¿Qué hacer cuando un perro se enferma? En este ensayo, Julieta García González indaga en la relación de Picasso con Lump, un perro salchicha que murió enfermo y lejos del pintor que lo adoraba, para hablar acerca de Venustiana Carranza: su primera compañía canina.
Disparidades
¿Qué hacer cuando un perro se enferma? En este ensayo, Julieta García González indaga en la relación de Picasso con Lump, un perro salchicha que murió enfermo y lejos del pintor que lo adoraba, para hablar acerca de Venustiana Carranza: su primera compañía canina.
Texto de Julieta García González 24/04/20
Un viernes de abril de 1957, por la mañana, Pablo Picasso abrió la puerta de su villa —La Californie, en Cannes— a su amigo, el fotógrafo David Douglas Duncan, por entonces de cuarenta años. Los había presentado un año antes Robert Capa, el legendario fotógrafo de guerra húngaro, también amigo de Picasso y mentor de Duncan. En aquel 1956, Duncan había hecho unos primeros retratos del artista malagueño y su idea esa mañana soleada era hacerle más.
Había tenido un par de sobresaltos en su labor como reportero gráfico. Después de cubrir varias guerras, renunciado a una revista y aceptado encargos de otra, se encontraba de pronto en el desempleo. Llegó a casa del pintor para arrancar una serie fotográfica que duraría todo un año y lo hizo acompañado de su pequeño salchicha, Lump. Duncan había elegido a Lump como compañero para su afgano de nombre Kublai Khan. Pero resultó ser que los animales se llevaron peor que perros y gatos, con Kublai acosando y persiguiendo al pequeño salchicha por todos lados, sin darle ningún sosiego. Así que su dueño lo llevó como asistente a la villa francesa sin saber que estaba a punto de perderlo, al menos por una larga temporada.
Perro y pintor se engancharon con el primer contacto. Fue un amor instantáneo e intenso. “Lump decidió de inmediato que ésa sería su nueva casa”, dijo Duncan al ser entrevistado para The New York Times tras la publicación de su libro Picasso and Lump: A Dachshund’s Odyssey, en 2006. “Más o menos dijo: ‘Duncan, ya estuvo, me quedo aquí’, y lo hizo, por los siguientes seis años”.
Picasso quedó fascinado con ese animalito intrépido y carismático. Según consignaría Duncan en una imagen, el autor de Las señoritas de Aviñón plasmó la figura alargada de su nuevo amigo en un plato de cerámica, mientras sostenía al perro en el regazo. El animal usaría en adelante esa obra para comer sobre la mesa que compartían el artista y su mujer, Jacqueline Roque. De nuevo según Duncan, el perro se servía de una escultura de bronce hecha por el propio Picasso como mingitorio y desde el primer día durmió en la misma cama que su nuevo amo. Era el dueño y señor de la villa entera, dejando muy atrás en la cadena de afectos del pintor a la cabra Esmeralda y a un bóxer llamado Yan.
El año que Duncan pasó haciéndole retratos a la vida íntima de Picasso, incluyó imágenes del que fuera su perro. El reportero produjo una masa fotográfica notable, la más extensa sobre el malagueño, capturando con sus miles de disparos la relación entre el hombre y el perro. Constató así cómo Picasso armaba juguetes —pequeñas obras de arte— y se los daba al salchicha que salía con ellos al jardín únicamente para desaparecerlos hechos trizas entre sus patitas y hocico. Durante seis años completos, quien creara el Guernica vivió un idilio con el pequeño dachshund. Dijo de él: “Lump: no es perro, no es un pequeño hombre, es alguien más…”.
Pero el perrito enfermó en 1963. Y Picasso, aunque llevó al animal al veterinario, no pudo o no supo hacerse cargo de él. Su vida por entonces se complicaba, tenía conflictos con su exmujer (con la última, la única que lo dejó), problemas con sus jóvenes hijos, y ya tenía más de ochenta años. El perro era mimado y adorado, pero el artista simplemente se declaró incapaz de lidiar con la enfermedad. No toleraba siquiera las visitas al veterinario. David Douglas Duncan visitó a Lump en el hospital perruno y escuchó que su padecimiento no tenía cura. No se dio por vencido; lo llevó consigo a Alemania, donde vivía, y buscó ahí un tratamiento que le daría al chucho más años de vida. Lump y Picasso no se volvieron a ver después de esa separación forzada y murieron, con apenas una semana de diferencia, en 1973.
¿Qué hacer cuando un perro enferma? Aunque la convivencia cercana con los chuchos despierta en las personas un sexto sentido que les permite saber con precisión que el perrito está mal, no siempre proceden con claridad. Los médicos veterinarios hacen algo parecido a la brujería. Se enfrentan a animales dispares, con padecimientos complejísimos, y deben discernir qué les pasa, determinar la causa y proponer un tratamiento. No pueden decirle a los bichos que abran la boca y preguntar qué tanto duele. Hay perros estoicos y perros hipersensibles; los hay manipuladores y mártires. Los veterinarios parten entonces de un catálogo de los padecimientos comunes según la raza. Hemos meneado tanto los genes de esa especie que decimos amar, que puede ser fácil determinar si el animal tendrá displasia, si padecerá asfixias, si será hipertenso, si su pelambre o su piel se llenarán de hongos.
El área donde son obvias las disparidades entre perros y personas es la enfermedad. Una de las cuotas caninas consiste en hacer compañía; cuando los animales se enferman, dejan de cumplir ese cometido y se vuelven un lastre, una carga para la que pocos humanos están preparados.
Adoptamos a Venustiana, sacándola del espacio destinado para la basura de nuestra unidad habitacional en La Paz, Baja California Sur. (También puedo decir que ella nos adoptó a nosotros, como sucedería después con otros perros.) Venustiana (Carranza) nos había enseñado a disfrutar de su presencia. Descubrimos que odiaba el mar —esa cosa con vida propia, que no se intimidaba por ladridos infinitos—, que se robaba la comida de los incautos durante los días de campo —llegó a nosotros con sándwiches enteros presos en su hocico y una ristra de personas detrás, quejándose del latrocinio—, que tenía trucos bajo la manga para escapar del baño —sacaba de la tina, lentamente, casi sin moverse, las patas que no estaban siendo lavadas, desplazándose cada vez más hacia la puerta—, que aprendía rápido juegos, palabras e instrucciones, que respondía de inmediato al sonido de mi voz o al silbido de mi marido y que se acercaba con timidez al basurero, desapegándose cada vez más de él.
Poco antes de que partiéramos a un largo viaje, la perra se enfermó. Empezó a cojear, se quejaba un poco al subir y bajar las escaleras del edificio.
El nuestro era un viaje imposible de posponer. Saldríamos de La Paz y atravesaríamos toda la Península: mil millas y un pilón en el coche firme pero destartalado que por entonces teníamos. El propósito era culminar una investigación que mi esposo tenía pendiente en Los Ángeles, California. Yo iba de comparsa, eventual piloto de esa travesía que parece infinita cuando se intenta de un tirón. En Estados Unidos nos esperaban en fechas precisas reputados académicos; habían hecho un hueco en su agenda, con generosidad, para un estudiante mexicano que no podía dejarlos plantados.
Venustiana era el primer perro con el que convivía de verdad y asumí, presa de la negación y la tontería, que los perros se curan a sí mismos y ya está. En algún lado lo había escuchado y tenía que ser cierto. Los animales, todos, tienen mecanismos de autocuración y son tan resistentes como una aspiradora de uso industrial, pensaba yo. La dejé al cuidado de una querida amiga, que tenía llaves de mi departamento. Dejé su alimento, su camita, sus cosas todas organizadas. Mi amiga iría a verla dos veces al día, a diario, para pasearla, darle de comer y ayudarla en lo que fuera necesario. Le di un poco de dinero por si había que llevarla al veterinario.
El viaje fue una aventura que no cabe en estas páginas, con altas dosis de emoción, suspenso, diversión y un poco de tragedia. Llamé un día desde allá para preguntar por la perra y mi amiga me informó que había tenido que llevarla al hospital veterinario porque estaba muy mal. Por su tono de voz entendí que lo que pasaba era serio.
Volvimos a casa para encontrarla casi inválida en su cama. No podía mover los cuartos traseros, se arrastraba haciendo esfuerzos evidentes. Nos saludó con una cola tan entusiasta, que no encajaba con su cuerpo enfermo. Parecía feliz. Me acerqué a revisarla y no me siento capaz de describir lo que vi. Las indignidades de la enfermedad deben permanecer en el círculo de lo íntimo.
Sin descansar del viaje, en lo que mi esposo desempacaba y organizaba las cosas del regreso, la tomé en mis brazos y la llevé con la doctora que había visitado mi amiga. Me explicó que Venustiana estaba embarazada, que los fetos habían crecido hasta presionarle un nervio de la columna vertebral. También me dijo que lo más probable era que la hubieran atropellado unos años atrás, lastimándole la zona que ahora se veía comprimida por el embarazo. Según ella, no había remedio. Venustiana se quedaría para siempre inmóvil, sería una inválida. Probablemente moriría de parto en apenas unas semanas. La decisión era, a su juicio, muy fácil: había que sacrificarla.
Años más tarde, después de tener otros perros y quererlos, aprendí a leer también a los veterinarios y a distinguirlos. Me inclino sin dudar por quienes desean la plenitud de sus pacientes, que juegan con ellos y disfrutan de su compañía, que les hablan y los acarician cuando los ven llegar, en lugar de tratarlos como si fueran un trámite más. Pero entonces no tenía experiencia, estaba cansada, no podía pensar con claridad.
Entiendo ahora que Picasso no supiera qué hacer con el pequeño Lump, agobiado también de un problema en la columna vertebral. Era su adoración, le permitía cosas que le había negado a sus parejas e hijos, le daba entrada a todos sus espacios, lo llevaba consigo a todos lados, lo cargaba contra su cuerpo, lo mimaba y lo besaba, pero no se sintió capaz de lidiar con él cuando la enfermedad lo poseyó. En su transformación de lobo y chacal a perro, la especie perdió los rasgos que nos hacen pensar en bestias resistentes, de ataque, feroces, que se internan en el bosque o entre los matorrales para morir a solas, bajo el cielo que los vio nacer. Lo que ganó en simpatía lo perdió en independencia.Enterramos a Venustiana en el cerro junto a nuestro edificio, bajo las piedras blancas y lisas, cerca del basurero que alguna vez le dio consuelo. Ahí siguen sus huesos, al amparo del desierto, de las estrellas y de mi memoria. EP
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