¡No seas puto!

En esta crónica personal, Diego Gómez Pickering abunda en la homofobia de la sociedad mexicana que trae consecuencias nefastas como la repulsa hacia la propia homosexualidad. #VisibleEnEstePaís🌈

Texto de 30/04/21

En esta crónica personal, Diego Gómez Pickering abunda en la homofobia de la sociedad mexicana que trae consecuencias nefastas como la repulsa hacia la propia homosexualidad. #VisibleEnEstePaís🌈

Tiempo de lectura: 6 minutos

No le gusta jugar futbol, tiene demasiadas amigas, mueve mucho las pompas, se la pasa mascando chicle, es un matado, tiene que aprender a defenderse, los hombres no lloran, eso sucede por dejarlo criarse entre pura vieja. No es edad para que esté bailando ni cantando, le tiene miedo a los balones, debería ir al psiquiatra, tiene letra de niña, usa tinta roja y negra en sus apuntes, le gusta jugar a las cebollitas, es amanerado, eso es de maricones. Eres un mariposón, ¿te gusta mamar verga? Las voces de los compañeros del kínder, de la primaria y de la secundaria; las palabras de profesores de educación física, de las maestras de la escuela, de los primos, de los vecinos, de los tíos y de los familiares; los rostros de mi padre y de mi madre. 

ssp…

el ruido se convirtió en murmullo

y, ahora, 

ya es silencio. 

“Porque los putos son jotos, maricones, desviados y enfermos. Porque los putos son criminales, buenos para nada y mala influencia. Porque los putos no son ejemplo ni gente de bien. Porque los putos arden en el infierno.”

¡No seas puto, chúpatelo todo! Y me lo chupé todo, hasta la última gota de ese enorme vaso de plástico rebosante de Bacardí blanco, hielos con éter y Coca Cola. La música altisonante del Bulldog, los cuerpos enclenques y sudorosos en derredor, los baños llenos de pintas, orines y suelos chiclosos. ¡Ándale, no seas puto! No quería serlo, aunque sabía que lo era. No quería ser puto a mis diecisiete años, ni nunca. Por eso me empinaba no sólo ese primer vaso de bacacho sino cuatro más, aunque nunca antes hubiera tomado una gota de alcohol porque la alcoholemia de mi padre me impidió hacerlo cuando la mitad de mi clase, años antes, se desvivía entre las lides de Baco. 

Me tomé esas cinco cubas de hidalgo aunque fuese mi primera y tímida visita a un antro porque ahí estaban todos los de mi generación, de una escuela de puros hombres, y estábamos en nuestro último año de prepa. Me emborraché para ya no escucharlos y para ya no escucharme. Porque yo no era puto. Porque los putos son jotos, maricones, desviados y enfermos. Porque los putos son criminales, buenos para nada y mala influencia. Porque los putos no son ejemplo ni gente de bien. Porque los putos arden en el infierno, como nos recordaron por años en las clases de moral de mi escuela religiosa, aunque lo que ardía en ella era la tensión sexual acumulada. Porque los putos marcan a sus padres, a su hermana, a su abuela y a toda su familia, porque son motivo de vergüenza y objeto de burlas, como decían en silencio las miradas en mi casa y durante las comidas familiares de los domingos. Porque los putos no son nadie y yo quería ser muchas cosas. Por ello tenía que ser lo que no era. Al menos por esa noche, al menos por ese día, al menos por esa vez.

Así fue como dejé de ver películas de Disney, de llorar, de escribir, de jugar con las niñas, de pensar en los niños, de soñar y, a veces, también, de reír. Así fue como me chupé ese medio litro de ron barato repartido en cinco vasos, como me chupé las ideas de los demás, las ideas de los sacerdotes de mi escuela, las ideas de los compañeros de clase, y, años después, las ideas de los colegas del trabajo y de la oficina. Las ideas de mi abuela y de su época, los temores de mi madre y de mi padre. Me chupé los patrones y los roles sociales que dictaban lo que debía ser y cómo debía comportarme, pero no lo que podía ser. Me lo chupé todo, me lo creí, lo internalicé, crecí y me emborraché. Aun así, las voces no acallaron, la mía primero que todas. Incluso ahí, en el suelo junto al retrete, cegado y ensordecido, bañado en vómito. ¡Órale pinche puto, no aguantas nada!

Las voces se extinguen y

las luces se encienden,

en nuestras bocas.

Cierro los ojos y logro ver

lo que antes nunca vi. 

“¿Yo?, ¿novio de alguien? ¿esposo?, ¿amor de la vida de otra persona? ¿Yo, el puto? Sí, yo, el puto pinche feliz.”

Les presento a mi marido, a mi novio, al amor de mi vida, a Diego. El rubor me subió ipso facto del corazón, ensanchado en su palpitar, a las mejillas. Los ojos se me veían más verdes que nunca bajo ese sol siempre apapachador de Nairobi. Mi pelo, incluso, otrora de rulos ondulados e indomables ante la humedad, parecía de anuncio de champú Vanart. No puedo asegurarlo, pero podría incluso decir que la piel, rozagante, me brillaba en el rocío matinal de aquel brunch de domingo ecuatorial. En fin, que mi cuerpo respondía, y de qué manera, a aquellas palabras que escuchaba mi alma en boca de Francisco. ¿Yo?, ¿novio de alguien? ¿esposo?, ¿amor de la vida de otra persona? ¿Yo, el puto? Sí, yo, el puto pinche feliz, aunque primerizo, diplomático mexicano recién aterrizado en el este de África. Sonreía como nunca lo había hecho antes y todos ahí, sus amigos italianos, mis amigas expatriadas mexicanas, nuestras amigas keniatas, me sonreían de vuelta, como quizá nunca nadie me había sonreído antes. 

Tres semanas atrás cumplía 30 años, con una señora fiesta, sentía que mi vida finalmente empezaba. Tras aprender seis idiomas, anotarme una licenciatura y dos maestrías, después de viajar como vagabundo entre continentes, entre trabajos, entre amores y entre fantasmas, había logrado mis tres aspiraciones más grandes al mismo tiempo. Me había convertido en diplomático, estaba en África y había encontrado el amor, era, sin duda, un golpe de suerte. Me sentía pleno, motivado, emocionado, contento, completo, casi, casi invencible y omnipotente. 

No sin poco sudor, y alguna que otra lágrima, había superado con éxito el largo camino de pruebas, exámenes, entrevistas y juicios de valor que conlleva ingresar al Servicio Exterior Mexicano. No sólo eso, estaba en África, en el África negra, quizá mi parte favorita del mundo mundial, después, claro está, del Distrito Federal. Llevaba años acariciando la idea de aterrizar en sus sabanas y selvas y de vivir ahí algún tiempo, el sorteo para los flamantes egresados de la academia diplomática mexicana me lo regaló, el papelito que sacó mi temblorosa mano derecha de ese cuenco de cristal decía Kenia. Mi destino, al menos así lo pensaba entonces, estaba marcado, era feliz y por fin me alcanzaba. 

Pero ahí no acababa la cosa, tras años de autocensurar mis deseos, mis pensamientos, mis movimientos, incluso, había empezado a aceptarme, había aceptado conocerme y al verme en el espejo veía al puto que siempre me negué a ver. No fue un proceso fácil, implicó luchar contra el monstruo de los prejuicios, ajenos y propios, valentía y, en ocasiones, mucha hombría, implicó decepciones, pero también, y, sobre todo, satisfacciones, muchos corazones rotos en el camino, incluido el mío, varias veces. Ahora a casi 15 mil kilómetros de distancia de México, había conocido a Francisco, una noche estrellada en las planicies del centro de Kenia, chaparrito, entrecano, dicharachero y cosmopolita, fue amor a primera vista. Fue un amor, el primero, que me permitía verdaderamente vivir, sentir, protagonizar, nunca acallar. Pero los caminos de la vida, del amor y de las fobias nunca están exentos de obstáculos, por más que vendan felicidad. 

Al año de esas treinta primaveras, de mi vida diplomática africana y de nuestro primer encuentro a él le enviaban a Siria por varios meses, que luego fueron años, pero esa es otra historia. Yo pedí una excedencia para acompañarle a Damasco, aunque fuese una fracción de aquellos meses, para que la distancia no fuera tan flagelante, para que nuestros planes de ser padres no se vieran interrumpidos, para que el amor, esa llama tan grande, envolvente y necesaria, no se extinguiera por la falta de cotidianeidad. Pero la excedencia me fue denegada, aunque eso no fue lo peor. Mi jefe, el embajador, me mandó llamar a su oficina para darme la noticia, pero también para reclamarme que no le hubiera dicho que el amor de mi vida fuese otro hombre. Y me sentí humillado, degradado, me sentí de nuevo el puto que nunca quise ser de niño ni de adolescente. Me sentí insultado por mi jefe, el embajador y, de cierta forma, también, por México.  

Me engañaste, es un deshonor, vamos a revisar todos tus archivos y a requisar tu computadora, das una mala imagen del país, esa no es manera de representar a México, no te mereces una despedida con el resto de la comunidad diplomática y no te ofreceré ninguna recepción, tendré que avisar a la Cancillería, yo pensaba que era una mujer. 

La sociedad, la política, el partido, el amigo, el enemigo, la autoridad moral, la iglesia, la fe ciega, el fanatismo, el miedo, la ignorancia, las fobias, la familia, el país, México, y muchas veces nosotros mismos, nos seguirán diciendo y continuaremos comprándoles que no seamos putos; pero nosotros lo que tenemos que hacer es seguirlo siendo, con mayor convicción, con más fuerza, más alto, más hondo y profundo que nunca. Porque eso somos, hemos sido y seguiremos siendo. Porque para nosotros no hay otra forma de ser. EP

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