Exclusivo en línea Taberna: Cómo perder el alma

Columna mensual

Texto de 11/10/19

Columna mensual

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Un mostrador con tres hombres idénticos, claramente burócratas o lo que hoy en día se ha dado por llamar “Godínez”[1], recibiendo alimento a través de un tubo administrado por tres idénticos trabajadores industriales, una imagen que deja ver no sólo que la alimentación es una industria, sino que los propios trabajadores son acaso partes de un complejo corporativo.  Óleos como este (que lleva el título “Repostar comida”) componen la exposición de Tetsuya Ishida en el Palacio de Velázquez, ubicado en el corazón del parque del Retiro, Madrid.  Los cuadros, en los que figuran siempre los mismos hombres-autómatas de ojos tristes y traje gris, hacen evidente la alienación a la que es sujeta el individuo en temas que van más allá de la alimentación.  Se encuentra, por ejemplo, el trabajador migrante postrado entre las obras de infraestructura de los países desarrollados, formando parte de la necesaria maquinaria de guerra, o como niños en la escuela para ser formados en más piezas que alimentarán al monstruo productivo y consumista.  Un ejemplo especialmente conmovedor es el de un padre convertido en radiador para dar calor a un niño, pues si algo hacen los padres (y madres) en el mundo moderno es sacrificar su vida por dar abrigo y oportunidades a sus hijos[2], casi siempre hijos únicos y única esperanza ante un rat race sin salida.

En varios de los cuadros se ve a los hombres convertidos en insectos, recordando el absurdo kafkiano, y es común que aparezcan pastillas o botellas a medio consumir.  Los anti depresivos y el alcohol, eternos cómplices de personas que sólo viven para trabajar y consumir, que no tienen ninguna cercanía con otro ser humano más que a través de un sórdido teléfono.

Al lado de esta exposición pulcramente montada y, no puede dejar de decirse, sin tienda de souvenirs, el sol abrazante de Madrid en verano se concentra en el hermoso Palacio de Cristal, una estructura de hierro y vidrio semejante a un invernadero pero más un escaparate que otra cosa.  Un aparador perfecto para otro de los vicios esclavizadores de estos tiempos: el retrato (del cual el selfie es tan solo una variante).  Este fenómeno ha pasado de ser una ocupación ociosa a una de tiempo completo para, sobre todo, mujeres jóvenes que posan como si se encontraran en el estudio de Vogue, asumiendo las poses y los gestos propios de quien vende el producto del cuerpo y la belleza, ya sea en revistas o en las redes sociales.  Sería chistoso si no se lo tomaran tan en serio.

Para hablar de comida, pocas ciudades como Madrid, que es una verdadera maraña de chiringuitos, tascas y restaurantes con una oferta gastronómica tan extensa como la mejor de las asiáticas.  La cantidad de pescados y mariscos en un menú prototípico es seguramente la más amplia de Europa, aunque las preparaciones no varíen mucho del aceite y el ajo, lo cual, cuando no se abusa, es una manera honesta de respetar los ingredientes.  (Antes de la revolución molecular de espumas y reducciones se podía decir que en España no había cocina, sino una buena plancha, lo cual siempre me pareció un gran cumplido.)  Ingredientes que son claves en la calidad de esta cocina, que tiene tomates, cebollas y papas a veces hasta mejores que las que conocemos en América.  Una papa de estas, bien cocida, es tan harinosa y absorbente que la mítica tortilla de patatas termina pareciéndose más a un puré que a un huevo con trozos de papa.  La de Casa Dani, en el mercado de La Paz, barrio Salamanca, recién ganó el premio a la mejor de España con una tortilla así, fluida pero no cruda, sabrosa sin ser salada, y conspicuamente humilde, metida sí en un mercado pero del barrio más caro de una de las ciudades más afluentes del mundo.  Su cocinera, Lola Cuerda, recibió como premio su propio peso en papas de Canarias.

Como gran parte de las ciudades y centros turísticos del mundo, Madrid se ha ido transformando en un centro de entertainment para adultos ricos.  Porque de eso se trata la gentrificación: cada vez mejores servicios, mayores precios de bienes raíces, y cada vez menos pobres.  Ciudades que parecen centros comerciales con monumentos y arquitectura (el caso de Manhattan es conocido, pero aun en sitios tan pequeños como Capri, que por su belleza natural es un ejemplo tristísimo de esto, una isla mall), llenas de las mismas tiendas de lujo y los mejores productos para llenarse la barriga o, paradójicamente, exhibir una figura esbelta en antros tan variados como coloridos.  Para acceder a estos placeres el hombre genérico sólo debe hacer una cosa, participar en la maquinaria que denuncia Ishida (atropellado por un tren en un paso a nivel a los 32 años), y esperar lo mejor.  Tal vez llegue, o tal vez llegue primero el karoshi (la muerte por exceso de trabajo).


[1] Con una asombrosa falta de respeto por el trabajador.

[2] Parece que parte de la tragedia del cuidado de los niños es la pérdida de oportunidades de los padres.

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