivel nacional. Casi cuarenta veces más que hace cinco años.
“Antes había un mínimo de caminito, había luz al final del túnel”, dice enérgicamente Ana Elena Barrios del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova en Tapachula. La psicóloga está visiblemente molesta con el contexto actual que también afecta de manera negativa a las defensoras de derechos humanos. Sentencia con palabras fuertes pero bien pensadas: “Se supone que con entrar a México se inicia un proceso de restitución de derechos. En vez de eso es una prolongación de la violencia. Las personas migrantes están en riesgo acá.”
Encima del campamento en Tapachula algunas nubes oscuras tapan el cielo. Es época de lluvia. Blacky regresa de la ciudad. En la madrugada el congolense había marchado hacia el centro, en búsqueda de trabajo. De nuevo, regresó con nada. “Estamos sufriendo. No nos queda dinero”, emite amargamente. Ya que no todos tienen su propia tienda, muchos duermen en el piso al aire libre. Cuando las nubes se descargan, hablar en tono normal resulta imposible. Como también llueve de noche, se juntan bajo algunas lonas grandes. Y, para no mojarse, los migrantes duermen parados. Caen las primeras gotas. Abruptamente, todos buscan refugiarse ante el aguacero. Unos cien metros adelante la última pelota de tenis toca el piso del club deportivo. El barrio, en el cual las personas aguantan desesperadamente para encontrar un camino hacia los Estados Unidos, se llama Las Vegas. EP
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