Las políticas públicas sobre las drogas: un fracaso vergonzoso de la civilización moderna

El increíble progreso del que una parte importante de la humanidad ha gozado en su historia reciente es fundamentalmente una consecuencia de las distintas revoluciones que han surgido en el conocimiento humano a partir de la primera Revolución científica de los siglos XVI y XVII. El inusitado avance en los estándares de vida durante los últimos […]

Texto de 23/07/16

El increíble progreso del que una parte importante de la humanidad ha gozado en su historia reciente es fundamentalmente una consecuencia de las distintas revoluciones que han surgido en el conocimiento humano a partir de la primera Revolución científica de los siglos XVI y XVII. El inusitado avance en los estándares de vida durante los últimos […]

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Las políticas públicas sobre las drogas: un fracaso vergonzoso de la civilización moderna  

El increíble progreso del que una parte importante de la humanidad ha gozado en su historia reciente es fundamentalmente una consecuencia de las distintas revoluciones que han surgido en el conocimiento humano a partir de la primera Revolución científica de los siglos XVI y XVII. El inusitado avance en los estándares de vida durante los últimos dos siglos en la mayor parte del mundo ha sido motivado por la generación, diseminación y aplicación del conocimiento. Este toca a diario cada aspecto de la vida humana prácticamente en todo el mundo. La acumulación de mayor conocimiento humano no ha estado limitada estrictamente a lo científico y a lo tecnológico. Ha habido un progreso considerable en la expansión del conocimiento dedicado a una mejor organización de la producción de bienes y servicios, posibilitada por la tecnología y los logros humanos. Y, desde luego, el conocimiento acumulado desde la Revolución científica y la Ilustración ha moldeado definitivamente la cultura, los valores y la gobernanza de las sociedades modernas.

Desafortunadamente, las políticas públicas que emanan de dicho conocimiento no se han aplicado de manera coherente. Muchas veces han sido silenciadas, hechas a un lado y sustituidas por otras que entran en contradicción con ese conocimiento. Existe, en muchas áreas de gran impacto humano, una clara desconexión entre las políticas públicas aplicadas y el saber basado en investigación científica y experiencia práctica. Esto es un despropósito total, y los ejemplos abundan, pero hay uno particularmente destacado: el caso de las políticas públicas sobre las drogas alrededor del mundo.

En pocas palabras, por mucho tiempo y con muy pocas excepciones, las políticas sobre drogas han estado basadas fundamentalmente en la prohibición y la persecución legal. Este enfoque es enteramente inconsistente con el mejor conocimiento aportado por las ciencias humanas, la investigación más sólida en materia de salud pública y el análisis económico.

Paradójicamente, buena parte del conocimiento de mayor calidad sobre adicción y abuso de drogas ha sido generado por las mismas instituciones gubernamentales que han sido incapaces de aplicarlo a sus políticas públicas. Por ejemplo, el Instituto Nacional contra el Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés) es un excelente centro de investigación del Gobierno federal de los Estados Unidos, el cual ha hecho un gran esfuerzo por mejorar el entendimiento del uso de las drogas. En su sitio web, el NIDA nos informa, con absoluta claridad y simpleza, lo que la ciencia sabe sobre por qué las personas comienzan a consumir drogas, y por qué algunas se vuelven adictas a ellas. Este conocimiento científico tan esencial debería dejar claro que aun si se aplicaran las mejores estrategias de prevención posibles —cosa que, desafortunadamente, nunca ha ocurrido— habría una demanda residual por las drogas, independientemente de si estas estuvieran prohibidas o fueran altamente costosas en cualquier mercado en que estuvieran disponibles.

Por su parte, el análisis económico demuestra que prohibir la producción y el consumo de cualquier mercancía por la que existe una demanda lleva invariablemente a la creación de un mercado negro, por parte de individuos y organizaciones dispuestos a violar la ley. Significativamente, el análisis económico también indica que despenalizar el uso y la producción de una droga prohibida y ponerle impuestos a su consumo reduciría más su producción que la persecución legal (incluso si la persecución fuese implacable, aunque en los hechos jamás pueda alcanzarse un cumplimiento perfecto de la prohibición).

Sin embargo, por más de un siglo, la prohibición —y el esfuerzo por hacerla cumplir— ha sido el enfoque elegido para tratar el consumo de drogas, el cual, inicialmente adoptado únicamente para ciertas drogas por ciertos países, se extendió progresivamente para cubrir más sustancias y finalmente se universalizó mediante sucesivas convenciones internacionales, complementadas por acuerdos binacionales o regionales. Lo que es notable acerca de la universalidad y prevalencia de la prohibición y de los intentos por aplicarla ha sido lo inconsistente que ha resultado ser con respecto a los objetivos que supuestamente persigue.

Cuando analizamos la historia de las políticas públicas sobre las drogas, es tentador concluir que, en la mayoría de los casos, se ha procedido con estrategias esencialmente mal informadas. Sin duda este es el caso de Estados Unidos (EU), actualmente el país más influyente en la construcción del régimen internacional para políticas públicas sobre las drogas. La historia de dichas políticas en EU parece haber sido moldeada más a las tendencias ideológicas de individuos en el poder —objetivos políticos puramente tácticos, políticas partidistas, disputas burocráticas entre instituciones gubernamentales, metas inmediatas en política exterior y, a veces, incluso por prejuicios raciales— y mucho menos, o tal vez nunca, por el objetivo de reducir el daño a la población causado por la producción, la venta y el consumo de estupefacientes.

Esa historia está bien documentada por el profesor de la Universidad de Yale, David Musto (1936-2010), quien nos recuerda en varias de sus publicaciones académicas que la prohibición del opio en 1909 y la aprobación de la Ley Harrison en 1914 fueron en parte una reacción irracional y racista contra ciertos grupos de la población. La veda del opio reflejaba la asociación de la droga con los trabajadores ferroviarios chinos que inmigraron al oeste del país, y la Ley Harrison respondía al supuesto miedo de algunos sureños a que “los cocainómanos afroamericanos atacaran a la sociedad blanca”, una actitud racista que curiosamente coincidió con el apogeo de los linchamientos, la segregación legal y las leyes electorales discriminatorias en EU.

Musto también señala que un comité de estupefacientes comisionado por el Departamento del Tesoro en Estados Unidos para estudiar el problema de las drogas y sugerir cambios a la ley concluyó, sin proporcionar ninguna evidencia concreta, que “los adictos son criaturas débiles, sin sentido de la moral, y que al ser privados de su droga son capaces de cometer crímenes para conseguirla”. Esta opinión prejuiciosa y desinformada se publicó en 1919 y siguió influenciando las políticas a partir de entonces, a pesar de que en el ámbito médico ya se reconocía públicamente que la adicción a las drogas es una enfermedad física y no el resultado de “poca fuerza de voluntad”. En vez de escuchar la opinión médica, el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusó a aquellos médicos que otorgaban recetas para fines curativos, de violar las leyes federales de estupefacientes.

Estados Unidos gasta 51 mil millones de dólares al año en la Guerra contra  las drogas*

La Agencia Federal de Narcóticos (FBN, por sus siglas en inglés) se creó en 1930, cuando la idea de que el uso de drogas provoca comportamientos criminales estaba muy arraigada oficialmente. Por aquellos días, como consecuencia de la Depresión, los inmigrantes eran considerados indeseables en EU, en particular los mexicanos, que comenzaron a ser asociados con la violencia y con sembrar y fumar cannabis, cosa que sirvió de argumento para su deportación masiva. No pasó mucho tiempo para que la Ley Fiscal de Marihuana, que prohibía la venta, intercambio y transferencia del cannabis entre particulares, se aprobara como ley federal de EU en 1937.

El hecho de que la lógica de esta política fuera cuestionada relativamente pronto por diversas voces sensatas pareció irrelevante. En la década de 1940, el Comité de Marihuana del alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia (con miembros de la Academia de Medicina de Nueva York), reportó que “el consumidor medio de marihuana no pertenece a los grupos criminales establecidos, y no se ha encontrado una relación directa entre la ejecución de crímenes violentos y la marihuana”. Furiosos, los agentes y administradores del FBN minimizaron las observaciones del informe ante los medios y el público en general. Musto menciona que el FBN jugó un papel importante para que la gaceta de la Asociación Médica Estadounidense (AMA, por sus siglas en inglés) atacara al informe en una editorial que concluía que “los funcionarios públicos harán bien en ignorar este estudio anticientífico y acrítico, y en seguir considerando la marihuana como una amenaza donde quiera que se distribuye”.

Curiosamente, pocos años después, la misma AMA se alió con la Asociación Estadounidense de Abogados (ABA, por sus siglas en inglés) formando un comité conjunto para estudiar el problema de las drogas. El informe de este comité, publicado en 1961, señaló que “algunas autoridades responsables indican que la dependencia física y psicológica de los adictos a los estupefacientes, la compulsión para obtenerlos, y los elevados precios en el mercado ilícito, son los principales responsables de los crímenes cometidos por adictos; otras argumentan que las drogas mismas son responsables del comportamiento criminal”. Y concluyó que “el peso de la evidencia es tal a favor del primer punto de vista, que a la cuestión difícilmente puede llamársele controvertida”.

He aquí dos instituciones con autoridad en la materia, respaldadas por investigación científica, que explican cómo la raíz del problema criminal no radica en las drogas, sino en el hecho de orillar a los usuarios a depender del mercado negro —un mercado en realidad generado por las políticas mismas. En contradicción con las políticas públicas sobre las drogas, el comité de AMA–ABA argumentó que “en términos de impacto numérico y de efectos negativos para terceros en la comunidad, la drogadicción es un problema mucho menor que el alcoholismo. Rara vez los crímenes violentos, y casi nunca los crímenes sexuales, son cometidos por adictos”.

El FBN, otra vez furioso, contraatacó con su propio informe, poniendo al comité de AMA–ABA en la categoría de médicos y sociólogos “descabellados”.

Las agresiones del FBN no desalentaron a los expertos. En un informe de 1963, la Comisión Consejera Presidencial para el Abuso de Drogas Narcóticas, establecida durante la administración de Kennedy, hizo diversas sugerencias para la rehabilitación de usuarios de drogas, la relajación de las sentencias mínimas obligatorias, el financiamiento de la investigación en este campo y la disolución del FBN. Sin embargo, esa misma comisión insistió también en que el tráfico ilegal de drogas debía ser atacado con todo el poder del Gobierno federal de los Estados Unidos.

El hecho es que pronto quedó casi extinta cualquier esperanza de que las políticas públicas sobre esta materia en EU se alejaran de un enfoque esencialmente represivo. Justo cuando el uso de drogas se incrementó entre los jóvenes en la segunda mitad de la década de 1960 —y particularmente entre las milicias en Vietnam—, los prohibicionistas obtuvieron a un verdadero paladín cuando Richard Nixon quedó electo presidente de los Estados Unidos. Apenas seis meses después de tomar posesión, el 14 de julio de 1969, Nixon se pronunció ante el Congreso de EU sobre el problema de las drogas ilegales, y subsecuentemente la Guerra contra las drogas comenzó a tomar forma.

En los últimos nueve años se han perdido más de 100 mil vidas en la Guerra contra las drogas en México

Existe suficiente evidencia de que la Guerra contra las drogas fue básicamente una decisión política con total indiferencia por las consideraciones médicas o científicas pertinentes al problema. En junio de 1971, cuando su administración ya había lanzado algunas iniciativas importantes sobre las drogas, se llevó a cabo una conversación entre Nixon y dos de sus consejeros más cercanos, John Ehrlichman y H. R. Haldeman, que resulta altamente sugerente sobre los motivos del presidente de EU para mantener en pie sus políticas públicas sobre drogas. Haldeman recuerda esa conversación de la siguiente manera:

[Nixon] también pidió a Ehrlichman que se sentara y señalara los tres problemas de mayor importancia. Comentó que la distribución de los ingresos solo es relevante si está unida a una reducción de impuestos, y que la reforma de la seguridad social solo es útil si ayuda a la gente a no depender de ella. Enfatizó que no debemos preocuparnos si no podemos alcanzar el éxito en estas metas, y señaló que JFK lograba avanzar solo inventándose problemas. Así que más bien deberíamos enfocarnos en cómo generar problemas que llamen la atención pública. Necesitamos un enemigo. Necesitamos controversia. Necesitamos generar algo que construya esas cosas. Las drogas y el cumplimiento de las leyes pueden ser una de ellas, especialmente ahora que las encuestas nos muestran debilitados en esos frentes.

Era de esperarse la reacción de Nixon ante el informe de la Comisión Nacional de Marihuana y Abuso de Drogas creada por él mismo y por el Congreso en 1970. La Comisión, presidida por un gobernador republicano, fue exhortada a revaluar el cannabis, sus características y demografías de uso, así como lo que debía hacerse al respecto. Oponiéndose a la posición pública de Nixon, el informe de la Comisión atenuó el carácter problemático del cannabis, declaró que las políticas sociales y legales eran desproporcionadas al daño provocado por el uso de la droga, y recomendó despenalizar la posesión de esta sustancia para uso personal a nivel estatal y federal. En marzo de 1972, Nixon se negó a aceptar el reporte final de la Comisión Nacional, declarando: “Me opongo a la legalización de la marihuana, y eso incluye su venta, posesión y uso. No creo que se pueda tener una justicia criminal efectiva basada en la filosofía de que algo es medio legal y medio ilegal. Esa es mi postura, a pesar de lo que la Comisión ha sugerido”.

Hubo cierta moderación de las políticas de la era de Nixon durante la administración del presidente Jimmy Carter, pero este incipiente cambio duró poco. Bajo su sucesor, el presidente Ronald Reagan, la Guerra contra las drogas regresó, enfatizando el rechazo a cualquier tolerancia hacia el consumo.

A pesar de que la retórica ha cambiado en los últimos años, y con la excepción de importantes modificaciones en algunos estados, las políticas públicas federales sobre drogas en EU han permanecido esencialmente dentro del enfoque de la Guerra contra las drogas de Nixon.

Dicha estabilidad de las políticas es notable, considerando que sus resultados han sido muy poco satisfactorios, a pesar de los enormes costos fiscales del fallido intento por aplicarlas. Sobra decir que el objetivo de unos Estados Unidos libres de drogas ha probado ser una ilusión.

Las políticas públicas sobre drogas en EU no solo han fracasado en disminuir el mercado de drogas ilegales de manera significativa, sino que han tenido otras consecuencias sociales profundamente adversas. Por ejemplo, los esfuerzos por implementar la prohibición por medio del sistema de justicia criminal han llevado al encarcelamiento masivo, y han resultado en casi medio millón de personas sentenciadas por delitos asociados a las drogas. De hecho, EU tiene la tasa de encarcelamiento más alta en el mundo. A pesar de las iniciativas recientes para reducir el número de encarcelamientos, en 2013 había unos 2.2 millones de personas encarceladas, frente a 300 mil en 1972. En consecuencia, más o menos uno de cada 100 adultos en EU se encuentra hoy en una prisión, y uno de cada 31 se encuentra encarcelado o en libertad condicional o supervisada.

De acuerdo con los expertos, la aplicación de las políticas sobre drogas ha probado ser discriminatoria en contra de los pobres. Especialmente en detrimento de la población afroamericana, la cual representa apenas el 14% de los usuarios frecuentes, pero constituye un 37% de los arrestados por delitos asociados a las drogas, y un 56% de los encarcelados por estos delitos.

A pesar de sus deficientes resultados para reducir el tráfico y consumo de drogas, y el altísimo costo humano y económico para EU, la política de este país —no solo de facto sino de jure— se ha consolidado como el enfoque internacional para tratar con el problema. Este modelo fallido ha sido consagrado en tres convenciones de las Naciones Unidas que han dado forma a las políticas nacionales de ilegalización en todo el mundo. Además, EU ha caracterizado su política exterior por la aplicación de medidas especiales con países considerados clave en el tráfico ilegal de estupefacientes a su propio mercado doméstico.

Al haber fracasado el modelo punitivo de prohibición en EU y otros países desarrollados, no es en lo más mínimo sorprendente que dicho modelo haya demostrado ser no solo inefectivo, sino desastroso, en países con instituciones gubernamentales deficientes y menores recursos económicos para la aplicación de las leyes. Más de un caso viene a la mente y, desafortunadamente, algunos de los más extremos están en América Latina. Colombia, por un lado, ha vivido la pérdida de más de 200 mil personas a consecuencia de la violencia del crimen organizado y de movimientos políticos radicales —a veces operando simbióticamente—, y debido también a las acciones del Gobierno para combatirlos. Han sido necesarios muchos años y gran cantidad de recursos —tanto locales como los brindados por EU mediante el Plan Colombia— para reducir la violencia de los grupos criminales. Sin embargo, en cuanto a las consecuencias en la oferta mundial de drogas, el impacto del Plan Colombia parece haber sido más bien modesto.

Asimismo, en la medida en que la situación comenzó a mejorar en Colombia, particularmente durante la segunda parte de la primera década de este siglo, México empezó a sufrir una epidemia de violencia asociada con el crimen organizado de dimensiones insólitas en la historia del país.

A pesar de que algunos países han abolido la pena capital por delitos asociados a las drogas, esta aumentó de 10 países en 1979 a 33 países en 2015

No existe un consenso entre los expertos sobre las razones precisas de esta explosión de criminalidad y violencia pero, aun sin conocer con precisión cuál fue la causa, queda claro que ocurrió al mismo tiempo que las organizaciones criminales mexicanas desplazaban a sus contrapartes colombianas en el control de los mercados más lucrativos, mientras que el Gobierno mexicano reforzaba su lucha contra el tráfico de drogas y el crimen organizado.

La conjunción de estos y otros factores ha sido devastadora para México. Y sin embargo, por un lado, no existe evidencia de que el suministro de drogas para el mercado doméstico en EU se haya reducido en lo más mínimo, a pesar de la inmensa cantidad de recursos destinada por México a la persecución de los delitos relacionados con las drogas, recursos asimismo complementados por Estados Unidos mediante el Plan Mérida. Por otro lado, lejos de disminuir, el narcotráfico dirigido al mercado mexicano se ha incrementado. El consumo doméstico de drogas ilegales ha aumentado desde que la Guerra contra las drogas en México se ha intensificado.

Pero el número extraordinario de muertes por la violencia del crimen organizado es, por mucho, el mayor precio que ha pagado México. Eduardo Guerrero, un prestigioso analista mexicano, ha calculado cuidadosamente que 90 mil 772 personas han muerto por violencia relacionada al crimen organizado entre diciembre de 2006 y noviembre de 2015. Obviamente, estas cifras son solo comparables con las de un conflicto armado mayor. La Guerra contra las drogas en México ha dejado de ser una metáfora para convertirse exactamente en eso: una guerra.

Igualmente alarmante es el efecto que, muy probablemente, ha tenido el crimen organizado en la calidad de la seguridad y de las instituciones jurídicas en México. Dado el inmenso poder económico del crimen organizado y su probada propensión a la violencia, así como el hecho de que, desde un inicio, dichas instituciones no eran muy estables, no es descabellado asumir que han sido infectadas por la corrupción. En lo subsecuente, esta circunstancia hará muy difícil, si no es que imposible, que el presente enfoque de las políticas públicas sobre drogas tenga oportunidad alguna de ser exitoso en México. La violencia extrema puede sufrir un cierto retroceso, como ha ocurrido en los años más recientes; las rutas de tráfico pueden ser desviadas a América Central y el Caribe, empeorando simultáneamente los problemas de seguridad que estos países más pequeños y más pobres ya tienen; y puede, asimismo, estabilizarse el consumo doméstico de drogas, pero todo esto únicamente puede ocurrir a un inmenso y constante costo económico y humano. Aún así, el riesgo de más explosiones de violencia homicida y de mayor erosión institucional permanecerá mientras no haya una revisión fundamental del enfoque nacional e internacional sobre las drogas. Trágicamente, ninguno de estos cambios se divisa en el horizonte.

Es cierto que el debate sobre las políticas públicas relacionadas a las drogas ha sido más abierto e intenso en los últimos años, y se han tomado medidas hacia la adopción de políticas que se alinean más con lo que dictan la ciencia y la experiencia, incluso en EU, aunque solo en unas pocas jurisdicciones. Pero el paso de la reforma es muy lento —y continuamente se encuentra con obstáculos importantes— como para poder primero frenar y luego revertir el daño que se ha sufrido por tanto tiempo. Mientras que quienes abogan por una reforma seria han concedido que el cambio se dé en forma gradual, las fuerzas opositoras han sido extremadamente recalcitrantes, a pesar de la evidencia a favor de reformar.

Yo he sido parte de esa campaña reformista dispuesta a aceptar que los cambios a las políticas dominantes son posibles tal vez solo en incrementos graduales. Como servidor público, busqué llevar a cabo las políticas dictadas tanto por las leyes mexicanas como por los compromisos internacionales suscritos por mi país a niveles multilaterales y regionales, particularmente con los Estados Unidos. Al mismo tiempo, nuestro Gobierno trabajó con otros para intentar cambiar este esquema internacional. En este ánimo, jugamos un papel clave en la promoción y preparación de la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS, por sus siglas en inglés) sobre drogas en 1998. A pesar de que —junto con otros gobiernos afines, como el de Portugal— obtuvimos los documentos resultantes de la Sesión Especial que reconocían cómo el régimen existente imponía demasiada responsabilidad por el problema a los países asociados con la oferta, y no la suficiente a aquellos que constituían la mayoría de la demanda, cualquier consideración por parte de las convenciones internacionales que regían entonces —y ahora— permaneció completamente al margen. En términos generales, la Sesión Especial de 1998 resultó ser un frustrante y fallido intento por una reforma gradual. Encontramos que quienes se oponían a cualquier cambio significativo no solamente eran los gobiernos que tradicionalmente habían liderado el enfoque prohibicionista, sino, para nuestro pesar, también las entidades burocráticas dentro del sistema de Naciones Unidas, las cuales parecían haber desarrollado un interés particular por obstruir los esfuerzos reformistas.

Continué obedeciendo al enfoque gradual como miembro de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia creada 10 años después de la UNGASS de 1998. A pesar de que nuestra declaración final pretendía denunciar la Guerra contra las drogas como un fracaso y abogar en favor de tratar el uso de drogas primordialmente como un problema de salud pública, nos abstuvimos de sugerir que se anulara el régimen internacional. Sin embargo, nuestro informe incluía recomendaciones que se han convertido en puntos clave del debate reciente sobre las políticas públicas en relación con las drogas. Con cierta timidez (aunque pudiera parecer osado en febrero de 2009, cuando se publicó el informe) propusimos “evaluar, desde el punto de vista de salud pública y de la más avanzada ciencia médica, la conveniencia de despenalizar la posesión del cannabis para uso personal”. También dijimos: “La enorme capacidad del narcotráfico para la violencia y la corrupción solamente puede ser contrarrestada si sus fuentes de ingreso se debilitan sustancialmente. Para lograr esta meta, el Estado debe establecer las leyes, instituciones y regulaciones necesarias para que quienes se han hecho adictos a las drogas dejen de ser compradores en un mercado ilegal y se conviertan en pacientes del sistema de salud”.

Gracias en parte a la atención que recibió nuestro informe de 2009, la Comisión Latinoamericana evolucionó a una Comisión Mundial para las Políticas Públicas sobre Drogas, la cual ha producido numerosos artículos y dos informes principales en 2011 y 2014. Con la mirada puesta en otra UNGASS sobre el problema mundial de las drogas, a llevarse a cabo en abril de 2016,1 la Comisión Mundial, en su último informe de 2014, buscó ser más audaz en sus recomendaciones. Entre varias propuestas clave, propusimos poner fin a la penalización del uso de drogas. No obstante, conscientes de que despenalizar el consumo sin quitar al crimen organizado la provisión de la oferta de drogas sería contraproducente e incluso desastroso, propusimos también reformar el régimen de las políticas sobre drogas a nivel global para que los gobiernos puedan regular los mercados de drogas de manera inteligente. Como propusimos de manera franca: “En última instancia, esta es una decisión entre control en manos de los gobiernos, o en manos de los criminales…”.

Desafortunadamente, es casi un hecho que la esperanza que tiene la Comisión Mundial de que la UNGASS de 2016 se tome como “una oportunidad sin precedentes para revisar y redirigir tanto las políticas nacionales como el futuro del régimen mundial en el control de drogas” será totalmente decepcionada —o al menos eso parecía cuando se llevaba a cabo, hacia fines del 2015, el proceso preliminar de la Sesión Especial.

Es tentador decir —parafraseando al gran Gabriel García Márquez— que el proceso preliminar de la UNGASS 2016 se ha convertido en la crónica de un fracaso de reforma anunciado, aunque fuera por la sola razón de que las entidades de Naciones Unidas más comprometidas con preservar el statu quo son aquellas que realizan el proceso preliminar. En jerga diplomática, Viena, y no Nueva York, mandará, lo cual quiere decir que la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas (CND, por sus siglas en inglés) y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) —ambas con sede en Viena— se han adjudicado la negociación y elaboración del texto a aprobarse en la UNGASS 2016.

Desde luego, el hecho de que el proceso preliminar vaya rumbo a un fracaso seguro no es culpa de los mecanismos burocráticos secundarios de la ONU. Simplemente refleja que los países que se oponen a una reforma seria han usado su influencia para predeterminar el resultado deseado. Parte importante de la responsabilidad por el descarrilamiento de esta muy necesitada reforma es de los gobiernos que, habiendo buscado con buenos motivos un cambio en el marco internacional de las políticas sobre drogas promoviendo la UNGASS 2016, se han tornado más bien pasivos —e incluso dubitativos sobre la necesidad de la reforma— durante el proceso preliminar. Desafortunadamente esto aplica sin duda al grupo de gobiernos latinoamericanos, incluyendo el de México, que, habiendo apoyado un cambio de enfoque, ahora han disminuido sus iniciativas reformistas.

Como consecuencia, mientras escribo estas notas me inclino a predecir que, a menos de que ocurra un cambio dramático en los primeros meses de este año, en abril, la UNGASS 2016 —además de utilizar un lenguaje más compasivo y menos duro que anteriormente— lejos de iniciar una reforma en las convenciones de drogas de la ONU, reafirmará que estos infames instrumentos seguirán siendo los pilares de la política internacional de control de drogas. También reiterará la consideración falaz de que hay suficiente flexibilidad dentro de esas convenciones para incorporar las políticas sobre drogas nacionales y regionales.

Como han destacado la Comisión Mundial y otras fuentes (incluyendo la UNODC), es posible interpretar que las convenciones fomentan la despenalización del consumo de drogas. Sin embargo, como analizan cuidadosamente los expertos de la Fundación para Transformar las Políticas sobre Drogas:

Es importante destacar también que, aunque la exploración de estos enfoques menos punitivos hacia la posesión y consumo personales está permitida dentro del marco legal internacional, la producción y distribución legal de cualquier droga prohibida en las convenciones para usos no médicos no puede explorarse por ninguna vía. El modelo de la receta médica es la única cuasi excepción a esta firme regla; como tal, existe como una isla de producción y distribución reguladas, aunque dentro de estrechos parámetros. Más allá de esto, no existe flexibilidad para la prueba, investigación o exploración de cualquier modelo de producción y distribución reguladas. Asimismo, esta barrera legal absoluta genera verdaderos obstáculos políticos para siquiera discutir o exponer dichas alternativas legislativas […]

Esto quiere decir que los gobiernos podrían despenalizar la demanda sin regular la oferta que daría satisfacción a esta demanda, si es que quieren operar en el marco de las convenciones internacionales. Pero, obviamente, sería inconsistente despenalizar la demanda sin retirar la oferta de manos de organizaciones criminales. Con otros aspectos permaneciendo iguales, una liberalización de la demanda incrementaría las ganancias de los traficantes ilegales y, así, su poder criminal. Irónicamente, en este caso, Nixon (citado anteriormente) tenía razón: una cosa no debe ser medio legal y medio ilegal. El problema es que él decidió que esta cosa en particular fuera completamente ilegal.

Es un hecho inquietante que las autoridades que han alineado sus políticas sobre drogas en la dirección sugerida por el avance del conocimiento y por la experiencia han debido hacerlo violando el marco legal internacional. De ahí la urgencia por reformar este marco con el fin de que los países puedan encontrar el espacio necesario para llevar a cabo las estrategias solicitadas a voces por la Comisión Mundial en 2014: poner la salud y el bienestar de la comunidad en primer lugar por medio de una transición de la aplicación punitiva de las leyes a intervenciones sociales y de salud validadas; dejar de criminalizar a la gente por el uso y posesión de drogas; permitir e incentivar experimentos en la regulación de mercados legales de drogas actualmente ilícitas, empezando por —pero no limitándose a— los del cannabis, la hoja de coca y ciertas sustancias psicoactivas nuevas, y enfocarse en reducir el poder de las organizaciones criminales, así como la violencia e inseguridad que resulta del enfrentamiento entre ellas y con el Estado.

Si la UNGASS 2016 niega la creación de ese espacio de políticas —como, tristemente, parece que ocurrirá—, los gobiernos ilustrados tendrán que buscarlo en otra parte. Hay demasiado en juego como para esperar 18 años a otra Sesión Especial de las Naciones Unidas para empezar a arreglar seriamente el ostensible fracaso de nuestra civilización que han significado las políticas públicas sobre drogas por más de un siglo.

Traducción de Julián Segura

1 Puesto que el presente texto se escribió antes de que la UNGASS sobre el problema mundial de las drogas se llevara a cabo (el pasado abril), a partir de este punto el autor especula sobre los resultados de dicha sesión. Cabe destacar que sus suposiciones se cumplieron (nota de los editores).

* Todos los datos resaltados provienen del capítulo titulado “La Guerra contra las drogas en números”, del libro Ending the War on Drugs.

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