Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
Los animales que vemos
Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
Texto de Julieta García González 24/01/20
El mapache se yergue en la silla y se asoma a la olla que está frente a él, sobre la mesa, llena de huevos. Hace un esfuerzo y alcanza a tomar uno con ambas patas, pero no logra sacarlo de su recipiente y se le ve desesperado. No tiene la altura para llevarse el tesoro, ni puede trepar más, así que batalla un rato con el huevo entre sus dedos, sobándolo, sin que haya otra cosa que frustración. Después de unos segundos, se rinde, mira al vacío y se baja de la silla: sale de nuestro campo de visión. Quedan ahí la olla con los huevos, la cocina entera de quien está grabando con una cámara que, mientras el mapache batalla, se tambalea de vez en cuando, tal vez sacudida por la risa.
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Los títulos se suceden: “Inusuales amistades animales que son adorables”, “Las diferencias no importan: enseñanza de los animales”, “15 amistades animales que te derretirán el corazón”. Es posible ver cabras caminando al lado de perros, gatos con elefantes, osos con tigres, cerdos con leonas o jirafas con patos. Ahí está el búho bajo las patas protectoras de un becerro, la cabrita que abraza a un oso, el chimpancé que le da la mamila al cachorro de un tigre blanco, el orangután que mantiene bien apretado contra sí un lebrel (en una situación a todas luces poco apta para ninguno de los involucrados). ¿Cómo llegaron esos animales a conocerse y por qué están en relaciones tan estrechas?
Sucede que, de entre todos los cambios que estamos viviendo en el mundo —que están en el aire y que cristalizan a veces en nuevos gobiernos, nuevas figuras para amar u odiar, en formas diferentes de vivir la vida— hay uno muy particular, difícil de definir. En los últimos años, nuestra apreciación de las bestias ha transmutado. No sólo hemos acabado con sus ambientes y aniquilado a miles de especies a una velocidad sin precedentes, sino que las hemos incorporado a la marea transformadora con la que nos replanteamos nuestra propia relación con el mundo.
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No es tan raro que un mapache esté en una casa o que quiera un huevo. Lo que es extraño es que alguien considere hilarante la lucha del animal por hacerse de algo de comida. El animal batalla con la pieza de huevo un rato, echa hacia atrás la cabeza, jalonea, mientras la cámara se mantiene impávida. Es hasta que el bicho se baja que vemos al aparato sacudirse un poco, como si fuera graciosísimo lo que acabamos de ver. El video se ha reproducido decenas de miles de veces en Reddit, YouTube y otras plataformas. Es contenido “viral” que pasa de pantalla en pantalla, no por peculiar menos cotidiano. La guerra del mapache contra el huevo desaparece pronto de la mente de las personas, se disuelve en la marea de imágenes, palabras y acciones del día a día (vemos alrededor de 105 mil palabras en un día, cerca de 300 páginas).
¿Y qué decir del orangután que tiene al lebrel bien apretado bajo sus largos brazos, cuidando que no se desplace ni un poquito? ¿Es su mascota?, ¿por qué? ¿Y la jirafa que va a todos lados con unos patos?, ¿el joven chimpancé que vigila que la cría de tigre se beba toda su leche? El punto de vista antropomórfico, del que no podemos escapar, nos habla en términos difíciles de aplicar a esas parejas inquietantes: amistad, cariño, corazones derretidos al constatar que las diferencias no existen, que están únicamente en nuestras cabezas. Bestias que se depredarían en un contexto menos alterado, conviven como si fueran parientes después de una primera comunión, cuando ya a todos se les subieron los tequilas.
Esa convivencia esquizofrénica no está mal per se, sería imposible pasarla por el tamiz de lo bueno y lo malo; es, sin embargo, un producto humano. Tiene que ver con nuestros valores, lo que como sociedad atesoramos. El deseo de una amistad prístina, que salva todas las diferencias, anida en nuestro corazón.
Hemos tenido con el resto de los animales una relación cruel, por decir lo menos. Sobreviven los que nos alimentan y en condiciones indignas. Sobreviven nuestros animales de compañía, bajo nuestros términos. ¿Por qué, entonces, creemos que es necesario tratar a las especies salvajes como si fueran juguetes exhibidos para nuestro placer?, ¿por qué son entretenimiento?
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The Dodo es una página web “for animal people” (podríamos llamarla: “para gente animalista”). Explotó la adicción de las personas por los videos de animales y ha construido una sólida red de seguidores, amigos, donantes y compradores. Uno de sus videos más exitosos es el del poni Poly, maltratado y descuidado a tal grado, que sus pezuñas le impedían caminar. Una sociedad protectora de animales le rebanó las pezuñas con segueta, las limó, le pasó una rasuradora por todo el cuerpo y le dio alimentos sanos. Poly se volvió un poni feliz, al menos para la mente de los más de veinte millones de personas que han visto el video que retrata su transformación.
Ese sitio web es para los espectadores que encuentran la felicidad al ver pingüinos y cabras en pijama, circulando por oficinas o pidiendo un poco más de mantequilla y miel para el desayuno. También para quienes encuentran maravillosos a los orangutanes que cepillan el pelo de Barbies, los cerditos con corbatín y a una casi infinita lista de perros, gatos, elefantes y otros animales que fueron maltratados hasta el cansancio y que hacen un “regreso” a la plenitud, documentado cabalmente por cámaras que no perdonan la indignidad o el sufrimiento.
Las personas se duelen por esos animales y van después al mercado a comprar jamones para un sándwich; pueden ser quienes luego arrojan a la basura bolsas de plástico vacías que acabarán en la barriga de una ballena o quienes patean al perro que resulta un incordio los domingos por la mañana.
Cada que damos like o que compartimos una imagen de animales disfrazados (un gato vestido de pollo, un elefante con sombrero) apoyamos la fantasía de que esas bestias disfrutan lo que nosotros gozamos, que sus necesidades se atienden si palomeamos o damos clic al corazón que indica que esa foto nos gusta. Y prolongar esa fantasía pone en riesgo la vida misma de los animales que decimos amar. Se ha documentado en numerosas ocasiones a “buenos samaritanos” que han desviado de su camino original a animales que migraban o que buscaban anidar; que han recogido a una cría pensándola abandonada, cuando solamente esperaba a su madre que le traía alimento; que han “salvado” especies de agua dulce para arrojarlas después al mar, “liberadas”. Esto es: se han documentado cientos de casos en los que la gente cree que los animales viven a la espera de nuestra participación o que están dentro de un escenario puesto para que todos figuren y posen para la cámara. Se trata, en realidad, de otra variante del circo.
Mirar a los animales a través de la pantalla no los salva ni los protege, no cambia nuestra relación con ellos de manera real y concreta; cambia, eso sí, nuestra percepción de nosotros mismos. Un poni, un pitbull o una loba marina recuperados del maltrato nos harán sentir mejores personas sin que por ello modifiquemos nuestros hábitos o nuestros verdaderos atributos. Verlos a través de la pantalla, desde el celular, nos exime de darles un trato digno y de hacernos cargo, como sociedad, de su destino. EP
*Una primera versión de este texto apareció en el diario ContraRéplica en diciembre de 2018. Aquí puede verse el texto original.
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