Olímpicas Ana Vanegas, la remera que fue pescadora

El periodista Aníbal Santiago retrata a una serie de mujeres que están haciendo historia en el deporte. Son las Olímpicas y, en esta entrega, presentamos a Ana Vanegas: “No tengo idea donde lo voy a parquear, tendría que aprender a manejar. La otra opción es venderlo y comprar una lancha: vivo en una isla y en mi familia tenemos botes pequeños de remo”.

Texto de 29/06/21

El periodista Aníbal Santiago retrata a una serie de mujeres que están haciendo historia en el deporte. Son las Olímpicas y, en esta entrega, presentamos a Ana Vanegas: “No tengo idea donde lo voy a parquear, tendría que aprender a manejar. La otra opción es venderlo y comprar una lancha: vivo en una isla y en mi familia tenemos botes pequeños de remo”.

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Ana Felipa sabía que cuando el sol de mediodía iluminara el cráter del volcán Mombacho, las atarrayas, esas redes blancas como medusas con que pescaba sábalos, guapotes, gaspares, debían estar repletas, encandilar a quien las viera de tanta escama húmeda, palpitante y brillosa. Por eso, la jornada pesquera de la niña nicaragüense de Las Isletas arrancaba muchas horas antes, a la madrugada, entre los canales de la selva tropical.

Abría los ojos en El Arado, uno de los 365 pequeñísimos islotes del departamento de Granada, caminaba hasta el sencillo muelle del pedazo de tierra rodeado de agua dulce donde nació en 1992, y con su hermano mayor abordaba una panga. Por los rincones donde había más vida submarina, el bote de madera iba deteniéndose en un viaje impulsado por sus brazos: los bíceps y tríceps de Ana y Vicente, aunque de proporciones infantiles, jalaban y jalaban los remos, se inflamaban con su poder muscular para poder volver a casa y entregarle a su mamá, Mayra, peces suficientes. En esos días de los años ’90 la mujer abría las redes y llenaba cubetas: el día apenas nacía y ya estaba equipada para vender en el mercado de Granada esa cosecha pesquera dentro del gran Lago Cocibolca.

Mientras tanto los hermanos, tras la faena laboral al amanecer, se subían otra vez a la panga pero ahora para ir a la Escuela Primaria La Esperanza, a la que todos los alumnos llegaban en botes que amarraban justo enfrente de los salones. Y entonces sí sacaba su lápiz y libreta aquella niña de uniforme gris y azul, Ana Vanegas, dos décadas después la remera más poderosa de Centroamérica. 

Hoy muerde sonriente sus medallas ante las cámaras, y en seguida la deportista de Nicaragua suele explicar la razón de su genio: para los 1200 habitantes de Las Isletas remar es insustituible. “No nos enseña nadie: es necesidad para ir a la escuela, el mandado, la pulpería. Para todo”.

Quien no reme tendrá dificultades para vivir, y también las tendrá quien tenga una familia con un padre enfermo crónico, cuatro hermanos, y en el segundo país más pobre de Latinoamérica pretenda estudiar: Ana abandonó la escuela al concluir la Educación Básica para pescar mañana y tarde, y también cultivar plátano y coco. “Por la situación económica solo vivía ayudándole a mi mamá en la pesca o siembra –explica-, y no pensaba volver a estudiar”.

El fervor por la competencia, que en días la pondrá a prueba en los Juegos Olímpicos de Tokio, fue muy fuerte. En Mateare, un pueblito a las orillas del Lago Xolotlán, para contender entre ellos cada año pescadores de todo el país se reúnen en sus rústicos botes pintados en vieja madera de colores vibrantes, rojos, rosas, verdes y con nombres como “Los Pájaros” o “Dios Proveerá”. Con 18 años y pese a que no era habitual que las mujeres participaran, Ana se animó a ir a uno de esos torneos. Sin imaginarlo, el día de la primavera de hace una década que transformó su existencia no solo la verían las multitudes de la zona que se acomodan ansiosas de pie en la arena para apoyar a gritos a sus paisanos, sino los entrenadores de la Federación Nicaragüense de Remo. Siempre al acecho de los mejores remeros hombres en los lagos cercanos al Océano Pacífico, ese abril los buscadores de talentos querían adentrarse en una actividad novedosa: detectar remeras. Las mejores mujeres también serían reclutadas. Ana ganó su prueba y de inmediato recibió la propuesta de unirse a la selección nacional. “Yo no tenía idea de lo que era el remo olímpico”, admite. Aunque desde fuera uno piense que era lo mismo que ya había hecho de niña, pasar del remo utilitario a la disciplina olímpica implicó cambios drásticos. Sus brazos ya no se movían en círculos sin límites, sino debían impulsarse limitados a las cuadernas fijas que los remos atraviesan a los costados de la balsa. El carro donde se apoyan las caderas sí era móvil, de modo que las piernas también ayudaban a propulsar la embarcación. Y por último se adecuó a algo que al inicio fue extrañísimo: tenía que sentarse con la vista hacia popa, dando la espalda a la dirección del movimiento que el vehículo tiene.

Los requerimientos técnicos no fueron sencillos, pero el verdadero reto fue el esfuerzo físico, mucho más intenso de lo que imaginó: “Al principio -precisa-, las ampollas”. Pero pronto se le volvieron callos y las dolorosas laceraciones desaparecieron. “Superé todo eso. Sentí que iba a mejorar mi vida, y que viajaría a otros países”.

El primero, El Salvador: el gobierno nicaragüense argumentaba no tener dinero para comprar las embarcaciones Hudson que llegan a costar 15 mil dólares (300 mil pesos mexicanos), y hubo que recibir el auxilio de las instalaciones y los implementos del país vecino, al que Ana se mudó a vivir con sus compañeros de equipo.

Con el tiempo, el deporte oficial nicaragüense hizo cuentas: comprar las embarcaciones y tener el centro de entrenamiento de remo en Las Isletas sería mucho más barato. Además, en ese espacio natural abierto y espléndido, entre grullas y garzas, la federación podía ir evaluando a la población local para seleccionar a los mejores niños y adolescentes que darían forma a una potencia remera continental. Para ese momento, Martín Álvarez, el entrenador nacional, ya estaba convencido de que la destreza y la potencia de Ana estaban fuera de rango. Decidió que ciertos entrenamientos la joven los hiciera con el equipo masculino.

La exigente rutina de pescadora fue mutando a la de una atleta de alto rendimiento. Se levantaba 5 am, navegaba de 6 a 8, hacía estiramientos y acondicionamiento físico, volvía a casa a las 10. Desayunaba, ayudaba en casa, comía, y volvía a entrenar por la tarde. 

Para 2017, Ana Vanegas, de 25 años, había tomado aviones, conocido otros países y competido contra remeras de élite. Los XI Juegos Deportivos Centroamericanos, con sede en su país, definirían a fines de ese año su jerarquía en la región. A su lado estaban Vicente, su hermano y también seleccionado, su media hermana menor y coequipera, Evidelia González, y Nelson Simón, ex remero olímpico cubano, dos veces oro en Juegos Panamericanos y célebre entrenador.

El panorama era fantástico. Ana crecía, se superaba a sí misma, era puro entusiasmo y disciplina. Pero un mes y medio antes de aquella competencia recibió una noticia: su padre había muerto. “Un accidente”, se informó públicamente. ¿Qué representaba para su vida ese hombre del que nunca hablaba? “Mi papá se dedicó al vicio. Aunque era así, se sentía orgulloso y siempre hablaba de nosotras”, declaró conmovida al recordar a un pescador víctima de un país siempre hundido en el desamparo.

“Olas picadas, viento fuerte y sol candente en Las Isletas”, fue el parte atmosférico de El Nuevo Diario el gran día del debut de Ana en los Juegos Centroamericanos. Su mamá, primos, hermanos, forzaron sus pulmones en el embarcadero para apoyar a la morena que competía en remo sencillo en la carrera más trascendente de su historia. Mil 500 metros y seis minutos 29 segundos después, Ana ya era la remera centroamericana número uno. Con el uniforme albiazul de su país y hablando casi exclusivamente con su mirada radiante, observó a un reportero que alzó la voz: “Medalla de oro, ¿qué significa para ti?”. Detrás de la sonrisa desbordada se le hizo un nudo en la garganta: “es difícil no llorar”, dijo. Estaba recibiendo la medalla dorada exactamente en Las Isletas donde a los cinco años se hizo remera, pero sin que su padre la viera.  

Días más tarde, ahora en el barco de regata junto a su hermana Evidelia, repitió la medalla de oro, esta vez por equipo. Ana Felipa Vanegas Jarquín concluía el certamen internacional con dos oros.

Fortalecida por la victoria, pensó que era buen momento para volver a las aulas. Comenzó a estudiar Educación Física en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua a los 25 años, es decir, rodeada por compañeros siete años más chicos.  

Con la fama intempestiva y en vestido de noche, Ana llegó a la Gala Olímpica 2018 nominada como deportista del año. De pronto, vio su nombre en la pantalla gigante, escuchó que era nombrada “reina” y tímida subió al escenario a buscar su premio: como si recibiera un animal exótico tomó entre sus dedos las llaves de un auto nuevo. Fue sincera: “No tengo idea donde lo voy a parquear, tendría que aprender a manejar. La otra opción es venderlo y comprar una lancha: vivo en una isla y en mi familia tenemos botes pequeños de remo”. 

Con todo y el coche inusable en su isleta El Arado, Ana salió de esa fiesta glamorosa pero se mantuvo firme en su bote, la catapulta a los próximos Juegos Olímpicos. Clasificó como una de las cinco mejores remeras del continente en los Juegos Panamericanos Lima 2019. 

En unas semanas saldrá uniformada al Canal del Bosque de Mar de Tokio para medirse con las 262 mejores remeras de 80 naciones y representar a su pequeño país, arruinado por la pobreza, herido políticamente y reprimido hasta las rejas y la sangre por pensar distinto al gobierno de Daniel Ortega.

Seguro quiere una medalla, pero cuando a la deportista de 28 años le preguntan por su sueño, responde que lo que más desea es enseñarles los increíbles alcances del remo a los niños de Las Isletas que jalan agua desde que aprenden a caminar.

Ana vuelve a su origen. EP

+++ Con información de Nueva Visión YouTube, El Nuevo Diario, Vos TV, La Prensa, Vivanicaragua13, nicaragua-travel-guide.com, Nuevaya.com.mi y Labitacora.es

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