E – Zeta – Ele – Ene: dos memorias diminutas

El 1º de enero de 1994 se levantó en armas el EZLN. Los acontecimientos que sucedieron después, a lo largo de treinta años, dejaron una huella en la memoria y la mirada de dos niñxs.

Texto de & 08/01/24

El 1º de enero de 1994 se levantó en armas el EZLN. Los acontecimientos que sucedieron después, a lo largo de treinta años, dejaron una huella en la memoria y la mirada de dos niñxs.

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I.

El sonido metálico de las campanas del pueblo llegó hasta nuestros oídos. Inmediatamente intuimos que algo extraordinario ocurría. No era un lunes de rituales nacionalistas, pero, como si lo fuera, nos formaron en filas en el campo de fútbol donde cada primer día de la semana rendíamos honores a la bandera mexicana. Esta vez no se trataba de quedarnos a cantar el himno nacional a todo pulmón para calificar a los concursos que cada año el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca celebraba. En esta ocasión había algo más que nos convocaba a salir de las aulas y de los protocolos indigenistas de la educación posrevolucionaria. 

Entre juegos, burlas, gritos y extrañeza emprendimos la marcha hacia la plaza comunal. Recuerdo aquella mañana cuando marchaba al lado de una querida amiga. Ambas éramos dos niñas de ocho años. En ese tiempo nos unía el sueño de nadar durante días enteros en el río de nuestro pueblo. Deseábamos seguir sus cauces hasta llegar al lugar donde terminaba aquella larga serpiente fluvial. Nuestra principal inquietud era descubrir hacia dónde iba el río. Alguna de nosotras, un día, escuchó una historia de otra niña, cuya abuela era comerciante y solía contar los viajes que hacía a los territorios sin montañas, donde los paisajes eran planos con lagunas saladas y vientos incesantes. Ella decía que allí era donde desembocaban todos los ríos, donde vivían y cantaban las tortugas. Poco a poco se fue murmurando entre las niñas la idea de que quien pasara más tiempo en el río llegaría a las lagunas y después a la mar. Desde que escuchamos esa historia, mi amiga y yo nos dispusimos a vivir en el río hasta convertirnos en tortuga, en anguila y, por qué no, hasta en un sapo. Esa mañana mientras seguíamos la marcha planeamos nuestra fuga a los territorios lacustres. 

En esas pláticas estábamos cuando llegamos a la plaza del pueblo. Estaba concurrida. Las enaguas de mi abuela, de mi madre, de mis tías y de todas las mujeres se arremolinaban como un torbellino de colores amarrillos, azules, blancos, violetas, rosados. 

Todo era inusual. Los actos cívicos siempre se celebraban en lengua española. En aquella ocasión, en la plaza del pueblo, se escuchaba una voz ceremonial: 

Weje tsajiam awindekay, yomadekay, pendekay. De tej´adame yeji. Minxuke metzan awindekay zapatistas de liberación nacionaldex tøk ange San Miguel tzimalapa. De minxuke de ontsektame junan de tej adame. De dekay de nemja dampa junan tukxi xukpa bi nax.
[Buenas tardes, hermanas, hermanos, mujeres y hombres. Nos reunimos para recibir a un hermano y una hermana entre nosotros. Son del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y han llegado a San Miguel Chimalapa. Vienen a preguntarnos cómo estamos. Vienen a contarnos cómo luchan por la tierra.]

“No podía ver, solo podía oír la voz de una mujer y un hombre que decían ‘somos del color de la tierra’, pero mi amiga y yo nos decíamos ‘no queremos ser tierra, queremos ser río, laguna y mar’.”

Era un acto insospechado, miradas de asombro y desconcierto, pues era una lengua que hacía mucho no se escuchaba en un acto público con la bandera mexicana ondeando. ¿Quiénes nos convocan? ¿Para qué nos reunimos?, nos preguntamos. 

No podía ver a la mujer y al hombre que nos visitaban. Las filas de estudiantes se habían desordenado. Entonces, me empeñé en librar los cuerpos más altos para ver los rostros que emitían aquellas voces foráneas. 

No podía ver, solo podía oír la voz de una mujer y un hombre que decían “somos del color de la tierra”, pero mi amiga y yo nos decíamos “no queremos ser tierra, queremos ser río, laguna y mar”. Miramos nuestros brazos y sí éramos de un color oscuro. Era un color despreciado, por eso siempre entre burlas nos decíamos naxkewi, que en zoque quiere decir percudido, manchado de tierra, moreno, prieto, quemado de sol. Pero en ese momento el color de la tierra se nos revelaba con dignidad y furia. Intuí que algo estaba cambiando y esa sensación solo despertó en mí una curiosidad semejante a la de los mundos acuosos. 

Pronto pude llegar al frente de aquella pareja. Alcance a mirar cuatro ojos negros y cuatro manos gruesas. Hablaban. El tono de su voz era suave, pausada y profunda. “Ja’unkutik sat yelob balumil”, dijeron en una lengua armoniosa. No comprendía todo, de hecho casi no escuché nada, pues una pregunta asaltó mi atención. Cuando terminaron de hablar, quien dirigía la ceremonia exhortó al público a que también compartiera su palabra. Para nuestra sorpresa, quien dirigía la ceremonia era el cura Lino de la diócesis de Tehuantepec, muy famoso en la región istmeña por sus sermones sobre una esperanza posible en las tierras comunales recuperadas.

No pude contenerme y junto con mi amiga pasamos al frente dispuestas a resolver nuestra curiosidad ¿Por qué se tapan el rostro?, preguntamos, ingenuas. Un silencio inundó la plaza del pueblo. En realidad era una pregunta que nos inquietaba a todas las personas presentes. En ese momento no comprendí la respuesta. Sin embargo, aquella pregunta nos convirtió a mi amiga y a mí en sujetos de burlas. Durante varios meses, los niños de quinto y sexto grado en cada receso nos vacilaban con voz chillona ¿por qué se tapan la cara? Nosotras solo queríamos ser transparentes como el río, regresar el tiempo y no haber hecho esa pregunta que nos convirtió en la broma de la escuela. Solo queríamos llegar a las lagunas para cantar con las tortugas.

Aún recuerdo aquella mañana de 2001. Terminó la ceremonia y todas las personas volvimos a casa, a las escuelas y a la vida diaria de la comunidad. En los días siguientes se celebraron asambleas comunales por los conflictos de tierras, desde entonces existentes, entre Chimalapa y Cintalapa. Como toda aquella persona que nace en tierras comunales crecimos jugando en las asambleas mientras nuestros padres y madres debatían largas horas. Durante esas jornadas solo se escuchaba: zapatistas, tierras, los hermanos Castellanos, Casa Blanca, fincas cafetaleras, chiapanecos, incendios… Para nuestros oídos esas palabras eran una suma de hilos que tejían una memoria. Teníamos la sensación de que las asambleas comunales, al igual que la delegación de zapatistas, querían que siguiéramos siendo tierra. 

Nunca habíamos salido a más de 200 km de nuestro territorio. Todo foráneo se nos revelaba como representante de otro mundo. Después supimos por el cura Lino que la pareja de rostros cubiertos viajaban por todo México. Hablaban con muchos mundos. En aquel año era usual que decenas de niñas nos juntaramos para ver películas en la única televisión que había en el pueblo. Cierto día, mientras veíamos la televisión, nuestra película fue interrumpida por una programación en vivo de cientos de encapuchados entrando a la plaza central de México. Una multitud de gentes les acompañaban.

Foto: César Ruiz. Wikimedia Commons

II.

De ese día me queda sobre todo la luz, la plancha desbordada y, a lo lejos pero acercándose poco a poco, el camión abierto desde el que nos saludaban. No sé si alguien me lo ofreció o yo mismo lo pedí, pero en algún punto de esa tarde tomé las manos de dos desconocidos para formar el eslabón más pequeño de esa larga cadena humana. No recuerdo ni siquiera si pasaron frente a nosotros, pero aún puedo distinguir la sensación: viví ese diminuto gesto de respaldo con una solemnidad que, en un niño de diez años, seguramente fue más ridícula que imponente. 

Intento recobrar algo más de ese tiempo, pero me rindo ante la interminable falibilidad de mi memoria. Confundo los días, las secuencias temporales, y es posible incluso que no distinga lo que vi por televisión de lo que logré entrever por encima de los hombros de los mayores que obstaculizaban mi mirada. No recuerdo ningún discurso con precisión: lo único que permanece claro en mi interior es una especie de cacofonía; una sucesión rítmica de letras, consonantes, vocales y palabras que no lograba entonces descifrar por completo: comisión, comandante, concordia, pacificación. E – Zeta – Ele – Ene. E – Z – L – N.

“Esa noche pude ver, desde una cercanía para la que no estaba preparado, los rostros encapuchados de Zebedeo, Tacho, Esther, David, comandantes zapatistas.”

Busco en los archivos digitales intentando imponer un mínimo grado de certeza sobre mis recuerdos y compruebo que, de todos los datos que creí haber guardado de aquellas semanas, el único cierto es también el más absolutamente irrelevante: fue un miércoles. Es posible que, acostumbrado a apuntar la fecha cada día en el cuaderno de cuarto de primaria, esa evidencia cotidiana e incontestable se haya convertido, durante más de veinte años, en mi único asidero: fue un miércoles, de eso estoy seguro. Todo lo demás no ha dejado de ser nunca un misterio.

Puede ser, también, que recuerde ese día justamente porque algo de nuestra rutina entró en suspenso. Habíamos ido de excursión a las faldas de la sierra de Puebla y durante tres jornadas hicimos exactamente lo que se esperaba de nosotros: correr, no prestar atención, reunirnos alrededor de una fogata y comenzar a explorar los últimos linderos de la infancia. 

Esa tarde, sin embargo, recuerdo estar solo y, sobre todo, intentar ver sin lograrlo nunca por completo. Buscaba una grieta entre la puerta y su marco, y saltaba intermitentemente para alcanzar la ventana del cuarto donde, sentados frente a la televisión, se reunieron en silencio todos los maestros. 

Supongo que, por momentos, permanecí quieto, en silencio, sacrificando el deseo de ser testigo por el hecho simple de escuchar. Mi diminuta batalla contra el muro, por supuesto, fracasó. De haber vencido, seguramente no habría sacado nada en claro, y es posible que no fuera siquiera necesario. El acontecimiento entero se resolvía, para mí, en una frase que había escuchado una y otra vez. Como tantas otras ese año, su sentido pleno me eludía, pero había algo en ella que no dejaba de atraerme: los zapatistas iban a hablar ante el Congreso.

Existe, sin embargo, una última posibilidad: recuerdo ese día porque, a esas alturas del mes de marzo de 2001, yo también estaba esperando su llegada. Los había visto dos veces antes. Las fechas son fácilmente identificables ahora; basta cotejar la vaguedad de mi memoria contra la precisión de los comunicados y de las notas de prensa, pero esta vez prefiero mantener intacta la inversión de mis recuerdos. 

Uno de ellos, el más vago, sin embargo el más intenso, sucede de noche. Si me esfuerzo, puedo remontarme a la habitación de mi madre, donde la acompañaba mientras los veía por las noticias, al trayecto en coche hasta la escuela de antropología cuyas siglas conocí también entonces, a las bolsas de granos y a las cobijas que cargamos para colaborar con el campamento, a la tensión difusa pero palpable que rodeaba esa esquina del sur de la ciudad.

Antes y después de todo eso lo que queda, cada vez más acentuado, es solamente el intento de mirar. No puedo saberlo, pero supongo que mi madre me sostuvo todo el tiempo de la mano, concentrada en las palabras que llegaban desde un pequeño templete apenas a unos metros de nosotros. Yo me recuerdo fijo en mi puesto pero balanceándome a los lados, poniéndome en puntillas y torciendo la cabeza para buscar una línea de visión que me permitiera empezar a entender lo que estaba sucediendo frente a mí. 

No lo logré, evidentemente, pero no calificaría jamás ese esfuerzo como un fracaso. Esa noche pude ver, desde una cercanía para la que no estaba preparado, los rostros encapuchados de Zebedeo, Tacho, Esther, David, comandantes zapatistas. No podría hoy repetir sus palabras, pero creo haber percibido algo de su fuerza. Es completamente irrelevante si los niños dicen o no la verdad: lo importante es que pueden escucharla.

Foto: Matthew T Rader. Wikimedia Commons.

III.

Volvimos a estar frente a ellos poco más de diez años después. Durante ese tiempo, la sucesión rítmica de sílabas y voces comenzó a articularse; podíamos ya reconocer fechas, hitos, nuevos sintagmas con un significado y una fonética propias: Caracol Uno, Treceava Estela, Sexta Declaración. Municipio – Autónomo – Rebelde – Zapatista. Marez.

Tuvimos que aprender a ejercitar la escucha y a redirigir la mirada, pero algo de esa primera potencia indescifrable ha permanecido latente detrás de todos los discursos. La serpiente fluvial ha seguido corriendo entre la Tierra y sus guardianes permanecen detrás de las montañas negras. En las ciudades, el concreto no ha dejado de apilarse, pero aun ahí siguen existiendo espacios para guiar la vista. Allí permanecemos, como niñxs: tanteando, sorprendidxs, buscando una ventana pequeñita, demasiado grande para nosotrxs, desde donde podamos asistir a los mundos que faltan por hacer. EP

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