
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre la infame masacre de Teuchitlán y sobre la indolente respuesta del Estado ante el crimen y la barbarie.
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre la infame masacre de Teuchitlán y sobre la indolente respuesta del Estado ante el crimen y la barbarie.
Texto de Aníbal Santiago 17/03/25
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre la infame masacre de Teuchitlán y sobre la indolente respuesta del Estado ante el crimen y la barbarie.
Escuchar el término “campos de exterminio” nos hace ver cosas aunque tengamos cerrados los ojos. La memoria crea imágenes en la mente, usualmente en blanco y negro: hombres y mujeres de rostros lívidos en atuendos a rayas detrás de alambres de púas, personas desnudas en los huesos muriendo de frío, camiones con cadáveres encimados como reses, montañas de zapatos. Auschwitz.
Teuchitlán, nuestro campo de exterminio, necesitó unos minutos para darnos imágenes que veremos en nuestra mente quizá hasta el día que nos toque morir aunque tampoco tengamos abiertos los ojos: filas de cientos de tenis juveniles, hileras de mochilas de los chicos reclutados a la fuerza por el Cártel Jalisco Nueva Generación y conducidos a ese rancho de Jalisco, fosas de las que se sacan huesos de inocentes, al parecer descuartizados mientras estaban vivos.
Existe otra imagen que nos dejó la semana pasada el horripilante hallazgo del colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, menos explícita y no tan difundida: sobre un pedazo de tierra, entre mechones de hierba y piedras de ese escenario macabro donde multitud de personas eran asesinadas y adiestradas para ser criminales, vemos unas esposas con las que se inmovilizó a un individuo, la portada con la imagen de un cementerio siniestro del libro La última noche antes del fin del mundo del escritor Ángel Olivares y cuatro fotos de niños. ¿Mostraban a una de las víctimas cuando era un menor, eran del o los hijos de una víctima, del o los hermanos de una de ellas? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que están apoyadas no sobre el camposanto repleto de fosas comunes con gente cuya piel y músculos fueron disueltos en sosa cáustica por el cártel del narcotráfico. Las fotos descansan en una Biblia abierta en el Libro de los Proverbios, que en uno de sus versículos dice así: “El camino de los rectos es apartarse del mal; su vida guarda el que guarda su camino”.
En Teuchitlán, sede del infierno y quizá de la noticia más horrorosa de la historia de nuestro país, estaba impresa esa frase que debería guiar la conducta de todos los seres humanos, seamos o no cristianos (ingenua utopía). Ese enunciado del Antiguo Testamento desnuda a los poderosos de México: a los malos que nos dicen “somos malos”, los delincuentes; y también a los malos que nos dicen “somos buenos”, las autoridades (al menos los delincuentes no son hipócritas).
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador —el presidente que una y otra y otra vez se olvidaba del Estado laico y nos recetaba discursos sobre Jesucristo, su máximo ídolo (dicho por él mismo)— encontró en Teuchitlán, a través de una visita de la Guardia Nacional el 10 de agosto de 2019, cuerpos calcinados entre maizales. Primera señal que daba el rumbo jalisciense de que la cosa andaba mal. Luego, el 20 de septiembre del 2024, el gobierno informó en un comunicado que la Guardia Nacional había descubierto una casa de seguridad en ese mismo poblado. Encontraron dos secuestrados vivos, un cadáver, 10 presuntos delincuentes, 4 fusiles de asalto, 2 armas cortas y una granada. Es decir, aunque era la segunda señal del algo jodido, el hallazgo, en comparación con las dimensiones del crimen en México, no representaba nada del otro mundo. ¿Por qué no perforaron la tierra, olfatearon, buscaron más pistas? ¿Cuántas señales eran necesarias para verdaderamente preocuparse? Si se hubieran esmerado en su trabajo habrían hallado algo, ahora sí de otro mundo, espeluznante.
Claro, la hipótesis previa asume que el gobierno fue simplemente ingenuo (cuesta creerlo) e incompetente (no cuesta creerlo). La otra hipótesis es que las dos señales de Teuchitlán sí las tomaran como alarmas de algo terrible y por algún motivo no hayan querido actuar (no cuesta creerlo). Si es así, apremia saber el motivo.
T Research International publicó los números de desaparecidos en los cuatro últimos sexenios: Felipe Calderón: 17,054. Enrique Peña: 34,557. AMLO: 52,575. Y Sheinbaum, apenas en el 5.5 % de su sexenio, 6,633. Era difícil creer que alguien superaría el récord del tabasqueño. Oh, sorpresa, Claudia va que vuela.
México ruega que ella no haga propia aquella declaración de “Ahí están las masacres, jajaja” que con su voz aguda y gritona López Obrador profirió en la mañanera del 18 de septiembre de 2020 ante la denuncia periodística de que México solo ese año sumaba 45 masacres. El presidente se carcajeó de nuestros muertos.
Pedir a Sheinbaum que ponga fin a la masacre ya suena a un exceso. Pero al menos, para que se cumpla la máxima del Antiguo Testamento encontrada en el campo de exterminio de Teuchitlán, “El camino de los rectos es apartarse del mal; su vida guarda el que guarda su camino”, un buen inicio sería que la mandataria dejara de festejar en el Zócalo entre trompetas, banderitas y confeti. Usemos el tiempo, los recursos, la energía, en algo distinto. México está de luto. EP