Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP
Coronavirus desde España: marcas de la Guerra Civil
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Texto de Aníbal Santiago 03/06/20
Federico Esnal me atiende con voz desmayada en su tarde de Barcelona donde está encerrado en 68 m2con Rodrigo, su pareja, y le pido que imagine el futuro: “No me gusta ser fatalista —responde— pero no le veo un augurio muy bueno”.
Y entonces, quizá porque me contagia la asfixia de su cuarentena en lo alto de un reducido espacio en un viejísimo edificio de Sant Antoni, un antiguo barrio de la ciudad, le pido durante la entrevista que salga al balcón y me describa lo que ve desde ahí. Quiero que por un momento me preste sus ojos para ver su paisaje habitual en España, la nación que suma 27 mil muertos, los que no alcanzaron a sentir la frágil esperanza de esta desescalada en la que la población apaleada, cargando el espanto, aún siente que si sales de casa podría volver a ser blanco de la metralla del virus enemigo: el gobierno les avisa que ha cesado lo más furioso del bombardeo y que ya solo hay disparos aislados. Sin embargo, la consciencia social lastimada sospecha al verdugo escondido y agazapado tras un muro, en un rincón del pavimento, en la pluma con que firman en el banco, en la manija de la puerta, en la bolsa del supermercado.
¿Cuánto tiempo pasará para que pensemos que el coronavirus ya no está, que no hay riesgo, que se ha extinguido, que no tenemos que rociar alcohol o cloro para volver a tocar al mundo y abandonar la agotadora manía ascéptica que salva la vida?
Actor, chef y dueño de la inmobiliaria Koven House de Barcelona, Federico dejó su país en 2017 porque no soportaba imaginar el resto de la vida, dice, “En el México corrupto, el que funciona con el ‘yo estoy bien, que se chinguen los demás’, el de la violencia”. Me oye y con un “a ver” acepta mi petición: camina hasta su balcón y hace la breve crónica de su panorama: “Veo los balcones de toda la manzana, una cancha de fútbol, unos edificios antiguos muy bonitos. Hay pericos, pájaros, muchas gaviotas —relata el hombre de 58 años—. Y los árboles de acá frente a la casa, que ahorita ya los tenemos verdes”. El mexicanísimo “ahorita” se le sale, pero de inmediato se remonta a su ADN ibérico, a la España de hace casi ocho décadas, el país de su padre. Si sobre el balcón su mirada apunta en este instante al norte, a 800 kms del punto catalán donde este veracruzano está confinado, se ubica Carreña, un pueblito de Asturias. Ahí, su papá, ya fallecido y también llamado Federico, sufrió en los años 30 la Guerra Civil que dejó más de 500 mil muertos. Su casa no era segura y cuando oía al fuego de la metralla huía al verde abrupto y accidentado que lo rodeaba: “Mi padre estuvo encerrado en una cueva 3 meses, solito, con un borrego que tenía”.
La lucha entre franquistas y republicanos quitó la vida a 40 vecinos suyos, cifra de horror para una aldea, un enclave de pocos habitantes.
El joven de aquella comunidad con hogares de teja y roca entre peñascos se salvó y emigró a México. Aquí, en Córdoba, formó una familia. Y en la rutina mostraba dentro de casa las marcas de la guerra, parecidas a las que causa el aislamiento por el coronavirus y el dolor que ha impuesto. Ya un hombre casado y padre de familia, sorprendía a sus pequeños hijos con lo que parecía absurdo: “Traía el rollo del desabasto y la escasez: lo tenía tatuado. Mi papá compraba un costal de arroz, un costal de frijol, una caja de aceite, una caja de jabones. Tenía esa necesidad de almacenar por si se fuera a acabar. Y había algo que odiaba: las papas -recuerda su primogénito-. Lo que en la guerra tuvieron que comer diario, le tenía aversión”.
Volvamos a nuestra guerra, a España —el sexto país con más decesos— y a Barcelona, donde los lujosos hoteles Cotton House, Alimara y Praktik Bakery se volvieron hospitales emergentes.
“¿Qué te ha impactado de este proceso que han vivido?”, le pregunto, y Federico trae los efectos del pavor.
“Muchísimos madrileños empezaron a salirse e iban a sus lugares de origen o a donde tuvieran una casa. Salían huyendo de Madrid y llevaban el virus a otros lados. Llegaban al pueblo que estaba pleno de gente mayor, y que no tenía capacidad hospitalaria, sanitaria. A lo mejor esos madrileños eran asintomáticos, pero llegaban ahí, a casa del abuelo o del tío abuelo, y esos sí se pelaron.
Y entonces elige tres imágenes de esta época que se le quedarán para siempre:
1. “Las residencias de ancianos donde han muerto muchísimos (17 mil 642 hasta el último día de mayo). Ya que mueren, pues les avisan a los familiares y ellos no pueden ir, no pueden velar a su muertito. Es muy-muy dramático”.
2. “El espacio ferial de IFEMA lo abrieron como hospital con cinco mil camas”.
3. “La pista de hielo (El Palacio de Hielo de Madrid) se volvió tanatorio por la saturación de las funerarias”.
Me detengo en lo último: pienso en el aire de esa morgue —antes un lugar para divertirse con familia o amigos— cuando se haya instalado la “nueva normalidad” y los niños vuelvan a patinar entre sus padres.
El domingo pasado, cuando las ansias por el anuncio de libertad pedían estallar y salir del cuerpo, Pedro Sánchez, presidente español, solicitó otra prórroga del estado de alarma y, casi en una disculpa a sus gobernados, aclaró: “La última y definitiva prórroga del estado de alarma, de quince días más”.
Desde México, donde la muerte y el miedo andan campantes, carcome de envidia esa prórroga “última y definitiva”. Pero Federico cree poco en el retorno a la libertad. “El problema de esto es, cuando se acabe, ¿cómo se va a acabar? No es que ‘se acaba mañana sábado, el domingo todos a la calle’. Si salimos como estampida, se vuelve todo el mundo a enfermar”.
Y otra vez su discurso vuelve al futuro: “La pandemia será para todos un antes y un después. Mentira de que: regresemos a la vida normal. No tiene vuelta para atrás. Para nadie”. Ojalá que, como su papá, todo sea vivir con las marcas de la guerra y tomar prevenciones maniáticas, aunque un día los niños nos vean, no alcancen a entender y haya que contarles el año de la pandemia. EP
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