El triunfo electoral de Claudia Sheinbaum confirmó que el sistema de partidos políticos se mantiene en una profunda crisis. Juan-Pablo Calderón Patiño ofrece un panorama general y una serie de interrogantes ante el escenario político que enfrenta la ciudadanía mexicana.
De los partidos políticos al movimiento o al frente, ¿una alquimia?
El triunfo electoral de Claudia Sheinbaum confirmó que el sistema de partidos políticos se mantiene en una profunda crisis. Juan-Pablo Calderón Patiño ofrece un panorama general y una serie de interrogantes ante el escenario político que enfrenta la ciudadanía mexicana.
Texto de Juan-Pablo Calderón Patiño 05/08/24
La notable aduana de las elecciones federales ha transitado o, mejor dicho, el tsunami electoral ha dejado un nuevo rostro político a México. Pareciera que la serie de reformas político-electorales para la apertura del régimen iniciadas desde 1963 han sufrido una regresión bajo una paradoja: la regresión democrática provino del voto mayoritario. Lo que se encuadra como una “transición democrática” es más una transición entre hegemonías políticas. Una que transitó del PRI como heredero del PNR y PRM consolidado en un sistema a una nueva hegemonía que se viste con dos ingredientes. Por un lado, un movimiento, más que un partido. Por otro, la columna vertebral de dicho movimiento: Andrés Manuel López Obrador, es decir, el neo caudillo en la versión del siglo XXI mexicano. Las evidencias son enormes, difícilmente muchos legisladores y gobernadores hubieran llegado a donde están sin la ola que hizo el primer mandatario tabasqueño.
México despertó bajo una nueva geografía de partidos con el triunfo de AMLO, pero después de la elección y la victoria arrolladora de Claudia Sheinbaum, el sistema de partidos que negoció la reforma política desde los años setenta está en crisis. No deja de ser emblemático que la desaparición del partido del sol azteca pierda el registro nacional cuando fue una de las trincheras contra el presidencialismo a ultranza donde luchó el propio López Obrador.
Los partidos históricos que habían dominado la escena política desde los años treinta del siglo pasado, el PRI y el PAN, fueron trastocados de manera seria. Después de dos elecciones presidenciales ganadas Morena, ninguno de los dos ha dado muestras de entender lo que pasó para reaccionar. Sus dos anteriores candidatos del 2018 desaparecieron del mapa político e incluso el candidato panista que ahora regresa como senador por la vía plurinominal estuvo autoexiliado frente a la embestida judicial que sufrió. La excandidata Xóchitl Gálvez, a pesar de sus esfuerzos épicos en dos trincheras, la del Frente Amplio por México y la de luchar contra el aparato político del régimen, evidenció el empantanamiento de los tres partidos políticos que la impulsaron. Un drama adicional, muchos de los personeros de las tres siglas sabían que aun perdiendo ella, mantendrían posiciones en el Congreso y la llave abierta para las prerrogativas tan cotizadas por las burocracias partidarias.
En su laureada novela El mago del Kremlin del ítalo-suizo Giuliano da Empoli, entre las nostalgias de lo que fue la URSS y el amanecer del pueblo ruso en una especie de supermercado con la liberalización a ultranza, escribió: “Pocas cosas hay más tristes que los lugares de poder abandonados, donde los fantasmas del pasado son más fuertes que los hombres de carne y hueso obstinados en habitarlos”. Esas palabras caben en el cuerpo moribundo del PRI, el partido histórico del siglo XX mexicano que espera el estertor en el nuevo siglo y que, por cierto, inició con su primera derrota presidencial. En el 2000, lejos de realizar una profunda refundación orgánica y una nueva apuesta modernizadora frente al ciudadano sin lealtades políticas, pospuso esa gesta en aras de una simulación que hoy desemboca como río descontrolado en el océano de la incertidumbre. Esa barcaza pende de velas rasgadas por el secuestro de Alejandro Moreno, que muchos olvidan que no pudo haber escalado posiciones partidarias, senadurías, diputaciones y la propia gubernatura sin el apoyo de algunos de los que hoy buscan impugnar su reelección. La proclama de que el PRI merece “republicana sepultura” es más realista porque pretender una refundación a partir de un cadáver es más que un despropósito para la realpolitik.
El PAN, con más esquematización en su organización interna, tiene mayores elementos para ser oposición, no obstante, su nula mea culpa a los errores de sus dos sexenios presidenciales lo detienen para avanzar en una nueva época. El partido con respetables tribunos, juristas y una sólida formación orgánica, parece ser un recuerdo ante un grupo que mantiene el control sin tener una estrategia clara frente al desafío político del presente.
El PRD quedó reducido a un cascarón quebrado y sin posibilidad de “otorgar la franquicia” a un nuevo partido en ciernes, tal como el Partido Mexicano Socialista (PMS) lo hizo para su fundación en 1989. Sin ruta, la opción de una visión socialdemócrata a la mexicana está desierta en el espectro del debilitado sistema de partidos, por más que Movimiento Ciudadano insista que son ellos. Alguien tuvo la osadía de identificar a cada fuerza política con un caudillo-dueño; el peor de los mundos, las figuras unipersonales al mando de los partidos.
Morena como partido en el poder tiene una enorme losa que los hace ver como un intrincado tablero de mezcolanzas ideológicas contrapuestas e incluso enfrentadas entre sí. No se percibe como heredero total de la izquierda mexicana, en especial de la reformista y con apertura para la negociación. Sus alianzas con una fuerza política evangélica (PES), con el mayor partido acomodaticio del pluralismo partidista, el PVEM, además del PT ―que lleva más de 30 años “emergiendo”― no le dan la cohesión para su misión de gobernar e incluso de articular una agenda legislativa entre el Congreso y el Ejecutivo federal.
Morena se ha quedado como el partido del caudillo, no como la fuerza política de vanguardia que debe ser. Confundiendo la inclusión democrática con la impunidad, salva a políticos que naufragaron en sus partidos de origen con una pésima señal a los que de origen han militado y trabajado en sus filas. Si Melchor Ocampo dijo que el Partido Liberal estaba “unido en la lucha y desunido en la victoria”, Morena, aun con el cordón umbilical con su máximo líder, sigue desunido y se percibe una batalla campal en su interior. Su unidad en la lucha no fue un ejercicio interno democrático o de tómbola, como han “sugerido” por el hecho de obtener escaños en congreso federal por ese singular proceso, sino de adhesión ciega al líder único más que a la virtual presidenta electa. Es difícil suponer que Sheinbaum Pardo tenga los resortes de gobernabilidad interna en el movimiento y más aún cuando la revocación de mandato está controlada por los grupos más radicales. Como paradoja, el quiebre de los contrapesos republicanos entre poderes con mayorías en el Congreso y con el ataque al Poder Judicial tiene también contrapesos orgánicos al interior de Morena, mismos que hacen que una buena parte de la gobernabilidad nacional transite por la propia del movimiento de la 4T y sus diversos grupos, corrientes y facciones.
No se puede olvidar que a Morena el Tribunal electoral lo paró en seco para reponer su proceso de dirigencia. Bajo esa situación, su principal militante en Palacio Nacional advirtió de la amenaza con salirse del propio instituto político que él creó. ¿Se puede convocar a una nueva transformación nacional si quien mantiene la cohesión del mayor partido ya no está en Palacio o, peor, si está como factor de poder pero sin la investidura presidencial? ¿Podrá gobernar Sheinbaum con una balcanización de facto en Morena con el costo de armar coaliciones parlamentarias con un PVEM y el PT que venderán caro su apoyo para mantener mayorías constitucionales? ¿La atomización política en el viejo adagio de divide y vencerás hará más fuerte a un maxi presidencialismo con la primera mujer presidente de México?
No sólo es México…. La crisis de los partidos políticos y el “ciudadano global”
México no es el islote donde se refugia la crisis de los partidos. No hay democracia, avanzada o imperfecta, del norte o del sur (salvó las rarezas de partidos únicos en Cuba, China y Corea del Norte), que no los tenga como la institución de menor confianza por parte de los ciudadanos. A pesar de ello, la pregunta prevalece en cualquier democracia: ¿existe otra forma de llegar al poder que no sea sin partidos? El argumento central para muchos es los altos costos de hacer política, no entendida como la cuota de recuperación de la natural movilización, sino como el siniestro juego de exclusión ciudadana que forma plutocracias y permite jugar sólo a quienes tienen fichas. Muchos políticos, desde su posición en el poder, han renunciado a su salario porque sus empresas se los permiten. Y la gente lo festeja. Esa renuncia les confiere un aura falsa; operan bajo el espejismo de que no se enriquecerán con dinero del erario público. Así, una gran parte de la ciudadanía se está dando un balazo en el pie por negarse a contar con políticos profesionales, que sin importar su sello ideológico trabajen con eficiencia y responsabilidad, con un salario digno y una opción de vida de tiempo completo. Prefieren un político de ocasión que uno por vocación, en la lectura weberiana del poder.
Atrapados entre la máxima de Atlacomulco de “un político pobre es un pobre político” y el radicalismo de una austeridad que se empeñan en vestir de republicana, no se advierte la reclamada “justa medianía juarista” para procesos electorales y el costo de hacer política, problema para México y la comunidad de países con democracia ―independientemente de su intensidad o salud―. La amenaza del dinero de los poderes fácticos, legales o ilegales, es uno de los riesgos que más envenenan el quehacer político, desanimando a amplias capas de la ciudadanía que terminan por elegir a outsiders de los viejos esquemas de participación política.
La misión de todo partido y más en un país que es una de las primeras 20 economías del mundo es el equilibrio entre lo nacional y lo global. Los partidos están ensimismados en su propia coraza y son incapaces de entender y buscar respuestas a retos nacionales con enclaves allende de las fronteras. El reto migratorio, el climático, el de regular la inteligencia artificial o la desproporcionada fortaleza fantasma de lo financiero sobre la economía real ―calculado por la CEPAL en una peligrosa relación de 14 a 1 de valores― deben encontrar debates para responder a la informalidad económica, a la productividad agrícola, al déficit en la bancarización y créditos al desarrollo, al impacto de la digitalización y la robotización en el mundo laboral, entre otros relevantes temas de la agenda global con impacto directo en millones de habitantes.
Refundar a los partidos también transita por el cambio civilizatorio que representa el nuevo ciudadano global. No es exagerado que la supervivencia de la humanidad tenga esa responsabilidad. De un lado una supranacionalidad en regulación, finanzas, comercio y de otro lado el ciudadano nacional empantanado. ¿Han cobrado un papel responsable en ese sentido los partidos políticos de México en la Internacional Socialista o en la Demócrata Cristiana?
Los partidos en todas las democracias tienen un lazo, como lo dijo Daniel Innerarity; no son capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo e impotentes se quedan ante los que ofrecen una simplificación tranquilizadora. Simplificación que se viste de populismo, el mismo que camina fuera de la política institucional. Toca en esta nueva etapa incierta ver si los partidos son los perfectos equilibristas entre crear un nuevo sistema que edifique porvenir e inclusión o el riesgo de una segregación (como el florecimiento de partidos regionales que son más personalistas en la misma tónica del cúmulo de partidos antes de la creación del PNR). La cuerda está débil, la tiran de cada lado las fuerzas polarizantes de la democracia empequeñecida y sólo queda, parece ser, el abismo sin red.
¿Frente de partidos o nuevos partidos?
La demolición que está haciendo Morena desde el poder afecta las bases del pluralismo político, a las minorías y los propios contrapesos que la República mexicana construyó con un fin: poner límites al presidencialismo exacerbado, profundizar la misión de contrapeso de un Legislativo sin mayorías y un Poder Judicial, más la construcción de órganos autónomos especializados en diversas materias. Hoy los contrapesos sufren una regresión en la vuelta a un maxipresidencialismo que desdeña al contrincante político y compromete los fundamentos de una mínima democracia.
La definición de las urnas ofreció una realidad contundente y desafiante con interrogantes en la correa de la cosa pública y en los mecanismos para encauzar la participación política y presentarse a las elecciones ¿Dónde están los partidos políticos en México? ¿Cómo se dibujará el nuevo sistema de partidos? ¿Habrá oportunidad de partidos nuevos? Responder esas interrogantes va más allá de los partidos actuales, inclusive del ganador que, en un nuevo autoritarismo, desdeña al contrincante político, como lo prueba su insistencia en la sobrerrepresentación en las cámaras.
Los grandes partidos históricos como el PSOE en España, el Laborista en Reino Unido o la Socialdemocracia y la Democracia Cristiana en Alemania, el Socialista francés y la nueva conformación de un Frente, dan muestras de ser un dique para contener a las fuerzas más reaccionarias de la ultraderecha y sus demonios, todavía. Los movimientos son temporales, fugaces, llevan un todo y un nada, son la manifestación libertaria en la calle y, después, todos a sus casas, como recuerda Raffaele Simone en El hada democrática. El propio Morena al definirse como movimiento y no como partido retrata una fragilidad estructural. Después, el Frente exige voluntad política con un ingrediente adicional, la conformación de partidos estructurados, ágoras para el debate público, pero también para buscar soluciones a las diversas problemáticas. México está en ese trance, entre validar el autoritarismo que “blindó” un voto mayoritario o dar batalla desde las minorías en crear un nuevo sistema de partidos capaz de darle anticuerpos de credibilidad a nuestra democracia que hoy presenta una regresión. Parafraseando a Churchill, la realidad se impone, no se buscará la siguiente elección sino dar solvencia de rumbo democrático a las futuras generaciones de mexicanos. EP
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