¿Qué hacer con la ultraderecha?

César Morales Oyarvide repasa puntualmente las principales estrategias desplegadas por los actores más importantes para responder a los desafíos de la ultraderecha.

Texto de 06/11/23

César Morales Oyarvide repasa puntualmente las principales estrategias desplegadas por los actores más importantes para responder a los desafíos de la ultraderecha.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Un espectro recorre el mundo: el espectro de la ultraderecha. Especialmente tras el 11-S y la crisis de 2008, los últimos tiempos han sido testigos de un preocupante avance del extremismo, en donde el mayor peligro no es sólo el éxito electoral de estas organizaciones, sino la creciente normalización de su agenda. Hoy la ultraderecha gobierna la India, el país más poblado del planeta, amenaza con volver a ocupar la Casa Blanca y tiene ya un pie en Latinoamérica. Incluso en Alemania, cuya historia es quizá el mayor ejemplo del horror que puede causar esta corriente política, un partido ultraderechista tiene cerca de 20% del apoyo electoral

¿Qué se puede hacer ante esta nueva oleada extremista? 

Valga decir, de entrada, que toda reflexión sobre las respuestas a la ultraderecha debe partir de una realidad poco optimista: no existe una “bala de plata” —ni mucho menos un “vacuna”— contra la misma. No obstante, esto no significa que no haya acciones que implementar ni lecciones que aprender de las maneras en las que, en distintos momentos de la historia, se ha hecho frente a esta amenaza. A continuación, siguiendo el trabajo del politólogo Cas Mudde (2019), probablemente el mayor experto el fenómeno, ofrezco un repaso de las promesas y los dilemas de las principales estrategias que han desplegado los actores más importantes a la hora de responder a los desafíos de la ultraderecha: el Estado, los partidos políticos y la sociedad civil. 

El Estado, entre la tolerancia y la democracia militante

¿Qué pueden hacer las instituciones estatales frente a aquellas organizaciones cuya agenda implica la violación de los derechos de colectivos enteros o, en los casos más radicales, una apología abierta de la violencia? La respuesta se encuentra entre dos polos: el estadounidense y el alemán. Mientras que en el modelo estadounidense las organizaciones de ultraderecha han de estar protegidas —como cualquier otra minoría política— por el respeto a la libertad de expresión, el modelo alemán plantea una “democracia militante” que contempla sancionar e incluso vetar a los grupos y partidos que son juzgados como hostiles al régimen democrático. Ambas estrategias están basadas en la experiencia de sus respectivos países. El modelo alemán responde directamente a la historia de la República de Weimar (1918-1933), considerada insuficientemente preparada para enfrentar un desafío ultraderechista como el del nazismo. Por su parte, el modelo estadounidense no se explica sin el status fundacional que tienen en su ordenamiento político libertades como las de expresión, prensa y asociación, vía la Primera Enmienda de su Constitución. 

Vistas desde el presente, ambas estrategias entrañan también dilemas. El modelo de tolerancia estadounidense abre la puerta a episodios como el de Skokie, un suburbio de Chicago con una importante población judía. En 1977, un grupo de neonazis planeó realizar una marcha con swasticas incluidas en esta pequeña localidad, cuyos habitantes incluían sobrevivientes del Holocausto. El asunto llegó hasta la Suprema Corte, y aunque la marcha finalmente no tuvo lugar, la discusión al respecto se enmarcó en términos de la defensa de la Primera Enmienda. Casos como este llaman la atención sobre una célebre paradoja planteada por Karl Popper (2011) en La sociedad abierta y sus enemigos. Para el filósofo austriaco, la tolerancia ilimitada conduce inevitablemente a la desaparición de la tolerancia misma. En consecuencia, la sociedad debe reclamar, en nombre de la propia tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. En la práctica, esto significa limitar, de una u otra manera, ciertas libertades como la de expresión para proteger la salud del régimen democrático, una acción que bien podría parecer contradictoria. 

“Para Karl Loewenstein, el problema de la democracia es que, como un régimen plural por definición, puede acabar convirtiéndose en un caballo de Troya que les abre la puerta a sus enemigos”.

Esta cuestión está en el centro también del debate en torno al modelo de la “democracia militante” alemana. Para Karl Loewenstein, quien planteó el término originalmente en 1937, el problema de la democracia es que, como un régimen plural por definición, puede acabar convirtiéndose en un caballo de Troya que les abre la puerta a sus enemigos. En un momento como el actual, en que las principales amenazas autoritarias han surgido de liderazgos que llegan al poder por las urnas, esta no es una advertencia trivial. Sin embargo, la paradoja está en que una democracia que está siempre a la defensiva puede acabar, a través del veto a las organizaciones políticas que considera peligrosas o de la restricción de los derechos de los individuos que las apoyan, dañando a la democracia misma. Como advierte Jean-Werner Müller (2016), un gobierno que busca proteger al orden democrático de forma activa puede combatir a sus enemigos hasta acabar convertido en algo muy similar a ellos, destruyendo en el proceso al régimen que buscaba defender. En uno y otro caso, la clave está en dónde deben trazarse los límites de lo tolerable y quién ha de decidir sobre ellos. En otras palabras, en qué instancia debe recaer la responsabilidad de juzgar lo que representa una amenaza genuina y las opiniones que, aunque la mayoría repudie, no lo son. Son cuestiones que no tienen una respuesta sencilla.

Los partidos, del “cordón sanitario” a la asimilación

Como actores fundamentales en la política democrática, los partidos tienen mucho que decir a la hora de cerrar o abrir la puerta a la ultraderecha. Históricamente, el curso de acción más habitual de estas organizaciones para lidiar con los extremistas ha sido sencillamente ignorarlos. La traducción institucional de esta estrategia de demarcación, como le llama Cas Mudde, son los “cordones sanitarios”: acuerdos entre las fuerzas políticas democráticas para excluir de coaliciones, pactos o cualquier tipo de negociación a los partidos de ultraderecha, como se hizo en Bélgica como en el Bloque Flamenco. El problema con estos acuerdos es que, si bien su objetivo es privar de oxígeno a los extremistas, pueden acabar teniendo el efecto contrario: en los casos en donde la ultraderecha se presenta, en clave populista, como la única alternativa frente al statu quo, este tipo de respuesta puede acabar por dar validez a sus dichos, “probando” ante la opinión pública que realmente hay un complot por parte del establishment para marginalizarles.

Frente a la demarcación, otra estrategia que pueden tomar los partidos frente a los ultras es la confrontación abierta. El dilema de la confrontación es que, cuando se hace más necesaria, se vuelve también menos probable. A medida que la ultraderecha se ha vuelto más popular, cultural y electoralmente, enfrentarla abiertamente se ha vuelto más costoso, especialmente para sus competidores directos: la derecha no radical, temerosa de ahuyentar no sólo a un posible aliado, sino también a votantes que podrían verlos como “demasiado blandos”. Los extremistas entienden esta tensión y no han dudado en explotarla. Apelativos como el de “derechita cobarde”, con el que los ultras de Vox se refieren al Partido Popular en España son un ejemplo elocuente. La consecuencia es que, más que la oposición, lo que hoy define las relaciones entre partidos de derecha y ultraderecha es una lógica de asimilación. Es lo que Mudde llama la mainstreamización de la ultraderecha, un proceso en el que estas organizaciones, sus discursos y sus propuestas se han vuelto parte de la normalidad política. De ser prácticamente unos parias, hoy cada vez más son vistos como socios potenciales para pactar y formar gobierno. Sus ideas son debatidas en los medios masivos y sus propuestas son adoptadas, así sea de forma light, por partidos de derecha tradicional o supuestamente moderada. Esto es patente no sólo a nivel de discurso, sino de políticas públicas: por ejemplo, en temas como la migración y la seguridad.

“A medida que la ultraderecha se ha vuelto más popular, cultural y electoralmente, enfrentarla abiertamente se ha vuelto más costoso”.

El riesgo de este tipo de procesos es que su récord histórico es absolutamente catastrófico. Trabajos como los de Giovanni Capoccia (2005) y Daniel Ziblatt (2017) muestran que, a la hora de enfrentar desafíos ultraderechistas como los que existieron en Europa en el siglo pasado, la suerte de las democracias dependió en buena medida de la reacción que tuvieron los partidos de la derecha tradicional ante esa coyuntura crítica. Cuando la derecha democrática cerró filas con el régimen, pese a que ello podría significar una sangría de votos, como ocurrió en Bélgica ante el avance del Partido Rexista, la democracia sobrevivió. Cuando, por el contrario, la derecha tradicional optó por firmar un “pacto fáustico” con los ultras con la ingenua expectativa de poder controlarlos, la democracia murió como en Alemania. De entre todas las lecciones que ofrece el pasado sobre la ultraderecha, esta es con seguridad la que hoy resulta más valiosa.

La sociedad civil, entre la oposición y la facilitación

Al menos desde los textos clásicos de Tocqueville, existe una importante corriente de opinión que ve a los ciudadanos organizados como la base última de la democracia. No es extraño, entonces, que la sociedad civil tenga un lugar privilegiado dentro de la oposición a la ultraderecha. Desde esta perspectiva, se argumenta que donde existe una sociedad civil poderosa, esta funcionará como un dique contra el extremismo. A pesar de que esta afirmación es popular, una revisión del pasado sugiere modular su optimismo. La evidencia de casos como el alemán, que vuelve a ser ilustrativo, enseña que más que la fortaleza de la sociedad civil, lo que importa para la resiliencia democrática de un país es el tipo de agrupaciones que la forman y los valores que reproducen. De acuerdo con una investigación ya clásica de la politóloga Sheri Berman (1997), el problema de la República de Weimar no fue la ausencia de una sociedad civil fuerte, sino que sus organizaciones giraban en torno a proyectos poco amigos de la tolerancia, como el nacionalismo, y tendían a fortalecer más los vínculos dentro de grupos sociales, más que a crear puentes entre diferentes colectivos. En su proceso de ascenso, el nazismo no destruyó la sociedad civil, sino que la secuestró, utilizando sus organizaciones, técnicas y liderazgos como trampolín para convertirse en un auténtico movimiento de masas. El episodio dista de ser una mera anécdota: hoy la ultraderecha germina a menudo en el suelo de este tipo de “sociedad (in)civil”, de los Proud Boys en Estados Unidos a la Casa Pound en Italia, una organización dedicada a brindar servicios sociales sólo a “verdaderos italianos”, por no hablar de las subculturas de clara simpatía ultraderechista que pueblan tanto el mundo deportivo (como la barra Ultras Sur del Real Madrid en España) como el digital (como la comunidad incel y antifeminista que apoya a Milei en Argentina).

Por fortuna, la sociedad civil de ultraderecha dista de ser la norma. Por el contrario, en los últimos años algunas de las manifestaciones ciudadanas más notables a nivel mundial han estado vinculadas con un rechazo al extremismo. Piénsese, por ejemplo, en las marchas a favor de los derechos de las mujeres en Estados Unidos en 2017, que agruparon a cerca de 5 millones de personas. Como recuerda Mudde, por cada concentración ultraderechista, suele haber una contramanifestación más grande que la rechaza. Con todo, la oposición al extremismo desde la ciudadanía organizada también entraña desafíos. En primer lugar, cómo impedir que esta oposición degenere en una espiral de violencia que puede llegar a ser fatal, como demuestran casos tristemente célebres como el del rally Unite the right en Charlottesville, Estados Unidos. En segundo lugar, cómo evitar que este tipo de oposición sea aprovechada por la propia ultraderecha para elevar su perfil mediático. No han sido pocas las ocasiones en que eventos pequeños —una charla universitaria o una pequeña manifestación— se vuelven auténticos trending topic por la oposición que generan, en donde los ciudadanos que se oponen a los extremistas acaban, sin quererlo, fungiendo como su equipo de relaciones públicas.

“Por fortuna, la sociedad civil de ultraderecha dista de ser la norma. Por el contrario, en los últimos años algunas de las manifestaciones ciudadanas más notables a nivel mundial han estado vinculadas con un rechazo al extremismo”. 

¿Qué hacer?

Como puede verse, todas las respuestas a la ultraderecha presentan dificultades. Su pronóstico siempre es reservado. Ahora bien, esto no significa que haya que bajar los brazos. Al contrario: si bien la historia muestra que no hay recetas infalibles, también sugiere que hay al menos tres condiciones que hacen que una defensa democrática contra el extremismo tenga mayores probabilidades de éxito. 

La primera tiene que ver con los actores: para responder a la ultraderecha es necesario el concurso de todos, desde los ciudadanos comunes hasta las instituciones del Estado, pasando por los partidos (sobre todo los de derecha democrática) y la sociedad civil organizada.  La segunda tiene que ver con la estrategia: todos los cursos de acción para enfrentar al extremismo implican dilemas y paradojas que es preciso reconocer y aprender a navegar. Más que apostar por una estrategia “suave” o “dura”, lo más prudente es combinar ambos tipos de medidas, dependiendo si se trata de los votantes de estas organizaciones, sus agravios o sus líderes. Por último, la tercera tiene que ver con la temporalidad. Las defensas exitosas de la democracia siempre han tenido un elemento de oportunidad. Es mucho lo que está en juego y la peor respuesta que puede haber es la de aplazar la acción con el fin de contemporizar. EP


Referencias

Mudde, Cas. The far right today. Polity, 2019

Müller, Jean-Werner. Protecting popular self-government from the people? New normative perspectives on militant democracy, Annual Review of Political Science (19), 2016.

Capoccia, Giovanni. Defending democracy: reactions to extremism in interwar Europe. Johns Hopkins University, 2005.

Ziblatt, Daniel. Conservative parties and the birth of democracy. Cambridge University Press, 2017.

Berman, Sheri. Civil society and the collapse of the Weimar republic. World Politics (49), 1997.

Popper, Karl. The open society and its enemies. Routledge Classics, 2011.Loewenstein, Karl. Militant democracy and fundamental rights. Annual Political Science Review (31), 1937.

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