El proceso electoral de 2024 corre el riesgo de tener poca legitimidad, lo que podría provocar un serio problema de gobernabilidad.
2018-2024: Elecciones dispares
El proceso electoral de 2024 corre el riesgo de tener poca legitimidad, lo que podría provocar un serio problema de gobernabilidad.
Texto de José Antonio Crespo Mendoza 01/03/23
En 2018, el grueso de la población tenía confianza en el sistema electoral que —con eficiencia y pulcritud— organizaría el proceso. Entonces la ley prevenía la comisión de fraudes graves por parte de los partidos políticos y, por lo tanto, había la certeza de que el ganador declarado sería quien la mayoría decidiera en las urnas. Curiosamente, quienes más dudaban de ese desenlace eran los obradoristas. Muchos de ellos dudaban de que el PRI y el gobierno (en alianza con el PAN) aceptaran el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Mi respuesta era que, aunque el PRI intentara incurrir en fraude para asegurar su triunfo —como de hecho lo hizo en 2017 en el Estado de México y en Coahuila—, en la federal no le alcanzaría. Recordemos: el PRI partía de un tercer lugar en las encuestas que sería irremontable. Si acaso alguien podía disputarle el triunfo a López Obrador (al que las encuestas favorecieron durante todo el 2017 con alrededor 5% de ventaja) sería el PAN. Pero el pleito (por la elección de Coahuila) con que chocaron esos dos partidos, antes aliados, hacía imposible un acuerdo informal para enfrentar juntos a AMLO. Los obradoristas no descartaban esa reconciliación; yo sí.
La ventaja de AMLO empezó a ampliarse justo a raíz de ese conflicto. El pleito entre ambos partidos y el fracaso del PRI en remontar su tercer lugar llevó naturalmente a que Peña Nieto aceptara la oferta pública de AMLO de brindarle impunidad a cambio de que no estorbara su triunfo (incluso puede que hubiera una pequeña ayuda del PRI). El arrollador triunfo de AMLO se debió a la combinación de un fuerte apoyo, producto de una gran esperanza utópica por un lado, y un amplio y justificado hartazgo con el PRI y el PAN. Por otro lado, contó que existiera un sistema electoral que limitaba el fraude y permitía que el voto ciudadano fuera debidamente recibido y contabilizado. Nadie cuestionó el resultado —como sí lo hizo AMLO en 2006 y en 2012—.
Las cosas podrían ser muy distintas en 2024. AMLO ha puesto en práctica las directrices del Foro de São Paulo, en que se determina que “los partidos bolivarianos” —así llamados por mí— utilicen las escaleras de la “democracia burguesa” y, una vez en el poder, la vayan desmantelando en lo posible (según las condiciones en cada país) para sustituirla por una “democracia popular” que concentre el poder en el Caudillo, quien tomará las decisiones consultando o interpretando al pueblo que él encarna.
AMLO emprendió el embate contra cuanta institución autónoma existe pues estorban a sus propósitos centralizadores. En algunos casos ha tenido resultados inmediatos (Instituto de Evaluación Educativa y Comisión Nacional de Derechos Humanos) y en otros no tanto (INE, TEPJF, Suprema Corte, INAI). Pero han habido muchas señales de que el actual gobierno está dispuesto a recurrir a lo que conocíamos como “Elección de Estado”, donde se echa mano de los recursos públicos para incidir en la elección, incluso violentando leyes vigentes (que simplemente no son respetadas por este gobierno). Está también la reforma electoral intentada —y en veremos—, que no cumple con los requisitos formales para ser considerada democrática: ésta debía surgir de un acuerdo de los principales partidos y no desde arriba, ser aprobada por consenso; no favorecer a ningún partido en concreto. Esto no se cumple. Ya en el contenido específico de la reforma, muchos cambios golpean la autonomía del INE, y sobre todo su eficacia y operatividad, además de que vendrá un intento de Morena por controlar la presidencia del Instituto. Se trata de un retorno de varios años —la última vez que hubo una reforma no consensuada, impuesta y favorecedora al partido oficial fue en 1987: 36 años de retroceso—.
Esto provocará acusaciones y litigios de ambos lados que no serán fáciles de resolver. Pero sobre todo cuenta la determinación de López Obrador —que no tuvo Peña Nieto—, de garantizar el triunfo de su partido a como dé lugar (incluso al margen de la ley). Es parecida a la determinación del PRI en 1988 de retener la presidencia a cualquier costo. Para AMLO, una derrota sería intolerable. Se vendría abajo su “proyecto histórico”, quedando como una farsa más. Su imagen histórica no estaría al lado de Juárez o Madero sino —con suerte— de Echeverría o López Portillo. Además quedaría desprotegido legal y políticamente para no ser llamado a rendir cuentas de la larga cola de enredos que todo indica ha generado.
Probablemente será una elección agitada, poco legitimada, con grandes litigios, protestas y reclamos, que podrían poner en riesgo, no sólo su legitimidad, sino la gobernabilidad del país, lo que a su vez podría ser el detonador de una nueva crisis de fin de sexenio —como las de 1982, 1988 y 1994, aunque por razones diversas—.
Una variable clara al respecto será el margen de ventaja entre los punteros: un triunfo de Morena o la oposición con amplio margen reduciría esos riesgos. Por el contrario, una victoria cerrada de cualquier ganador sí podría dar pie a una gran conflictividad que ponga la gobernabilidad del país en peligro. En todo caso, AMLO parece dispuesto a jalar la cuerda incluso con el riesgo de reventarla. Nada de eso se vislumbraba en 2018, y nada de ello ocurrió. Ahora no se puede descartar ese oscuro escenario. EP
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