Elecciones en Venezuela: entre el fraude y la izquierda

En este texto, César Morales Oyarvide discute sobre las pasadas elecciones presidenciales en Venezuela y las posibles estratagemas que pudieron haber sido empleadas por Nicolás Maduro para asegurar su triunfo.

Texto de 27/08/24

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En este texto, César Morales Oyarvide discute sobre las pasadas elecciones presidenciales en Venezuela y las posibles estratagemas que pudieron haber sido empleadas por Nicolás Maduro para asegurar su triunfo.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Se cumple un mes de las elecciones del 28 de julio en Venezuela. En medio de protestas, más de dos mil detenidos y una veintena de personas fallecidas, el Tribunal Supremo ha avalado una reelección de Nicolás Maduro que resulta “difícil de creer”. Durante las últimas semanas, los críticos del chavismo han enfocado sus esfuerzos en demandar la publicación de las actas como prueba del respeto a la voluntad popular. En ese contexto, una dimensión de la manipulación electoral del gobierno ha quedado desdibujada, pese a ser la regla entre los nuevos autoritarismos: la que se realiza antes de las elecciones. Discutir este fenómeno permite entender mejor la forma en que operan regímenes como el venezolano e ilustra varios de los dilemas de la izquierda contemporánea.

“[…]el Tribunal Supremo ha avalado una reelección de Nicolás Maduro que resulta “difícil de creer”.”

El chavismo: del entusiasmo al desencanto

No exagero si digo que, para quienes nacimos en los 80 y nos consideramos parte de la izquierda, el ascenso del chavismo fue uno de los mayores hitos políticos de nuestra juventud. Personalmente, aún recuerdo el multitudinario acto en el que Hugo Chávez fue ovacionado cuando visitó mi universidad en Madrid, una mañana de 2004. Luego del fracaso del “socialismo real” y décadas de hegemonía neoliberal, el gobierno del “Comandante” fue la punta de lanza del “giro a la izquierda” de América Latina. Su influencia trascendió no solo los confines del subcontinente, sino la existencia física del propio Chávez.

Hoy, a veinticinco años de la primera victoria del chavismo, lo trágico de su degeneración solo se compara con el entusiasmo inicial que despertó. Y es que el chavista fue desde el primer momento un proyecto de contradicciones. Más allá de la personalidad avasalladora del coronel, una auténtica máquina generadora de carisma, su gran promesa fue la de ser un correctivo plebeyo a una política que era democrática solamente en las formas. Financiado por el boom petrolero y enfrentado a una oposición que pronto perdió su credibilidad con un golpe de Estado, durante años el chavismo mantuvo viva una tensión entre una agenda democratizante y a favor de los más pobres y unas pulsiones, si no abiertamente autoritarias, sí definitivamente anti-liberales. Fueron los tiempos de las misiones sociales, el programa Barrio Adentro, la reducción a la mitad de la pobreza.

Bien: esa tensión —que es, en esencia, la paradoja del populismo— hace tiempo que no existe. Así como hace veinte años era deshonesto decir que el chavismo era un proyecto autoritario, hoy resulta ingenuo afirmar que Maduro encarna un régimen democrático.

Que hablen las actas

Venezuela se convirtió en una autocracia cuando en 2015, apenas dos años después de la muerte de Chávez y luego de perder unas elecciones legislativas, Maduro disolvió el parlamento opositor para sustituirlo por una asamblea oficialista. Desde entonces, en el marco de una crisis económica —de la que son responsables, dejémoslo claro, tanto las sanciones externas como las decisiones del propio gobierno— y un éxodo convertido en una auténtica emergencia humanitaria, el régimen ha acelerado una deriva cada vez más cleptocrática, militarista y, a últimas fechas, también evangélica. Es en ese contexto en el que se celebran las últimas elecciones presidenciales, en las que Maduro se declaró ganador por poco más de un millón de votos.

Durante las últimas semanas, en un reclamo que recuerda a las exigencias del lopezobradorismo tras las elecciones de 2006, la demanda por hacer públicas las actas electorales de los comicios se ha convertido en una especie de mantra, compartido por opositores, observadores internacionales y diversas figuras de la izquierda. El presidente chileno Gabriel Boric, por ejemplo, demandó este acto de transparencia como prueba indispensable ante una victoria “difícil de creer”. Más cercana a Caracas, la exmandataria argentina Cristina Fernández pidió durante una visita a México “que se publiquen las actas, por el propio legado de Chávez”.

La centralidad que ocupa la jornada del 28 de julio en la discusión en torno al carácter del régimen venezolano es en sí misma reveladora. El hecho de que se considere probable que el gobierno haya alterado los resultados el día de la elección habla de un autoritarismo tan burdo como caótico. Sin embargo, y aunque parezca paradójico, limitar nuestra discusión a lo que haya ocurrido ese día puede resultar engañoso. Como mínimo, puede darnos una imagen incompleta de la manera en la que operan gobiernos como el de Maduro. Por ello, es preciso ir más allá de la jornada electoral y observar lo que ocurrió semanas o meses antes del 28 de julio. En otras palabras, pensar en otra modalidad de fraude, más astuta y estratégica, que hoy es práctica común en los nuevos autoritarismos.

La metamorfosis del fraude

Uno de los obstáculos que impide a observadores de buena fe catalogar como autoritario al régimen venezolano es la persistencia de cierta concepción —permítaseme la palabra— idealizada de lo que es una dictadura. Es natural: si nuestra imagen mental del autoritarismo son los regímenes del siglo XX que llegaban al poder a sangre y fuego o tenían campos de concentración y exterminio, seremos cautos a la hora de lanzar la etiqueta. El problema de este tipo de razonamiento es que nos impide ver las transformaciones de las autocracias realmente existentes, en cuyo centro está un fenómeno que la ciencia política ha llamado “erosión democrática”.

En uno de los textos más influyentes de esta literatura, la profesora Nancy Bermeo muestra cómo, durante los últimos años, las formas más descaradas de erosión se han vuelto menos comunes y han sido reemplazadas por procesos más sutiles, muchas veces legitimados por las propias instituciones democráticas. Uno de ellos es el fraude electoral. La evidencia sugiere que, en términos agregados, las “trampas” electorales no han disminuido respecto al pasado, pero hay consenso en que el fraude abierto es cada vez menos frecuente. En los nuevos autoritarismos, prácticas como el robo de urnas o la falsificación de actas han sido sustituidas por lo que Bermeo llama “manipulación electoral estratégica”, un conjunto de acciones encaminadas a inclinar el campo de juego a favor del gobierno. Ejemplos de esta manipulación son los cercos informativos, el uso de recursos públicos para fondear campañas políticas oficialistas, la inhabilitación de candidatos opositores, la obstaculización del registro de votantes, la designación de autoridades electorales a modo o el acoso a adversarios.

“[…] las “trampas” electorales no han disminuido respecto al pasado, pero hay consenso en que el fraude abierto es cada vez menos frecuente.”

La novedad —y el peligro— de esta estrategia radica en que muchas de sus acciones suelen ocurrir antes de las elecciones y muy rara vez implican abiertas violaciones a la ley. En la actualidad, solo los autócratas amateurs se roban las elecciones en las urnas. Los más experimentados no necesitan hacerlo.

Con que se piense un poco, el régimen de Maduro ha llevado a cabo prácticamente todas las maniobras identificadas por Bermeo: impidió a la principal líder de la oposición, María Corina Machado, aparecer en la boleta, acosó y detuvo a varias personas del entorno opositor, limitó seriamente el derecho al voto de los más de cinco millones de venezolanos fuera del país (muchos de ellos anti-chavistas) y mantiene como presidente del Consejo Nacional Electoral a un exdiputado del PSUV, el partido del gobierno. Y todo lo hizo antes del 28 de julio.

Un paréntesis mexicano

Con nuestra larga historia de fraudes electorales, sería extraño que México fuera ajeno a esta metamorfosis. Volvamos a 2006. En dichas elecciones, la diferencia entre Calderón y el entonces candidato López Obrador fue de apenas 0.58 %. Como se sabe, mientras que para el PAN los comicios fueron los “más limpios y transparentes de la historia”, AMLO sostuvo que una “mafia” le “robó la presidencia”. Se trata de un tema que aún polariza a la sociedad mexicana y uno de los mitos fundantes de Morena y la 4T.

Ahora bien, como explica Rodrigo Castro Cornejo, el lopezobradorismo no mantuvo un discurso único sobre el fraude. Al contrario, pasó por varias etapas, desde acusar un ataque cibernético a señalar la existencia de votos “escondidos”, para finalmente centrarse en la tesis de “errores” en el conteo. Como resultado, las autoridades electorales ordenaron un recuento parcial, pero no se encontró un sesgo contra la candidatura de AMLO. En lo que sí existió coherencia fue en que lo denunciado era un fraude a la vieja usanza, perpetrado el día de la elección, de lo cual hoy existe realmente poca evidencia.

¿Significa eso que la elección de 2006 fue limpia y justa? En absoluto. Su principal problema, como pasa hoy en Venezuela, radicó en su carácter inequitativo de origen. Más que por irregularidades en el conteo de votos, su naturaleza fraudulenta se explica por una serie de acciones coordinadas y deliberadas que inclinaron el campo de juego en favor del candidato del gobierno, tal y como apunta Bermeo. Para muestra está lo documentado en 2010 por Sergio Aguayo en su libro Vuelta en U. Dicha obra documenta, además del intento más obvio de alterar a priori el resultado de la elección con el desafuero de López Obrador, la constante intervención del presidente Fox para beneficiar a Calderón, la participación de organizaciones empresariales que financiaban campañas negativas, las declaraciones de la jerarquía católica y la movilización corporativa del SNTE y varios gobernadores del PRI a favor del PAN. En una elección que acabó definiéndose por menos de un punto porcentual, la cuestión no es solo que estos actos se hayan llevado a cabo, sino que hayan sido determinantes en el resultado.

Dilemas de la izquierda

Hoy existe un justo reclamo para que, en su posicionamiento ante lo ocurrido en Venezuela, el lopezobradorismo retome causas que les son propias, como la de la transparencia electoral: el “voto por voto, casilla por casilla”. A esta demanda habría que añadir otra, acaso más profunda y pertinente, la de llamar la atención sobre esta nueva modalidad del fraude a través de la alteración del campo de juego, sufrida igualmente por la izquierda mexicana. Si insisto en este paralelismo es porque existe una importante corriente de opinión que hoy guarda silencio o avala el fraude perpetrado por Maduro. ¿Cuál es el origen de este doble rasero? No creo que exista una respuesta única, pero podemos comenzar a identificar una serie de motivos.

Una respuesta posible es el peso de cierta cultura de la vieja izquierda, presente también en su “relevo generacional”, más preocupada por mantener una pose de lealtad hacia consignas y entelequias que por el bienestar de los pueblos con los que dice solidarizarse. Otra es la lógica tribal que domina la competencia política, en la que la perspectiva de una victoria del adversario es tan abominable que, para evitarla, es válido recurrir a cualquier método. Está también la búsqueda de no “hacerle el juego a la derecha”, en la que caben desde la oposición venezolana hasta oligarcas como Elon Musk. Objetivo honesto, sí, pero desencaminado, pues pocas cosas le han dado más munición a quienes equiparan a la izquierda con incompetencia económica y violaciones de derechos humanos que el propio régimen de Maduro, como apunta Pablo Stefanoni.

“[…] existe una importante corriente de opinión que hoy guarda silencio o avala el fraude perpetrado por Maduro.”

Con todo, quizá el factor más preocupante sea una metamorfosis dentro de un sector del izquierdismo, para quien la degeneración de proyectos como el chavista parece haber generado la idea de que para hacer avanzar una agenda igualitaria hay que sacrificar principios democráticos como los frenos a la concentración del poder o la equidad en la competencia, cuando de lo que se trata es de conseguirlo todo. Y aquí, de nuevo, hay que volver a Bermeo, pues conocer las nuevas formas de erosión democrática es condición necesaria para poder combatirlas, no solo cuando están presentes en el campo adversario, sino cuando amenazan con abrirse camino en el nuestro. EP

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