¿La resurrección del nacionalismo revolucionario?

En este texto, Raudel Ávila reflexiona sobre el concepto de “nacionalismo revolucionario” y su posible papel en el desarrollo del nuevo gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum.

Texto de 12/08/24

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En este texto, Raudel Ávila reflexiona sobre el concepto de “nacionalismo revolucionario” y su posible papel en el desarrollo del nuevo gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum.

Tiempo de lectura: 10 minutos

Morena se ha caracterizado, entre otras cosas, por su capacidad para seducir y atraer a expriistas a sus filas, en particular a aquellos de la vieja guardia, previa al ascenso de la generación llamada neoliberal. Para más evidencia ahí está Manuel Bartlett, pieza clave en la construcción de la política energética durante el gobierno del presidente López Obrador. No es difícil suponer que esa atracción de expriistas pueda llevar consigo un contagio ideológico. La izquierda partidista mexicana es una mezcla peculiar de excomunistas, sindicalistas, profesores universitarios y priistas, entre otros. Antes de la llegada al poder de Claudia Sheinbaum, los dirigentes más exitosos del PRD fueron expriistas: Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y el propio Andrés Manuel López Obrador. Ellos le enseñaron numerosos trucos a la izquierda para construir grupos corporativistas de apoyo electoral. Eso que en la jerga política mexicana se llama “estructuras”. Reclutaron operadores de base en los comités seccionales priistas y los pusieron a trabajar en las colonias populares. De paso, capacitaron algunos nuevos, construyendo lenta pero imparablemente los grupos sociales que los llevarían a la Presidencia de la República. Está por verse qué tanto esa capacitación electoral vino acompañada de adoctrinamiento ideológico al estilo priista. En principio, es muy notorio el nacionalismo revolucionario en el discurso del propio López Obrador. Esta es una doctrina integrada por componentes fácilmente identificables: la desconfianza frente a Estados Unidos (la base del nacionalismo) y la exaltación de los héroes de la Revolución mexicana (el ingrediente revolucionario del nacionalismo). En este texto analizaré ambos componentes para señalar qué presencia tienen en la actualidad y qué presencia podrían tener en el futuro.

“[…] es muy notorio el nacionalismo revolucionario en el discurso del propio López Obrador.”

Nacionalismo

El nacionalismo mexicano, en ocasiones muy provinciano y a veces xenófobo, no fue producto de la generación espontánea ni de vicios inherentes a México. El nacionalismo ultradefensivo mexicano es resultado de las frecuentes intervenciones extranjeras en la política mexicana: intervenciones diplomáticas, financieras y, desde luego, militares. Tanto en el siglo XIX como durante la propia Revolución mexicana, este país fue objeto de injerencia continua por parte de las grandes potencias como documentó el profesor Friedrich Katz en su libro ya clásico La guerra secreta en México. Era cuando menos esperable que la clase política de la postrevolución desarrollase una postura defensiva y recelosa frente al mundo, pero en particular frente a Estados Unidos, nuestro vecino y súper potencia. Nada menos que el embajador norteamericano Henry Lane Wilson tomó parte en el golpe de Estado contra el presidente Madero. La intervención armada del presidente Woodrow Wilson en Veracruz y la incursión de las tropas del general Pershing en territorio mexicano en persecución de Francisco Villa también quedaron grabadas en el recuerdo de los sobrevivientes de la Revolución. Como suele decirse, “la burra no era arisca, los palos la hicieron”. Esto produjo múltiples malentendidos y tropiezos en la relación bilateral de México y Estados Unidos a lo largo del siglo XX, pero en su momento tenía cierto fundamento no descartable desde la comodidad analítica del siglo XXI.

La experiencia directa de los revolucionarios se fue transfiriendo a generaciones subsiguientes de políticos priistas ya en la era civil. Por poner un ejemplo, Jesús Reyes Heroles, el gran ideólogo del PRI, tuvo como primer jefe en su vida profesional nada menos que al general Heriberto Jara. A Jara le correspondió ocupar con sus hombres el puerto de Veracruz a la salida de las tropas intervencionistas norteamericanas. En otras palabras, no eran testimonios de oídas los que la clase política postrevolucionaria escucharía, sino la vivencia personal de los protagonistas que sufrieron las intervenciones de las potencias. Por lo tanto, ese recelo contra el exterior se mantuvo durante décadas. Esa es la explicación histórica del nacionalismo tradicional priista. Ahora bien, ¿tiene sentido esperar que siga vigente en la era de la hegemonía morenista?

La izquierda mexicana tiene una profundísima tradición antiamericana. Estados Unidos ha sido visto por la izquierda como el imperio maligno del capitalismo, el destructor de los esfuerzos comunistas en el mundo. Durante años, aprender inglés estaba mal visto en la izquierda. Por consiguiente, el antiamericanismo de la izquierda encontró un buen enlace matrimonial con el nacionalismo priista. Es verdad que la izquierda en buena parte del mundo se caracterizó por su internacionalismo proletario, pero en México no fue así. A lo más que llegó fue a un latinoamericanismo desgastado por su propia caricatura, al canto interminable de la supuesta hermandad entre los pueblos latinos. Una idea poderosa en términos discursivos, pero que no logró cuajar en términos económicos, pues México fue visto siempre como rival y competidor de los sudamericanos. Así, en los hechos, el nacionalismo de la izquierda mexicana se mantuvo incólume… como el de los priistas clásicos. La reflexión anterior se refiere a la izquierda en su larguísimo período como fuerza política opositora; no es del todo sensato suponer que las mismas consideraciones prevalecen cuando la izquierda es gobierno.

Andrés Manuel López Obrador, quien como dirigente de la oposición llegó a cuestionar muchas veces el TLCAN y alguna vez incluso propuso que México saliera de él, afortunadamente cambió de opinión ya como presidente. Fue su gobierno el que renegoció la integración comercial con Estados Unidos, dando lugar al nuevo TMEC. López Obrador, que publicó un libro contra Donald Trump acusándolo prácticamente de fascista, es el mismo que ya como presidente presumió muchas veces su amistad, simpatía, afinidad, cercanía y hasta admiración por Trump. Eso sí, fue el gobierno de López Obrador el que decidió suspender, o cuando menos limitar sensiblemente, la persecución de narcotraficantes y disminuir la cooperación en temas de seguridad con la DEA y, por tanto, con el gobierno de Estados Unidos. Entonces, al estilo de los viejos priistas —y López Obrador es uno de ellos—, el componente fundamental de su política exterior, por encima de preferencias ideológicas, ha sido la salvaguarda de los intereses del gobierno mexicano. Por lo menos, desde su manera personal de entender esos intereses. Sin lugar a dudas, la conducta, palabras y acciones del presidente López Obrador permean la concepción del mundo y del nacionalismo que adoptan sus seguidores. La pregunta es si esta concepción será la misma de Claudia Sheinbaum, si la desechará, o si bien únicamente la respetará en el discurso, pero en la práctica adoptará otra línea. Esto último también llegó a suceder varias veces en los gobiernos priistas. El discurso era nacionalista revolucionario, pero, con frecuencia, en la práctica hacían otra cosa.

La futura presidenta Sheinbaum es todavía un misterio indescifrable para los más agudos observadores políticos nacionales e internacionales. Es posible que solo ella y su círculo más estrecho de allegados (¿4 o 5 personas?) sepan con exactitud qué tanto piensa mantener y cuánto considera desechar del legado obradorista. Por otro lado, tampoco es una decisión unilateral suya, pues la realidad restringirá o ampliará su margen de maniobra en la conducción del gobierno. Esto quiere decir que no podemos saber con exactitud en qué grado conservará el componente nacionalista en sus políticas. Tenemos, eso sí, algunos antecedentes que permiten entrever algunas diferencias con el gobierno de su predecesor. A diferencia de AMLO, Claudia Sheinbaum estudió un doctorado en Estados Unidos durante la postguerra fría. Su formación y experiencia vital son diferentes a los de la izquierda clásica mexicana. Si bien se nutrió de la misma raíz ideológica marxista-comunista, su vida profesional en la política ha tenido lugar después de la caída del muro de Berlín. Además, Sheinbaum nunca militó en el PRI. Como quiera que sea, a ella le tocó participar en una izquierda electoralmente competitiva, especialmente en la capital del país. Primero con el PRD y luego con Morena.

Restan dos elementos adicionales que podrían definir la vigencia o no del nacionalismo durante el gobierno de Sheinbaum. En primer lugar, su interés genuino y personalísimo en el tema del cambio climático. Si hay un asunto político para el cual no existe solución nacional, es el cambio climático. Se trata de un problema que solo puede resolverse mediante la cooperación internacional con mecanismos bilaterales y multilaterales. Por definición, un nacionalista no tiene forma de enfrentar un problema cuyo remedio depende literalmente de todo el planeta. En segundo lugar, las restricciones presupuestales que Sheinbaum enfrentará. A diferencia del presidente López Obrador, Sheinbaum no recibirá un gobierno con grandes reservas para gastar a discreción. Recibe una administración pública mermada en sus recursos, desprovista ya de fideicomisos, con perspectivas de crecimiento económico en suspenso por la incertidumbre nacional e internacional. Cargará también la losa del compromiso de continuar las obras emblema de este gobierno (refinería, tren, deuda de Pemex). ¿Por qué impactaría esto en un enfoque político nacionalista? Porque el priismo tuvo que dejar de coquetear con el nacionalismo cuando se le acabó el dinero. En el momento de las crisis, cuando hubo necesidad de pagar deudas o renegociarlas en el extranjero, hizo falta una nueva clase política más cosmopolita, capaz de entenderse con sus pares en Estados Unidos, con los organismos financieros internacionales y en general con el resto del mundo. A los acreedores bancarios no les interesan las preocupaciones del nacionalismo.

“La izquierda mexicana tiene una profundísima tradición antiamericana.”

Por lo anterior, tiendo a pensar que el de Sheinbaum será un gobierno un poco menos interesado en el nacionalismo que el de López Obrador. Tanto por la convicción personal de la propia presidenta en temas como el cambio climático, como por necesidades impuestas por la realidad: la necesidad de tratar más estrechamente con organismos financieros internacionales. Con todo, Sheinbaum sigue siendo un misterio y simplemente trato de especular con algún fundamento.

Lo revolucionario

El componente revolucionario del priismo parecía desgastarse y hasta desmentirse continuamente por el último apellido del partido “Institucional.” No quiero entrar en una discusión viejísima sobre la aparente contradicción entre los términos ‘revolucionario’ e ‘institucional’. Lo cierto es que, en un inicio, el priismo sí tuvo acentuados componentes revolucionarios. No nada más era hijo de la Revolución mexicana, sino que algunas de sus políticas públicas eran realmente revolucionarias, a grado tal que se rigió por una nueva constitución. El nacionalismo revolucionario dio a luz una política exterior que incluía, en lugar prominente, la tradición de asilo a los perseguidos por las dictaduras. También creó las grandes instituciones de seguridad social del Estado mexicano (IMSS, ISSSTE, INFONAVIT), amplió masivamente la cobertura de la educación pública, favoreció una política de ampliación de los derechos de los trabajadores (particularmente los sindicalizados) y un largo etcétera. Además, el PRI no permitió el caudillismo presidencial, pues lo sustituyó por la institucionalización del poder sexenal. Con esto impidió en México la proliferación de golpes de Estado, cuartelazos y asonadas militares, una diferencia fundamental respecto de América Latina.

Por su parte, los morenistas han sustituido el término ‘revolución’, que se volvió anatema después de la caída del muro de Berlín, por el de ‘transformación’, más adecuado para captar votos de la clase media. No obstante, la iconografía de su historia oficial reivindica casi las mismas figuras “revolucionarias” del priismo. Ahí están sus héroes, de Hidalgo hasta Cárdenas, pasando por Juárez y Zapata. En su momento, igual que los priistas, el gobierno de Morena ha presumido su cercanía con el régimen comunista cubano para resaltar sus credenciales “revolucionarias”. Incluso, en el plano internacional ha coqueteado por medio de algunos guiños con la China “comunista”, a tal punto que el candidato presidencial Donald Trump ha insistido en que sancionará todos los productos emanados de empresas chinas establecidas en México. Asimismo, López Obrador revivió el culto cívico de las ceremonias patrióticas, un aspecto enteramente olvidado por los gobiernos de la transición democrática; las gestas consideradas revolucionarias reciben un tratamiento muy particular desde el poder, como no se veía desde hace décadas. Por ejemplo, la invitación a militares rusos a participar en el desfile del día de la Independencia de México. López Obrador entiende muy bien los mensajes simbólicos de un gesto de esa naturaleza, sobre todo ante la mirada estadounidense.

Entre las políticas públicas de este gobierno, destacan el alza del salario mínimo y la entrega de dinero en efectivo mediante programas sociales, algo que muchos califican de “transformador”. Insisto, un eufemismo para sustituir la palabra revolucionario. En cuanto a la política de salud se intentó ampliar y mejorar el servicio, pero en el camino se creó una propuesta enteramente fallida, el INSABI, y se produjo un desabasto de medicamentos que el mismo presidente de México se vio obligado a reconocer. De igual manera, el morenismo luchó por “el rescate de Pemex y CFE” (aunque en el caso del primero lo dejarán en quiebra y más endeudado de lo que lo recibieron) y “la recuperación de la soberanía energética”, una conquista sin par en el panteón de los mitos de la revolución mexicana. Es decir, la continuidad parece casi integral en el caso del componente “revolucionario” entre el viejo PRI y Morena. De nuevo, ese es el discurso de López Obrador. Desconocemos qué tanto de ello sobrevivirá con Sheinbaum, en tanto que ella se dice orgullosa ambientalista y la política de uso de energías sucias de este gobierno no cuadra con una científica preocupada por el cambio climático.

Tiendo a pensar que la presidenta Sheinbaum simpatiza más con el componente revolucionario que con el nacionalista. Sin embargo, el panteón revolucionario era bastante machista, una característica que no encaja con el feminismo y el enfoque de género de Sheinbaum. En la historia oficial de la revolución mexicana, las mujeres figuran casi siempre como personajes de reparto, secundarias, frente a la grandeza de los hombres, o si acaso como acompañantes de alguno de ellos. La historia oficial del priismo tiende a exaltar a las mujeres como madres, no como líderes políticas. En cambio, una de las obsesiones del grupo cercano a Sheinbaum ha sido subrayar la perspectiva de género en sus políticas públicas. Claudia Sheinbaum llevará el distintivo histórico de ser la primera mujer en alcanzar la posición política más alta y poderosa de México: la primera presidenta. Difícil pensar que se conformará con un panteón cívico de puros hombres, dada la importancia simbólica que reviste su victoria electoral. El feminismo fue quizá la única revolución pacífica del siglo XX. El ascenso al poder de Sheinbaum conecta bien, cuando menos discursivamente, con la tradición revolucionaria.

Simpatías y diferencias

Ni el PRI ni Morena se cuentan entre los convencidos a favor de la democracia liberal. Morena entiende la democracia como la entrega del poder a las mayorías, con escaso o nulo aprecio por las minorías. El PRI se dio el lujo de inventar una definición a modo de democracia, que hasta puso en el artículo tercero constitucional: “la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Ahora bien, si no son demócratas liberales, ¿qué son?  Mi amigo, el poeta Julio Hubard, me ha hecho notar un aspecto fascinante. Los priistas eran republicanos. No creían en la democracia, pero estaban convencidos de la trascendencia de la república. Tenían una idea bastante clara de qué entendían por “república”, muy calcada de la tradición francesa y quizá de la masonería; de ahí la inmensa fortuna de figuras como Porfirio Muñoz Ledo o el mismo Manuel Bartlett, educados en París. Al priismo siempre le gustó Francia, para contrastarla con el modelo capitalista estadounidense. Era un mito, como tantos otros, pero un mito funcional. En el caso de Morena, no está muy claro qué entienden por república. López Obrador ha insistido mucho en cuestiones como la “austeridad republicana” o la “república amorosa”, pero no conozco ningún esfuerzo por definir con claridad el concepto mismo de república. En el caso de la austeridad republicana, no se entiende por qué es válido disminuir sensiblemente salarios y prestaciones para los servidores públicos, pero se pueden derrochar millones en Pemex, sin lograr sanear sus finanzas. Y en cuanto a la república amorosa, parece una idea extinta desde el momento en que aparecieron las acusaciones contra los críticos al gobierno en la mañanera. Es verdad que Morena y el régimen hegemónico que acaba de inaugurar es muy joven. El priismo no nació con una formulación conceptual plena, sino que cada sexenio fue añadiendo elementos programáticos. Es quizá un poco precipitado exigir de Morena una definición teórica en todos los órdenes, pues, igual que el PRI, es un partido que crece mediante la recolección de políticos de todas las ideologías.

Queda un componente final por considerar en la sobrevivencia o no del nacionalismo revolucionario en los años venideros. Un componente tan amplio que requeriría otro ensayo: el panorama mundial. El nacionalismo revolucionario priista evolucionó en función de los acontecimientos internacionales. Fue el mismo partido, el PRI, el que impulsó una economía cerrada y después una economía abierta. El mismo partido que primero mantuvo una postura defensiva frente a Estados Unidos y, después de la caída del muro de Berlín, se convirtió en su socio comercial. El mismo partido que primero impulsó un México simpatizante de las agrupaciones de países del tercer mundo, pero luego quiso integrarse al club de las economías industrializadas en la OCDE.

“El nacionalismo revolucionario priista evolucionó en función de los acontecimientos internacionales.”

El nacionalismo revolucionario goza de salud en la actualidad, pero hay demasiados factores que pueden impactar su evolución y sostenimiento como elemento discursivo del nuevo régimen. No obstante, su resurgimiento en pleno siglo XXI ofrece un testimonio de su fortaleza y perdurabilidad en la política mexicana. Es increíble que haya sobrevivido a la globalización, lo cual evidencia la resistencia de las prácticas y costumbres políticas por encima de las tendencias coyunturales. Pese a las modificaciones constitucionales y las nuevas prácticas de la elite mexicana en las últimas 3 o 4 décadas, la política mexicana siguió cargando en sus bases los restos del nacionalismo revolucionario. Hoy lo vemos reconstruido y en el poder. Será preciso estudiar su resurrección con detenimiento. EP

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