Una mirada a la extrema derecha desde México

¿Qué pasaría si en México surgiera un Milei o un Bolsonaro? Este artículo examina las raíces ideológicas y redes transnacionales de la nueva extrema derecha.

Texto de 01/07/25

¿Qué pasaría si en México surgiera un Milei o un Bolsonaro? Este artículo examina las raíces ideológicas y redes transnacionales de la nueva extrema derecha.

México ha sido ajeno a la ola que ha favorecido a gobiernos que, en las categorías de la Guerra Fría, serían considerados “de derecha”. Lo nuestro ha sido un retorno al nacionalismo revolucionario, aderezado con elementos tomados —de contrabando— del feminismo y algo de la antigua retórica de la izquierda mexicana. Es una suerte de no-lugar en el espectro político: no se corresponde con lo que solía ser “la izquierda”, pero tampoco puede considerarse “de derecha”. Eso hace aún más importante comprender qué podría suceder, en el futuro inmediato, con la extrema derecha aquí. Si sociedades con mejores patrones de distribución del ingreso que México —como Estados Unidos, Alemania o Francia— sufren los efectos de la polarización, no sería difícil que, como ocurrió en Brasil con Jair Bolsonaro y en Argentina con Javier Milei, la extrema derecha pudiera resultar atractiva para un sector del país.

La extrema derecha nunca es, por sí misma, una opción de masas. Incluso en países donde ha gobernado —como Alemania entre 1936 y 1945— el retorno de la derecha extrema, representada ahora por la AfD (siglas en alemán de Alternativa para Alemania), es más producto del agotamiento de otras fuerzas que del atractivo de sus propuestas. En países donde la extrema derecha nunca ha estado en el poder pero amenaza con alcanzarlo —como el Reino Unido, gracias a quienes promovieron el Brexit y ahora al Reform Party—, es la bancarrota de los partidos tradicionales lo que explica su crecimiento. En Estados Unidos, Donald Trump es resultado del desgaste de la dinastía Bush dentro del Partido Republicano y del control que ejerce una gerontocracia en el Partido Demócrata.

Otro rasgo que acompaña a este fenómeno es el colapso de la gestión basada en el conocimiento experto y en el ejercicio de principios democráticos y liberales. La extrema derecha promueve una fe ciega en líderes “carismáticos”, en soluciones “simples” que rechazan la práctica de la política pública como proceso, y reducen la resolución de problemas complejos a una cuestión de “voluntad política”.

En México, la extrema derecha se ha articulado, en los últimos 70 años, dentro de una constelación más compleja y numerosa que la conformada, en sentido estricto, por la Organización Nacional del Yunque, que desde hace una década se ha reciclado bajo el nombre de Organización Nacional para el Bien Común. Este texto aborda con más detalle a dicho grupo: “Puedes sacar a alguien del Yunque, pero el Yunque seguirá en él”, publicado en Los Ángeles Press.

Existen coaliciones similares en otros países. En Brasil, por ejemplo, está Tradição, Família e Propriedade, fundada por Plinio Corrêa de Oliveira. En Argentina, aunque no sean dominantes, algunos actores de la actual coalición de gobierno tienen antecedentes remotos en el Movimiento Nacional Tacuara y en la rama local de Tradición, Familia y Propiedad. En Brasil, Argentina o México, estos grupos comparten un marco de referencia: al menos conocen a los ya mencionados Corrêa de Oliveira, al sacerdote argentino Julio Meinvielle, al mexicano Celerino Salmerón o a la familia Abascal, entre otros. Hoy, desde luego, tienen nuevos representantes, como Agustín Laje en Argentina o Giuliana Caccia en Perú.

Estos grupos conciben a sus países como prolongaciones de los imperios español o portugués. Asumen que lo verdaderamente nacional solo es auténtico si se articula alrededor de un núcleo católico que emula las dictaduras de Francisco Franco en España y António de Oliveira Salazar en Portugal. Ambas dictaduras se concebían, a su vez, como continuaciones de proyectos civilizatorios fundados en valores cristianos, supuestamente traicionados por el modernismo: uno de los molinos de viento favoritos de la extrema derecha.

Aunque los elementos clave de la extrema derecha existían ya antes de la Segunda Guerra Mundial, una figura fundamental para comprender su configuración actual es Jacques Ploncard D’Assac. Formó parte del equipo de António de Oliveira Salazar en Portugal, junto con otros exfuncionarios del régimen de Vichy. Estos personajes fueron clave para el desarrollo de la Guerra Fría en América Latina, aunque tuvieron una plataforma fundamental en Argentina. Desde finales de los años cincuenta, ofrecieron ahí soporte ideológico y teológico, así como entrenamiento práctico basado en una teoría que postulaba la necesidad de escoger entre “dos demonios”.

Ploncard D’Assac fue un complotista en la Francia de los años treinta. Primero orbitó alrededor de la Action Française de Charles Maurras y luego colaboró con el régimen de Vichy. Ganó notoriedad por ser uno de los firmantes del panfleto colectivo Pourquoi je suis anti-juif, una perorata antijudía que bien podrían haber suscrito —desde el otro lado del Atlántico— Meinvielle, Salmerón o Corrêa de Oliveira. En 1940 se integró al gobierno de Philippe Pétain, bajo las órdenes de Bernard Faÿ, director del Servicio Antimasónico.

Treinta años después, en 1969, Faÿ ayudó a Marcel Lefebvre a fundar la Sociedad Sacerdotal de San Pío X y, siguiendo esa misma lógica, publicó ¿La Iglesia de Judas? (1971). Como el título sugiere, Faÿ sostenía que la Iglesia Católica, tras el Concilio Vaticano II, se había traicionado a sí misma.

Cuando, en 1944, ya era evidente que Philippe Pétain no tenía futuro político, Jacques Ploncard D’Assac huyó a Portugal. Ahí, António de Oliveira Salazar —en el poder desde 1932— lo nombró su consejero. Aunque eludió el arresto, la Resistencia Francesa lo condenó a muerte en ausencia. Como funcionario del régimen salazarista, Ploncard D’Assac promovió la imagen de Portugal como bastión de Occidente, al tiempo que difundía teorías conspirativas similares a las que la derecha francesa utilizó para justificar su colaboración con Adolf Hitler.

Desde 1958, estuvo al frente de La Voix de l’Occident, un programa de radio y revista políglota desde donde criticó, entre otras cosas, la política de Charles de Gaulle en el antiguo imperio colonial francés. Uno de sus libros más representativos es una apología de Salazar, respaldada por el propio dictador; la segunda edición en francés incluye una carta de Salazar agradeciendo a Ploncard D’Assac por su obra. En México, ese libro fue publicado por Tradición, la editorial de la familia Abascal, y traducido por Carlos Abascal, hijo de Salvador, patriarca del clan. En 2020, el catálogo de la editorial afirmaba: “Salazar, modelo de estadista católico: bien gobernó a Portugal durante más de 40 años”. El propio Salvador Abascal tradujo Los francmasones, además de Rousseau, Marx y Lenin.

A los argumentos de Maurras, Ploncard D’Assac y sus herederos hay que añadir un ingrediente clave: las batallas por la teología, el alma de la Iglesia católica. Un factor decisivo para entender a la nueva extrema derecha es la manera en que, desde finales de los años cincuenta y aún hoy, reprocha a la jerarquía católica el haber tomado conciencia del papel que desempeñó el catolicismo en el Holocausto y en la Segunda Guerra Mundial.

Lejos de reconocer el valor de figuras como Pío XII, Juan XXIII o Pablo VI por intentar enmendar el daño causado por el antisemitismo, la extrema derecha los descalifica como traidores y herejes. Lo hace invocando la encíclica Pascendi Dominici Gregis (1907) de Pío X, donde se condena el modernismo dentro de la Iglesia católica. Sin embargo, dicho texto nunca define con claridad qué se entiende por “modernismo”; lo describe, más bien, como una “síntesis de todas las herejías”. Peor aún, ordena la creación de comités diocesanos de vigilancia para expurgar toda influencia modernista.

No son ideas muertas. Desde hace algunos años, en Estados Unidos han surgido “comunidades” que aspiran a restaurar la pureza del catolicismo según los principios de Pío X. Una de ellas —mitad parroquia, mitad fraccionamiento— es Santa María, en Kansas. Este texto de The Atlantic revela hasta qué punto intentan ser fieles al ideario integrista de Pío X. No en balde, la “orden” detrás del proyecto Santa María es la ya citada Sociedad Sacerdotal de San Pío X (SSPX), punta de lanza en la oposición al Concilio Vaticano II.

Sin embargo, esa conducta extrema no es exclusiva de la cismática SSPX. En la diócesis de Tyler, Texas, el ahora obispo emérito Joseph Strickland promovía la creación de “comunidades” similares, que remiten a otros experimentos de ingeniería social impulsados por grupos religiosos extremistas. Uno de estos desarrollos inmobiliarios, habitado por personas que se identifican como católicas, lleva por nombre Veritatis Splendor —Esplendor de la verdad—, como la encíclica de Juan Pablo II publicada en 1993. En “Strickland y el riesgo de convertir el catolicismo en una secta” ofrezco más detalles sobre este desarrollo y su vínculo con una forma de catolicismo sectario y apocalíptico.

Un modelo similar —que dice encontrar un núcleo duro de identidad basado en una idea de lo religioso que excluye y condena— existe, con variaciones, en las campañas contra los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI). Estas campañas han llevado a purgas en los planes de estudio y, en otros ámbitos, han impedido que títulos tan “peligrosos” como La telaraña de Charlotte, un libro infantil de los años cincuenta, estén disponibles en bibliotecas públicas. Este modelo también ha servido para que figuras como Trump y Milei orienten sus gobiernos según lógicas que acentúan las desigualdades.

Para impulsarlo, la extrema derecha se presenta a sí misma, simultáneamente, como mártir y como redentora: de ella misma y de los grupos a los que dice representar. Uno de esos grupos es el de los jóvenes varones, presentados como los grandes perdedores de las políticas DEI. Exacerban al máximo el carácter compensatorio de estas políticas para culparlas de las desventuras de quienes se perciben excluidos por ser heterosexuales.

Lejos de proponer una ampliación de derechos, argumentan que el reconocimiento de “demasiados derechos” genera exclusión. Lejos de atender problemas básicos de equidad —incluso cuando se pone en riesgo la salud de las personas, como con las vacunas—, llegan a presentarlas como parte de conspiraciones para establecer mecanismos de control social. Así lo hizo, por ejemplo, el cardenal Juan Sandoval Íñiguez durante la pandemia de coronavirus.

Aunque vilipendian a la izquierda por victimizarse, ellos no pierden oportunidad para presentarse como víctimas de un enemigo que conspira para suprimirlos. Hasta finales del siglo XX, la conspiración clásica combinaba judíos, masones, comunistas, jesuitas, con algún “comodín” adicional. Tal es el caso de la nueva extrema derecha argentina, que depende menos del componente antisemita. Aunque excluye a lo judío de la conspiración que sustenta su versión de extrema derecha, Milei recurre a otros comodines, como el colectivo LGTBQ+. Contra ellos, invocó —en el Foro Económico Mundial en Davos, en enero de este año— el mito de la persona gay como depredador sexual.

Este cambio revela que, a pesar de decirse inmunes a las transformaciones, en la base de la identidad de la extrema derecha hay un constante revisionismo que, paradójicamente, desdeña el conocimiento histórico formal. Necesitan reescribir la historia de modo que siempre los muestre como héroes y víctimas. Ese patrón se manifiesta también en su rechazo a cualquier cambio en materia religiosa, contradicción que convive con su fe ciega en el mercado, sin reconocer los efectos de éste en la destrucción de los vínculos comunitarios que sustentan las identidades religiosas.

No se trata de promover el cambio por el cambio mismo. Era una necesidad histórica que el catolicismo reflexionara sobre su papel en el sostenimiento del antisemitismo como motor clave —aunque no único— de la Segunda Guerra Mundial. También, porque ya desde tiempos de Pío XII era evidente el daño que el clericalismo causaba a la Iglesia. En 1952, diez años antes del Concilio, Pío XII suplicaba a los cardenales moderar el uso de sastrería clerical. No es que Pío XII, Juan XXIII o Pablo VI culparan a su Iglesia ni a sus ropajes del antisemitismo, pero sí admitieron lo que otros, todavía hoy, se niegan a aceptar: que existe un catolicismo que desnaturaliza y deshumaniza tanto a las personas judías como, de forma más general, a cualquier persona no católica —e incluso a quienes no son clérigos—, y que se expresa, entre otras formas, en el uso ostentoso de la sastrería clerical.

Y a pesar de que la extrema derecha apela a una identidad religiosa que los presenta como los más leales, la crisis de abuso sexual ha sido utilizada como parte de la guerra intestina dentro del catolicismo. La crisis ha permitido construir una narrativa de lo religioso como mancillado por la jerarquía, y ofrecer explicaciones simplistas del abuso como consecuencia del modernismo. Interpretados así, los abusos sirven para legitimar teorías conspirativas que apuntan al clero, pero no por las razones reales.

Esa lógica atribuye la causa del abuso a la pérdida del “misterio” del latín. Lejos de reconocer la necesidad de reformas teológicas y litúrgicas —dado que los abusos existían ya antes de los cambios a la misa—, los presentan como actos despóticos, obra de jerarcas herejes y traidores, a quienes desconocen para refugiarse en la supuesta “superioridad” del latín, como hace la SSPX.

Es difícil predecir qué ocurrirá con la economía cuando la integración con Estados Unidos y Canadá está tocada de muerte gracias a Trump. Pero habría que reconocer que —como en Argentina— el riesgo de la extrema derecha, con Eduardo Verástegui o alguien más, está presente, y que ni Milei ni Bolsonaro necesitaron de la parafernalia nazi para hacerse del poder. La desigualdad, agravada por el posible desplome del modelo de desarrollo vigente desde 1994 y la dificultad de la clase política para comprender los retos del presente, podría allanar el camino a figuras como Verástegui, que apelan a la libertad para imponer visiones profundamente excluyentes. EP

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