En México, a pesar de los esfuerzos por incluir más mujeres en la política, persisten desafíos. Las dirigencias partidistas limitan su participación real, reflejando la baja representación femenina en cargos legislativos. Superar estas barreras es crucial para una democracia genuina y la equidad de género.
De cómo los partidos se resisten a la paridad [y a la democracia]
En México, a pesar de los esfuerzos por incluir más mujeres en la política, persisten desafíos. Las dirigencias partidistas limitan su participación real, reflejando la baja representación femenina en cargos legislativos. Superar estas barreras es crucial para una democracia genuina y la equidad de género.
Texto de Flavia Freidenberg 06/05/24
El mundo de la política se ha caracterizado por la ausencia de las mujeres, a pesar de que ellas suelen ser la mayoría del padrón y de las militancias partidistas; además, son quienes más votan en las elecciones. En las últimas décadas, México ha sido uno de los países que más esfuerzos ha realizado por romper esas dinámicas de exclusión. La presencia de las mujeres a nivel legislativo nacional y subnacional ha crecido de manera significativa, gracias a las reformas electorales, a la voluntad de las instituciones y a la capacidad de movilización de las feministas y del movimiento amplio de mujeres. Aun así, las transformaciones todavía son insuficientes. Por ejemplo, los datos relevados por el Observatorio de Reformas Políticas en América Latina evidencian que de los 6 mil escaños que han estado en disputa desde 1988 en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, sólo 1600 han sido ocupados por mujeres, lo que supone un escaso 26.66 por ciento.
Las resistencias, los obstáculos y las simulaciones aún son muchas. Las mujeres deben hacer más esfuerzos que los hombres cuando quieren ejercer sus derechos en igualdad de condiciones. Los problemas tienen que ver con el poder. Dado que las dirigencias se habían reservado históricamente el derecho a nominar las candidaturas —un poco a su antojo—, no les ha sentado del todo bien tener que cederlas. Una de las estrategias que esas dirigencias han desarrollado para subvertir los candados de la paridad fue designar como candidatas a mujeres que ellos consideraban como “propias”, con quienes tienen relaciones de subordinación, dependencia y/o vínculos familiares. En la práctica, muchas candidatas tienen un vínculo tan fuerte —de admiración, de respeto, de lealtad e incluso de sumisión— que evitan priorizar sus propias agendas —incluidas las feministas y/o progresistas— para no cabrear a los liderazgos de sus partidos.
De ahí que los principales retos —y los obstáculos más fuertes— no sean necesariamente para todas las militantes sino, especialmente, para aquellas que desafían el poder establecido, cuestionan las formas y los símbolos y cuentan con estilos de liderazgos transformacionales, capacidad crítica y carreras políticas autónomas. Estas líderes suelen competir en un escenario desigual, ignoradas por sus dirigencias y enfrentadas a un mundo que reproduce formas patriarcales de interacción. Sus partidos son los que continúan operando sobre la base de esas viejas normas, costumbres y rituales —formales e informales— que las obstaculizan, aun cuando las reglas estatutarias y/o estatales incentivan la participación de todas en su diversidad.
En la práctica, la construcción de la paridad democrática evidenció esas prácticas nocivas. A pesar de todos los esfuerzos institucionales, políticos y culturales realizados en las últimas décadas, las prácticas discriminatorias continúan: los liderazgos masculinos desafían las leyes ya aprobadas y a los acuerdos conseguidos, amenazando con reformarlas; segregan a las mujeres a las bases de los partidos; las esconden del electorado; las violentan física y digitalmente; las ocupan en tareas de cuidado; las hacen aparecer “como floreros” en actos públicos, acompañando a dirigentes (hombres) en sus actividades, que suelen ser los únicos que hacen uso de “la voz” e, incluso, hacen que las candidatas sean moneda de intercambio político hacia distritos no competitivos que los partidos saben que van a perder y/o en puestos en la lista que nadie quiere ocupar.
Los partidos continúan estando “generizados”. Las mujeres no tienen las mismas oportunidades que los hombres cuando quieren dirigir la organización, acceder a las candidaturas, contar con recursos públicos, hacer campaña, tener voz pública —crítica— y/o gobernar. Hace ya más de 20 años mostramos junto a Steven Levitsky, que los partidos políticos latinoamericanos suelen funcionar como organizaciones informales. Estudios más recientes, como el que publicamos en La representación política de las mujeres en México (INE e IIJUNAM 2017), evidencian que junto las dinámicas informales, los partidos mexicanos tienden a tener normas no escritas que suelen privilegiar —y enfatizar— el expertise masculino, reproduciendo diferencias sustantivas en el modo en que hombres y mujeres hacen política.
Esta forma desigual de hacer política no es otra cosa que una mala manera de hacer política. La tenemos tan internalizada que pensamos que es normal. Esas decisiones, prácticas, simulaciones y silencios son formas de violencia política contra las mujeres por ser mujeres, es decir, acciones (u omisiones), basadas en elementos de género, que limitan, anulan o menoscaban sus derechos políticos. Sean cuales sean las características morfológicas de los partidos, su nivel de institucionalización, su posición ideológica, su edad o tamaño, los hombres continúan dominando la arena política, estableciendo las reglas y los sentidos que justifican sus decisiones, distribuyendo los recursos y definiendo los estándares de lo que debe ser el statu quo y de cómo debe respetarse el orden público. Esas formas discriminatorias afectan a las mujeres, pero también a los grupos étnicos, a la población con orientaciones sexuales diversas y/o a las personas en situación de vulnerabilidad.
Estos vínculos políticos suelen pensarse como el costo que las mujeres deben pagar si quieren participar en la vida pública y continúa siendo una de las principales deudas de los partidos con la igualdad sustantiva. La democratización real —y no simulada— de las organizaciones de partidos es un reto urgente en un contexto de alta polarización, sentimientos antipartidistas y erosión de la democracia. Muchas dirigencias continúan viviendo en un mundo en el que no entienden que no entienden o, entendiendo, prefieren no hacer caso ni cambiar las prácticas discriminatorias que cruzan la vida pública. En cada vez más países surgen nuevos liderazgos que canalizan los sentimientos antipolítica partidista tradicional y, aunque no creo que esto sea por el modo en que los partidos tratan a las mujeres, lo cierto es que vamos hacia un precipicio de desconexión cada vez mayor entre la ciudadanía y los partidos tradicionales.
De ahí que haya que pensar formas más innovadoras y eficientes para fortalecer a los partidos (a todos, de cualquier corriente e ideología política y no sólo a los nuevos o a los que coinciden con mi manera de pensar). No nos queda otra que procurar recetas y estrategias para reinventarlos y reconectarlos con alguna parte de la sociedad. Como he desarrollado en El círculo virtuoso: de cómo recuperar la iniciativa democrática en América Latina, los partidos necesitan construir un nuevo acuerdo sobre cómo ejercer el poder; renovarse, profesionalizarse y modernizarse; transformar el modo en que se comunican internamente y con la sociedad y, ya que están, aprovechar para (des)generalizar sus reglas, sus valores, sus prácticas y sus rituales. Cada vez descreo más de esa sentencia que sostiene que los partidos van a desaparecer, pero entiendo el descontento generalizado de la ciudadanía con la forma tradicional de hacer política.
La experiencia enseña que la democracia sin partidos no es democracia. Tampoco lo es un sistema de partido único o un sistema con un partido hegemónico y una pléyade de partidos satélites que compiten en las elecciones en condiciones inequitativas y sin posibilidad de alternar en el poder. La nueva política exige una profunda transformación de los paradigmas e implica abandonar esas formas añejas de hacer política, basadas en la confrontación constante, los discursos excluyentes y las burbujas amigo-enemigo. La nueva política supone diálogo, capacidad de escucha, colaboración y cooperación interna.Este proceso implica incorporar nuevas herramientas —como la inteligencia artificial o las nuevas tecnologías de la información— en el funcionamiento de las organizaciones partidistas, en su relación con la militancia y en sus vínculos con la ciudadanía. Todos estos elementos resultan fundamentales para que el sistema político pueda generar sus propios mecanismos de autoprotección —como el pluralismo, la integridad, la inclusión, la eficiencia organizativa y el control político—. No es un problema menor. Por el contrario, los partidos son actores claves para la resiliencia democrática. EP
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