Dieciséis años y la abrumación del compromiso de pareja

¿Cómo nos relacionamos en pareja(s)? Hay infinidad de respuestas a esta pregunta. Paola Aguilar hace un recuento de sus experiencias y, con lucidez, brinda una resolución basada en la construcción y en la vulnerabilidad.

Texto de 23/04/20

¿Cómo nos relacionamos en pareja(s)? Hay infinidad de respuestas a esta pregunta. Paola Aguilar hace un recuento de sus experiencias y, con lucidez, brinda una resolución basada en la construcción y en la vulnerabilidad.

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Aún faltaba un año y medio para mi graduación de preparatoria, pero estaba en la Ciudad de México de visita y, por casualidad, miré un vestido en un aparador. Me cautivó y entré a la tienda a probármelo. “Me encanta, pero aún falta mucho para el evento y no quiero comprarlo todavía, no vaya a ser que después encuentre algo mejor”, pensé. “Ayyyy, mijita, pasa lo mismo cuando te casas”, me dijo la amiga de mi mamá con la que íbamos, y con un tono entre angustiado y divertido.

Esa interacción, y los mensajes alrededor que reforzaban esa idea, forjaron mi acercamiento a las relaciones sexoafectivas a mis dieciseis años (y permearían por muchos más). La analogía era clara: como con el vestido, la pareja se elige, sin la certeza de si más adelante seguirá ahí, o si nunca vendrá algo o alguien mejor, pero con la esperanza de que sí. Pude haber comprado ese vestido ese día, y para apaciguar la ansiedad, detener tajante la búsqueda futura. Quién sabe si en ese año y medio restante, pasaría junto a tiendas de vestidos con la excusa de “nomás voy a entrar a ver qué hay”, consciente de que la decisión ya estaba tomada; que el retorno, si bien no imposible, es altamente inconveniente. Quizás me repetiría que ya le invertí y que en el momento en que lo compré estaba bastante segura. Que los vestidos, y la vida, y el amor, se tratan, invariablemente, de renuncias.

Pasé años rehuyendo de los compromisos más superficiales: ¿Salir con alguien más de una vez? Sería como repetir vestido en dos eventos importantes: ¡Impensable! ¿Tener una cita diurna que no involucre altas dosis de alcohol? ¡Doblemente impensable! Qué agobio permitirme sentir algo que no fuera una mera respuesta fisiológica. Lo punk era ser una pequeña nihilista del amor. El compromiso me parecía improductivo, nefasto y tedioso.

Recorrí la adolescencia y algunos años de mis veintes con un miedo torpe y paralizante frente a la vulnerabilidad cotidiana con nuevas personas: dormir junto a alguien, pasar el día juntos en casa en pijamas, dejar que me cuiden cuando enfermo. Con suficientes experiencias previas, la resignación se sentiría como tregua. Es decir, para una morra adolescente, vivir es el interludio entre nacer y cohabitar en pareja. No hablo del amor “eterno, incondicional y verdadero”, mi cinismo rechazaba contundentemente esas creencias. Más bien, ceder a la permanencia, resignarse en una relación tradicional e inmutable, conformarse con coexistir con alguien medianamente afín, alguien a quien al menos no se detestara. Pero las relaciones y los afectos no se cultivan en la quietud. De qué sirve el vestido si a una no le emociona adornarse, expresarse con él, si sólo se busca algo suficientemente digno para cumplir con el código social de vestimenta. 

A mis veintiuno decidí que era hora de tener una pareja, de realizar una investigación empírica de la atemorizante monogamia. Inicié mi primera relación “formal” con todos los ritos pertinentes: cenas de Año Nuevo con su familia, compromisos con mis amistades, esbozos de planes a futuro, peleas constantes que terminaban en llanto, reconciliación, discusión, reconciliación, repítase mensualmente. En cada final de cada discusión pensaba que era muy joven aún para acceder a tal compromiso. La abrumación de los afectos me seguía acechando: Aún no te has probado todos los vestidos. ¿Habrá uno que te guste más? El “acuerdo” monógamo (acuerdo entre comillas porque nunca se acordó), la exclusividad implícita y reglamentaria, me asfixiaban. 

Un día escuché una canción de reggaetón que iba algo así como: Sé que no eres sola pa’ mi, pa’ mi, pa’ mi, y yo no soy solo pa’ ti, pa’ ti, pa’ ti, pero nos tenemos ahí, ahí, ahí”. Y fue así como me inicié en ese vórtice llamado poliamor. No crean que intento solapar mi vulnerabilidad citando canciones de reggaetón. La realidad es que llegué al poliamor por una mezcla entre inercia y hartazgo. Cuando concluí aquella primera relación formal de pareja, consideré que quizá la angustia era detonada por la exclusividad. El acuerdo no monógamo lucía utópico. Podría cambiarme de vestido cuantas veces deseara: explorar distintos estilos, texturas y colores, sin limitaciones. ¿Elegir? ¿Priorizar? ¿Sostener ilusiones respecto a mi futuro sexoafectivo? Todo me parecía de antaño, y por antaño me refiero a 2016. Me invadía una sensación frenética por descubrir nuevos afectos y deseos y conexiones. 

Reanudé mi búsqueda sin abandonar los beneficios de estar en una relación. Empezaba a coquetear un poco con la cotidianidad gustosa y compartida, aunque era intermitente; veía a mi principal sujeto de afecto  —porque llamarnos “pareja” me provocaba casi un estrés postraumático monogámico—, en ocasiones una vez por semana, algunas otras el silencio se estrechaba por más tiempo, y dejábamos de vernos unas dos o tres semanas. Es sencillo abandonar lo que se evade nombrar. Debo decir que esas pausas, que se traducían en bastante tiempo “libre”, me producían una sensación de autonomía desbordada. Si quería reservar mis fines de semana enteros para mí por tres semanas consecutivas, podía hacerlo. Tenía tiempo para disfrutar sola del ocio, tiempo para besuquearme y salir con otras personas. Para iniciar otras relaciones. Y tiempo para llorar por no saber a dónde iba o si iba a algún lado. Tiempo que oscilaba entre extrañarlo y querer sostenerlo y ser sostenida cuando la pasábamos mal y convencerme de que la deconstrucción era no crearse expectativas de la otra persona. La libertad sin intención tiende a convertirse en negligencia. 

La transición y el cúmulo de afectos venían en combinaciones que se sentían incalculables: de una relación a otra, de pronto dos simultáneas, más tarde sólo una, luego rozando las tres. Nómada: cualidad de quien teme construir hogares aún cuando posee la libertad de emigrar en cualquier momento. “Las personas se habitan mientras se sienta bien, pero también mientras se encuentra a alguien mejor”, era mi más reciente filosofía amorosa. Pero los afectos no logran profundizarse si se huye a la menor fricción. La experiencia es similar a hospedarse en un hostal, pretendiendo que se habita. Se simula el ambiente propio de un hogar, pero la estancia es, usualmente, pasajera. Entonces se compran alimentos, para sentirse más en casa y no comer siempre en la calle. Aunque alimentos baratos, priorizando la conveniencia: las galletas que estaban en descuento, sólo un cartón de leche porque caducará pronto y una no sabe cuánto más se va a quedar. Los rituales y cuidados mínimos para asentarse un rato y sobrevivir al estado de constante vigilancia; reacomodando diario tu ropa y tus pertenencias para huir en el instante en que alguien pone la música un decibel más alto a lo que estás acostumbrada para conciliar el sueño. Se podría prescindir de casi todo: excepto, quizás, de un hogar a donde regresar.

Hace unos meses mandé a la mierda la anarquía relacional como politización absoluta del amor, y al poliamor como panacea y fin último de liberación y a la deconstrucción en pos de la pulcritud moral. Mandé a la mierda los materiales teóricos que nos dictan cómo debemos de amar y realizarnos sexual y afectivamente. En su lugar, retomé las teorías, los cuestionamientos y los testimonios de otras, para crear mi propia brújula.

Diseñé con mi pareja una relación no-monógama que tiene la posibilidad de pausarse si la realidad se nos desploma, y gestionar otros vínculos y encuentros representa un esfuerzo titánico. Tengo la certeza de que, por más personas y experiencias nuevas entren a nuestras vidas mientras todo fluctúa, tenemos la intención de seguir cultivando el hogar que estamos construyendo, de que la ternura, los cuidados y la empatía son una constante. He aprendido que establecer una prioridad y nombrar relaciones no es un retroceso. He encontrado sosiego en saber que tengo un lugar en el que soy deseada, bienvenida, albergada. Que en este país que desprecia a las mujeres, puedo salir a incendiar la ciudad porque no queda de otra y puedo romperme y habrá alguien que me ama y me puede ayudar a recuperar los fragmentos que se desmoronaron en el camino. Que cuando la ansiedad por la catástrofe climática se acerque, habrá alguien con quién tirarme a la cama a comer helado y ver videos de perritos haciendo cosas. Al fin me decidí a construir refugios.  

Ojalá aquel día del vestido, hubiera podido decirle a mi yo de dieciséis años que las personas no somos vestidos. Que las telas no tienen la capacidad de expandirse para albergar crecimiento. Que, por fortuna, las personas sí. Que otras formas de amar lejos de la monogamia y la exclusividad son posibles. Que las renuncias ocurren en todo momento, hasta en las elecciones más nimias. Que la decisión de construir vida con alguien es menos como un monstruo del cual escabullirnos hasta que nos alcanza y nos absorbe la energía y más como una acción consciente que emociona cuando existe afinidad, amor, cercanía y reciprocidad. Que es liberador no disimular las heridas para no incomodar. Que sobre los momentos incómodos, sobre los quiebres y las ansiedades, también se puede edificar intimidad y ternura. Que cierta estabilidad en un mundo que nos agrede diario, sienta bien.

Que nueve años más tarde observaría a mi pareja mientras escribo este texto sin pensar si habrá alguien mejor. Y sin sentir gran inquietud por la idea de emprender una expedición para averiguarlo y esto tampoco niega que podamos desear y sentir a otras personas. Frente a mí está alguien a quien quiero regresar y con quien quiero construir, en momentos convulsos (como una pandemia) y en momentos de calma. Y eso me basta. 

Y que cuando la paralice el miedo a enamorarse, construir y vulnerarse puede regresar a este fragmento de “Momentos” de Mary Oliver:

«no hay nada más patético que la prudencia

cuando lanzarse podría salvar una vida,

incluso, posiblemente la tuya». EP

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