Boca de lobo: El Congreso no es un sports bar, una cancha de pádel o un salón de baile

Aníbal Santiago escribe sobre los recientes acontecimientos y escándalos en los que se han visto envueltas figuras políticas como Adán Augusto, Cuauhtémoc Blanco y Sergio Meyer.

Texto de 27/10/25

padel

Aníbal Santiago escribe sobre los recientes acontecimientos y escándalos en los que se han visto envueltas figuras políticas como Adán Augusto, Cuauhtémoc Blanco y Sergio Meyer.

Tú, enfermera de la Clínica Prensa de la Guerrero, un viernes puedes convocar a tus carnalas para que en tu casa se arme un bailongo delicioso que empiece a menear la noche con cubitas y la Cumbia Sampuesana. Tú, mecánico del Servicio Automotriz Orión de la Bondojito, mientras rectificas el cigüeñal de un viejo Dart K un miércoles a mediodía puedes prender la tele y ver si el Barça de Lamine Yamal le hace partido al poderoso París Saint-Germain. Y tú, gerente de la taquería El Charro Ugalde, puedes olvidarte un rato del trompo de pastor para jugar dos horitas en el Club de Pádel Marbella de la Doctores.

En cambio, si te llamas Adán Augusto López y eres senador, no puedes usar tu curul como si fuera reposet de Puerto Vallarta y ver un partido de la Champions mientras comparece un secretario de Estado. Y tampoco, si te llamas Cuauhtémoc Blanco y eres legislador, puedes aprovechar una sesión virtual en la Cámara de Diputados para jugar pádel y votar sudoroso una futura ley cuyo debate ni te molestaste en oír. Y si te llamas Sergio Mayer, aunque tu formación sea de bailarín y no político, tampoco puedes usar el Congreso para un bailongo con La Única Internacional Sonora Santanera.

Algún incauto preguntará: “¿por qué los tres primeros sí pueden pasársela a toda madre y los tres segundos no?”. En principio, porque los desmadritos de los tres primeros están pagados con su lana, o la lana de particulares (el Bacardí, la electricidad para la tele, la renta de la cancha de pádel), y no están usando nuestro dinero, el dinero de nuestros impuestos, el que se recauda en todo momento, desde que compramos un refresco del Oxxo (unos pesitos) y hasta que pagamos la tenencia (miles de pesos).

El dinero de esos congresistas que se la viven a todo dar en horas de trabajo es, digámoslo así, la vaquita de los mexicanos, nuestro ahorradito, coperacha, nuestra tanda, colchoncito, el que juntamos con mucho esfuerzo para que los legisladores sean nosotros.

Y para explicar eso de “sean nosotros” volvamos a los principios de la democracia. Los legisladores son la voz de la sociedad porque no actúan por sí mismos, sino por quienes los votaron. Cada diputada, senador, encarna a una parte del pueblo —un distrito, un estado— y traslada al Congreso las demandas, necesidades, acuerdos y desacuerdos de los 130 millones de mexicanos. Por eso es que la profesión de los legisladores y el uso del dinero público son sagrados. Ellos, en realidad, son nosotros.  

Que vean futbol en una comparecencia, que hagan deporte durante una votación o que usen la Cámara de Diputados para un bailongo no es una anécdota chusca, sino una representación a escala de la descomposición de un país. Una profesión delicadísima, pues nos representa a todos, se tornó una pachanga, cosa no tan grave si no la financiáramos los mexicanos.

Si el país marchara en piloto automático, si gozáramos de seguridad, educación, salud, bienestar económico, bastaría un “no se hagan patos, pónganse a chambear” y pasemos de página. Pero esto es grave. En un país profundamente injusto como México, diputados y senadores tienen la misión de convertir los problemas de la sociedad (pobreza, violencia, corrupción y muchos más) en debates, leyes y decisiones públicas. El Congreso es caja de resonancia de la calle; lo que la calle sufre, reclama, sueña, los legisladores lo vuelven política pública.

El Congreso debe ser un laboratorio de alquimia para el bien. No hay hornos, crisoles, frascos, retortas y metales, sino curules y —en teoría— personas inteligentes, rigurosas y generosas que discuten y reflexionan para que una nación mejore.

El Congreso no es un sports bar, una cancha de pádel ni un salón de baile. EP

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