Boca de lobo: Quico y el baile de la indignación

Aníbal Santiago nos ofrece una atinada apología de Carlos Villagrán y su célebre personaje televiso, Quico, a la luz de los amargos comentarios y ataques que sufrió en días pasados.

Texto de 30/01/24

Quico

Aníbal Santiago nos ofrece una atinada apología de Carlos Villagrán y su célebre personaje televiso, Quico, a la luz de los amargos comentarios y ataques que sufrió en días pasados.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Enloquecida, frenética, una multitud brasileña que no vemos pero sí oímos grita enloquecida mientras espera: “¡Quico, Quico, ra ra ra!”. En ese instante, Quico inicia el ascenso por una escalinata con ocho peldaños. Por arriba, abajo, a los costados, al personaje de la televisión mexicana lo cercan fanáticos, trabajadores, guardias, curiosos. Unas 15 personas. Unos lo aplauden, otros lo ven sonrientes, algunos lo cuidan, otros lo graban con su celular y unos más —entre ellos un guardia— lo escoltan ante el furor por su arribo.

En este momento y durante los ocho segundos siguientes, él no sonreirá. Con el traje negro de marinerito, calcetas amarillas, tenis, gorra multicolor y bajo el griterío expectante de quienes lo quieren ver, flexiona una rodilla y sube el primer escalón. Pero al disponerse a superar el segundo, trastabilla.

“Enloquecida, frenética, una multitud brasileña que no vemos pero sí oímos grita enloquecida mientras espera: “¡Quico, Quico, ra ra ra!”.”

Cuando el cuerpo del niño Quico y el actor de 80 años de edad que lo personifica, Carlos Villagrán, podía caer de bruces, varios de esos individuos que lo cercan estiran sus manos para evitar el accidente. El video difundido en redes muestra al menos ocho manos que lo auxilian. Quico hace un movimiento brusco con su brazo derecho, como si les dijera: “Puedo solo” o, más a la mexicana: “No me chinguen, no exageren”.

Del tercero al séptimo escalón, Quico asciende con rapidez, aún serio, y hasta el octavo, en el nivel del tablado, su gesto adusto muta por una sonrisa: ya está en el personaje. Quico se apropia del escenario dando saltitos, haciendo muecas. Agolpada en un patio, la muchedumbre expectante lo recibe con ovaciones mientras las bocinas descargan en portugués el tema de El Chavo del 8 (Chaves, para ellos), el programa que se grabó únicamente 9 años en un solo país, pero que ha estado vivo desde hace 53 en toda Latinoamérica.

¿Y entonces qué sucede? Los brasileños cantan “Qué Bonita Vecindad” y Quico baila, baila unos minutos como bailaría un hombre de 80 años de edad, con sosiego y precaución, pero aún con ligereza. Los fans están contentos, él hace lo suyo.

Y entonces México, el México de las redes, ve el clip, lo divulga, se burla y no tiene piedad: “Hay un momento para todo”, “Descanse”, “Verlo ya tan mayor interpretando a un niño es algo raro”, “Merece una despedida digna”, “Ahorren, amigos. Inviertan en su futuro”, “Ya lo dio todo”, son algunas balas disparadas por miles desde las pantallitas, proyectiles que después se vuelven noticias en la web.

En síntesis, el Carlos Villagrán de 80 años ya no tiene derecho a representar el personaje al que él y nadie más dio vida. Quico, 80 años. Quico, 80 años. Quico, 80 años. El número y las dos palabras se reproducen por miles en pantallas de todos los tamaños junto a la secuencia del tropezón. La sociedad se exaspera y fastidia cuando ve esos tres elementos juntos. Ya no, Quico, lárgate de una vez.

El mundo no perdona la madurez, menos la vejez. ¿Luis Miguel? Miren su pelo implantado. ¿Madonna? Desfigurada. ¿Chabelo? Era una momia. Stallone, Mickey Rourke, Melanie Griffith, Britney Spears, Meg Ryan, Lindsay Lohan. Y no hablemos de las actrices mexicanas, estrellas de juventud en los años 80. ¡Ah, qué horror!

El tiempo, implacable, es el espejo que la sociedad pone frente a sus exídolos para que atestigüen sus arrugas y su piel flácida. El mismo espejo que —seguramente— pone frente a su gente cercana, la que incluso quieren. La gente pide jubilaciones inmediatas e incluso resta méritos para el derecho a vivir. Lo valioso, la obsesión, son las pieles lozanas y tonificadas, los músculos firmes de las etapas iniciales de la vida.

¿Y Carlos Villagrán? ¿No tiene derecho a hacer lo que le apetezca con Quico, el personaje que creó, si el mercado —brasileño o de donde sea— lo demanda o si incluso no lo demanda nadie? ¿No es SU personaje? ¿Sabemos si Villagrán tiene ingresos que le permitan vivir, o no tiene un peso y Quico le asegura la subsistencia? ¿Hace daño a alguien Quico bailando, o solo a las cómodas creencias de lo que asumimos vigente? ¿Por qué enaltecer sin descanso a la hermosa juventud aunque sepamos que nada hay más perenne? ¿Por qué enaltecerla todos los días, a cada minuto, si sabemos que ante el tiempo tampoco nosotros tendremos defensa? ¿La molestia por lo que vemos y nos parece indigno no es en realidad una angustia personal no resuelta: qué será de mí cuando eso me toque?

Carlos Villagrán, o cualquiera, tiene derecho a abrazar lo que quiere ser si no lastima a los demás. Uno solo tiene una vida, y como puede la defiende.

Hace 12 años, cuando le quedaba un hilito de voz y seguía cantando, entreviste a José José y le pregunté algo que aún no sé si debía: “¿Por qué aún canta? Muchos critican que siga cantando”. El Príncipe me dio una respuesta cortita e implacable. “Es mi modus vivendi”, dijo con respeto ante un cuestionamiento como una bofetada. Era su modus vivendi. Es decir, si no cantaba no había vida.

“El mundo no perdona la madurez, menos la vejez.”

¿Interpretar a Quico es el modus vivendi de Carlos Villagrán? Quizá, no lo sabemos. Pero sí sabemos que Brasil aclamó a Quico, e incluso le tendió varias manos cuando en la escalinata el actor estaba por caer.

Y aunque no tengamos por qué aclamarlo, México (una parte) prefirió carcajearse y exigirle: “Ya basta, señor”. Ese México es una muy bonita vecindad. EP

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