La búsqueda de justicia social desde hace 50
años
Desde que hay alguna noción de los efectos de la
desigualdad, en el mundo se han realizado intentos continuos para lograr mayor
igualdad y reducir la pobreza, esto es, para lograr justicia social. Los
diversos intentos han ido desde los experimentos socialistas hasta programas de
búsqueda en las economías de mercado, de crecimiento acelerado y creación de
empleos. En las economías de mercado se ha sostenido una larga discusión y
diversos intentos para encontrar la mejor manera de lograrlo. Intentos no
socialistas, pero sí una búsqueda por avanzar y crecer rápidamente, reducir las
carencias y elevar la calidad de vida de la población. Es cierto que podríamos,
a riesgo de cierta simplificación, pensar en dos grandes posiciones al
respecto. Y tal vez tiene razón Streech (2017) cuando dice que hay una “tensión
entre la demanda democrática por la justicia social y las demandas capitalistas
por distribución a través de la productividad marginal”.
Nuestro país ha vivido ciclos políticos de
expansión y ajuste, de intentos de crecimiento a través de incrementar el gasto
y mejorar el bienestar de nuestra población, con poco o ningún éxito, a los
cuales han seguido dolorosos periodos de ajuste. Al menos desde 1970, hace casi
50 años, se pueden identificar sexenalmente estos ciclos. Cada nuevo
presidente, si le convencen o sabe que tiene algún espacio fiscal o
posibilidades de incrementar el gasto con deuda, rebasando los recursos
recaudados, difícilmente duda en expandir el gasto y resolver de una vez por
todas el crecimiento y el bienestar. Hay además asesores convencidos sobre el
efecto de un incremento del gasto público con deuda, que situarían al país de
una vez por todas en una senda de crecimiento imparable. Además está el
componente —digamos humano— de sentir o creer que el nuevo dirigente está
destinado a ser el gran líder que cambiará al país, eliminará la pobreza y
logrará la justicia social. Así se emprenden más y nuevos programas sociales y
se llega a creer que se logrará un crecimiento sostenido y empleo permanente
apoyándose en el gasto público expansivo. Un breve repaso de los sexenios nos
permite aclarar esta reflexión.
Echeverría y López Portillo
Tanto José López Portillo como Luis Echeverría
pensaron, bajo el hechizo del sueño de la inmortalidad o animados por resolver
la desigualdad, que finalmente lograrían la justicia social, no lograda ni por
la Reforma, ni por la Revolución, ni por la distribución de tierras y que, en
cambio, provocaron lo contrario. Pero al final de esos dos períodos la pobreza
no cedió y el espejismo temporal que efectivamente puede provocar la expansión
del gasto por encima de los recursos recaudados, con deuda o con ingresos no
recurrentes, se terminó. Deuda e ingresos no recurrentes representan un motor
insostenible indefinidamente. Así se dan estos ciclos de expansión y luego de
crisis y austeridad. La expansión económica de Echeverría financiada con deuda
resultó en gran inestabilidad, alto endeudamiento con efectos en la balanza de
pagos y, al final, el irremediable ajuste en el tipo de cambio, devaluación,
inflación, caída en los salarios reales y, por supuesto, incremento en la
pobreza.
Al final del sexenio de Echeverría debió
realizarse un ajuste, un período de austeridad que permitiera a la economía
recuperar su estabilidad y su ritmo de desarrollo; sin embargo, un suceso
impidió este ajuste y le permitió a su sucesor, José López Portillo, continuar
con la expansión basada en mayor endeudamiento. ¿Por qué? Porque los mercados
internacionales estuvieron dispuestos a seguir prestando dinero a México, la
banca internacional tenía una liquidez importante, en parte por los dólares
acumulados por los países que crearon la Organización de Países Exportadores de
Petróleo (OPEP). Ante los descubrimientos de los nuevos yacimientos de petróleo
en México y los altos precios del crudo que siguieron al surgimiento de la
OPEP, la banca internacional estaba más que dispuesta a financiar la fuerte
expansión de la industria petrolera que planteaba México. Así, López Portillo
tuvo acceso a más financiamiento y la deuda acumulada por Echeverría parecía
menor ante el proyecto petrolero. Sin mucho espacio fiscal pero con gran acceso
a financiamiento internacional, López Portillo pidió perdón a los pobres y
pensó que podría lograr, ahora sí, la añorada justicia social. El
financiamiento externo que recibimos en ese período en realidad es similar a la
inversión de Pemex de esos años, paradójicamente, sin el despilfarro que vimos
con Enrique Peña Nieto. Sin embargo, los déficits de López Portillo superaron
el financiamiento externo y la fuente complementaria fue el Banco de México.
Los instrumentos de deuda interna eran incipientes, los Cetes apenas
comenzaban.
Entonces, otra vez, la fuerte expansión del
gasto público se tradujo en un incremento del ingreso de las familias y en
mayor demanda, demanda que no discriminó entre bienes nacionales o extranjeros.
Aunado a esta expansión se mantuvo un tipo de cambio fijo y la demanda se
satisfizo de manera notable con importaciones. La expansión terminó con
déficits insostenibles, tanto fiscales como en la cuenta corriente, y con una
reducción dramática de las reservas internacionales. Es cierto que dos factores
externos fueron también elementos en la crisis: la tasa de interés y el
desplome del precio del petróleo. La alta absorción —inversión más consumo—
financiada con deuda, un tipo de cambio fijo y los factores externos llevaron
de una expansión fiscal fuerte a la crisis de 1982. De nuevo vivimos en los
siguientes años los efectos de la devaluación y la forzada austeridad necesaria
para estabilizar la economía. Había que resolver inflación, pobreza, desempleo,
mortalidad infantil creciente y, por supuesto, ya no había acceso a los
mercados de capital internacionales. El 23 de agosto de 1982 declaramos una
moratoria. La efímera y aparente mejoría en la calidad de vida, desapareció. La
justicia social su pospuso.
De la Madrid
Miguel
de la Madrid inició el ciclo de austeridad para recomponer la economía, reducir
la deuda, eliminar el déficit con el exterior, ajustar el tipo de cambio,
controlar el financiamiento del Banco de México y reducir el gasto a los
niveles necesarios, no para evitar perder reservas internacionales sino para
reintegrarlas lentamente. La economía promedió cero crecimiento por varios años
y nuestras tarjetas de crédito llevaban la leyenda “Valid only in Mexico”. La depreciación, la inflación y la falta de
empleo provocaron grandes carencias en la población. La pobreza se incrementó y
con ella también la mortalidad infantil. El ajuste necesario se llevó todo su
sexenio y la justicia social tuvo que volver a esperar.
Salinas
Tras resolver nuestra deuda externa con el Plan
Brady y con un discurso nuevo de apertura y modernización, Carlos Salinas de
Gortari nos dio esperanzas de crecimiento. La apertura de la economía y la
venta de las empresas públicas y la banca estatizada envió un mensaje percibido
por los empresarios y por la comunidad internacional como una clara señal de
política económica decidida a fortalecer y a definir un desarrollo basado en
una economía de mercado. Hay que agregar que esas ventas le dieron además una
gran capacidad de gasto, sin deuda en esta ocasión, pero sí con ingresos no
recurrentes. Se desechó definitivamente el coqueteo con la estatización de la
economía. La apertura creó además confianza internacional y la inversión
extranjera se hizo presente; con el GATT ya en proceso, se planteó el TLCAN. Un
giro político que situó a México ya en el occidente y nos incorporó a
instituciones como la OCDE y se contempló la integración a la OTAN.
La pésima privatización de la banca y la
inexperiencia de quienes la adquirieron llevó, sin regulación adecuada, a una
enorme expansión del crédito. Esto, aunado al alto gasto público —esta vez sin
déficits fiscales—, produjo de nuevo una gran absorción en la economía que —sin
duda y sobre todo con un tipo de cambio semifijo— llevó a un enorme incremento
en las importaciones y a déficits en la cuenta corriente de 7 y 8 % del PIB
(Foncerrada, 2004). Las consecuencias no se dejaron esperar: pérdida acelerada
de reservas internacionales, una cartera vencida creciente en la banca y un
nuevo endeudamiento que se aceleró en los últimos dos años del sexenio para
compensar la salida de reservas internacionales. Los tesobonos tenían todo el
riesgo de refinanciamiento e indudablemente el cambiario. Así termina Salinas,
con una banca quebrada, el gobierno con una nueva deuda de $30 mil millones de
dólares a corto plazo, sin reservas, con un tipo de cambio fuertemente
sobrevaluado, grandes déficits en la cuenta corriente y no le quedó más que
inventar el “error de diciembre”, cuando en realidad se trató de un error de
1991, 1992, 1993 y 1994. Difícilmente se podía diseñar de mejor manera una
crisis.
La devaluación era inminente, la inflación
resultante llevó a pérdida del poder adquisitivo y, evidentemente, a otra
recesión después de la expansión fiscal y crediticia. La pobreza se incrementó,
así como la mortalidad infantil y el desempleo. El crédito se redujo por casi
nueve años, antes de iniciar un nuevo y tímido crecimiento después de 2004. La
justicia social no llegó; sólo fue una ilusión temporal y se deterioró
nuevamente la calidad de vida de la población.
Zedillo
A Ernesto Zedillo le tocó recomponer la
economía. Llevó a cabo un ajuste rápido y sin consideraciones políticas, trató
de ajustarse al Estado de Derecho y de reencaminar la economía. Las variables y
precios fundamentales, el tipo de cambio y las tasas de interés se ajustaron
libremente y el gobierno fue conservador en el gasto, con déficits manejables.
Un típico ajuste, necesario, después del desorden anterior. ¿Y la justicia
social? Zedillo mantuvo los programas sociales, pero la prioridad era
claramente la estabilidad, no por el consenso de Washington u otras hipótesis
miopes, sino por la simple realidad que nos impone la inflación. Lo primero es
cuidar el poder adquisitivo de la gente. Los ajustes así deben entenderse y así
deben realizarse. Primero es la capacidad de compra; el empleo aparece después,
con la estabilidad, porque lo produce la inversión. Apenas se recompuso la
economía para poder pensar en justicia social.
Fox
Francisco Gil, a cargo de la Secretaría de Hacienda
en el período de Vicente Fox, terminó de llevar a cabo el arreglo de la
economía. Con disciplina fiscal redujo los montos de deuda como proporción del
PIB y cambió la estructura de la deuda de externa a interna de manera notable.
Creó estabilidad y al final del sexenio se logró crecer a tasas más altas. Las
finanzas públicas se pusieron en orden, se redujo la pobreza con los programas
sociales bien orientados, se trabajó en la racionalización del gasto y se
entregó una economía creciente, generando empleo y un espacio fiscal
importante. Con la reducción y los cambios en la estructura de la deuda, la
posibilidad de recurrir a endeudamiento nuevo se incrementó. Pareciera ser que
la justicia social veía una luz al final del túnel: la pobreza se reducía y se
iniciaba el crecimiento, sin amenazas de cuenta corriente deficitaria de manera
alarmante, ni de devaluación, ni de inflación, ni de otra crisis, aunque con
poco crédito bancario.
Calderón
Así encuentra Felipe Calderón al país. Y es
cierto que la crisis de 2008-2009 vino de fuera, pero nunca fue comparable con
la de 1995 y menos con la de 1982. Calderón usa parte del espacio fiscal creado
por Zedillo y por Gil Díaz e incrementa la deuda en poco más de 8 puntos del
PIB. El incremento de la deuda para financiar un mayor gasto público y salir de
la crisis de 2009 parecía justificable, pero en 2010, 2011 y 2012 ya no había
justificación, aunque se mantuvieron altos déficits fiscales e incluso déficits
primarios, que no incluyen el pago de intereses por la deuda. El uso del
espacio de endeudamiento que tenía no se puede justificar en esos tres años. La
inversión fue poca, lo que tampoco abona a justificar ese endeudamiento ni los
déficits primarios. El empleo no creció como podría haber crecido y la pobreza
ya no se redujo significativamente. Un período que después de la crisis
continuó con una expansión artificial del gasto, con deuda, incrementado además
el pago de intereses, sin lograr más justicia social.
Peña Nieto
En diciembre de 2018 terminó otro sexenio de
enorme desorden fiscal. De nuevo nos encontramos con los efectos típicos de una
política expansiva, sin resultados en el crecimiento, con más pobres en el
país, sin haber reducido la desigualdad, con más inseguridad, un Estado de
Derecho deteriorado, más corrupción y una inversión pública raquítica frente a
la brutal colocación de deuda, que en todo caso podía haber sido la única
justificación del endeudamiento. Las cifras están ahí, es ocioso repetirlas. La
deuda externa se duplicó como porcentaje del PIB y la deuda total se incrementó
25%; pasamos de alrededor de 40% del PIB, como saldo histórico, a 50% del PIB,
sin esconder pasivos, lo que incluye la deuda de estados y municipios, que al
final también son deuda pública. El cálculo del Fondo Monetario Internacional
es de 54%. Y eso a pesar de que de 2015 a 2017 se transfirieron en tres
ocasiones remanentes de operación del Banco de México por casi $600 mil
millones de pesos, remanentes que no existían como flujo, provenientes de
utilidades no realizadas que al apreciarse el peso desaparecieron del balance
del instituto central. El Banco de México se endeudó para poder entregar ese
dinero a Hacienda y evitar los efectos de esa monetización, y cerró con capital
negativo en diciembre de 2017 (Foncerrada, 2018).
Dado el alto endeudamiento y la falta de
disciplina fiscal que sufrimos al reducirse el precio del petróleo, también se
redujo de manera importante la tenencia de valores gubernamentales en manos de
extranjeros e inevitablemente tuvimos una depreciación de al menos 60% de
nuestra moneda en estos seis años. Así, también se provocó una inflación que ha
deteriorado el poder adquisitivo de nuestra población. La encuesta de
ingreso-gasto de los hogares realizada a fines de 2018 mostrará cómo se
incrementó aún más la pobreza por la inflación de 2017; el índice de la canasta
básica en ese año se incrementó 9.6%, lo que equivale a decir que desapareció
el 10% del ingreso de la población. A diciembre de 2018 la inflación no
subyacente, que representa bienes muy cercanos a la bolsa de los mortales, fue
de 8.4% y el índice de precios de los productos que integran la canasta básica
se incrementó 5.56%. Más carencias.
En 2016 las tres calificadoras nos pusieron en
perspectiva negativa y después en estable, gracias al truco de los remanentes
del Banco de México. Hoy tenemos alta inflación, una deuda que está en el
límite de la capacidad de México, el pago de intereses pasó de 7% del
presupuesto a 13% y no hubo inversión. No es posible mantener altos
endeudamientos permanentemente. La administración de Peña Nieto fue desastrosa,
de nuevo, sin eufemismos. Un nuevo período de expansión con deuda, sin
eficacia, y con una aportación del gobierno al PIB negativa. Los nuevos empleos
se dieron en niveles de remuneración de menos de dos salarios mínimos y se
perdieron millones de empleos por arriba de esta cota. Más deterioro del
bienestar y ningún avance en la justicia social.
López Obrador y la justicia social
Va de nuevo, otro intento de justicia social,
ahora con poco espacio fiscal y en un necesario proceso de austeridad. La
posibilidad de endeudarse fue eliminada por Peña y no hay alternativas para
mantener un alto endeudamiento permanentemente, además de que el pago de
intereses se incrementa excesivamente (Krugman, 2017). Por otra parte, la
recaudación adicional de la reforma de 2014 se ha agotado. Sin espacio para
incrementar el gasto y sin incurrir en mayores déficits, López Obrador debe
ajustarse al pequeño espacio que queda, reestructurando el presupuesto,
sacrificando algunos programas para dar lugar a otros y buscar de nuevo esa
justicia social que no se ha logrado, ¿cómo se plantea lograrla?
Se inauguran programas como el de los jóvenes,
la siembra de árboles y el programa de adultos, para crear algún espacio se reducen
sueldos y en general se despiden empleados por la reducción de presupuestos en
las dependencias. El renglón de ajuste son despidos de empleados del gobierno
cuyo único ingreso era su sueldo; no secretarios y subsecretarios —que ya
fueron sustituidos—, sino directores, subdirectores, jefes de departamento y
analistas. Hay argumentos que buscan justificar esos despidos: el exceso de
empleados, mejorar la eficiencia, que en realidad son pocos los despedidos y
que se buscan ahorros. Es difícil estar en desacuerdo si la búsqueda es
eficiencia, pero hay dudas, además de la pérdida de capital humano, que ya
tiene consecuencias, como la provocada escasez de gasolina. ¿Es válido crear
desempleo en una parte de la población —ni siquiera de clase media— para canalizar
recursos a quien, en la informalidad o en niveles menores de ingresos, ha
sobrevivido? No es fácil descartar o desdeñar una política que busca mejorar
los niveles de vida o reducir las carencias de quienes las han vivido, ¿pero es
necesario empobrecer a unos para aliviar a otros? ¿Y si se eliminan empleos, se
cuenta con la certeza jurídica para que se dé la inversión necesaria y se creen
en otro lugar los empleos eliminados?
Las decisiones que se han tomado, más que
mostrar un plan de austeridad racional y fortalecer la certeza jurídica, han
mostrado un camino de acciones precipitadas por la urgencia de mostrar un
cambio, sin medir las consecuencias y franqueando el marco del Derecho, sin
respetar las leyes. No, no se estableció el ambiente para que se crearan otros
empleos que absorban a la gente despedida o a la que ha renunciado frente a la
decisión de reducir sus sueldos. Pareciera que la búsqueda de austeridad no es
sólo una reacción contra ciertos empresarios, cuya miopía sin duda ha sido
históricamente asombrosa, sino también geográfica-política centrada en el
gobierno federal, porque no hay manera de saber lo que sucederá en los
gobiernos estatales, donde también reina una enorme corrupción. La psicología y
los objetivos de las decisiones no parecen claros, porque sin duda se va a
crear cierta pobreza y carencias de algún tipo en estas familias que sufren los
despidos. Y es imposible aceptar que los empleos con niveles de salarios bajos
eran los beneficiarios de la corrupción de los gobiernos anteriores, o de los
socios y aliados de los grupos empresariales en la mira.
¿Se trata ahora de beneficiar, si durara la
política años suficientes para lograr una diferencia, a otros grupos a expensas
de los que apenas sobrevivían? Parece difícil justificar estas medidas que
surgen más de motivos emocionales, cuando no existe una línea base para medir
impactos y consecuencias, para medir ganadores y perdedores. ¿Y la pérdida de
eficiencia provocada por muchos de estos despidos, renuncias de los
experimentados o fuga de cerebros? Hay costos no considerados. ¿Qué tipo de
razonamiento existe? ¿Qué búsqueda de justicia rige estas decisiones? ¿La
justicia como equidad, parecida a la concepción de Rawls, que buscaría el
beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad de acuerdo con uno
de sus principios, pero violando la propuesta de Pareto? Tal vez esto no sería
tan grave si los más afectados fueran de los dos deciles más altos, pero hoy no
es el caso.
¿Rawls, Sen? O ni siquiera, y ¿acaso serán sólo
los sentimientos que resultaron de constatar por años la ignorancia, la
soberbia y la indiferencia de gobiernos y del sector privado? Es probable que
las decisiones que se toman hoy por esta cuarta transformación resulten en
pobreza y carencias de parte de la población, probablemente tan profundas como
las ocasionadas por algunas de las administraciones anteriores. ¿Puede
predecirse lo que va a suceder? ¿De veras la pobreza se reducirá o se
incrementará? Esto de proyectar o calcular lo que sucederá no es una labor
sencilla; predecir es algo que no se logra si no hay una medición anterior y
considerando políticas similares (Tetlock y Garder, 2015). ¿Podremos pensar o
predecir que las políticas hasta hoy diseñadas —pareciera ser que al vapor y
por lo tanto desordenadas— van a fracasar? ¿Esto quiere decir que no hay
solución para resolver carencias y pobreza? ¿Quiere decir que en estas
economías de mercado o de capitalismo democrático no hay solución para lograr
justicia social, como se lo pregunta Streech (2017)? En el socialismo no hubo
solución.
No hay duda de que todos queremos una mejor
calidad de vida y mejores oportunidades para toda la población, sin importar si
la llamamos justicia social o equidad. En otros países la pobreza se ha
reducido, pero como parte de una mayor actividad económica y de mayor empleo. Y
si el incremento en el ingreso de un país no es neutralizado por un
empeoramiento en su distribución, irremediablemente la pobreza se reduce. Y aún
más, si en ese proceso el ingreso se incrementa proporcionalmente más que la
desigualdad, todos se benefician de su mayor actividad e incremento y, por
supuesto, la pobreza se reduce. China es un claro ejemplo, la evidencia y la
teoría también lo sostienen. Kanbur (2001) plantea que el crecimiento, el
incremento o reducción del PIB per cápita y su impacto directo en la pobreza no
son puntos de desacuerdo, ya que hay una clara correlación directa entre las
caídas del PIB per cápita y el incremento de la pobreza. Bourguignon (1996)
concluye que la opinión de que la desigualdad está sobre todo determinada por
el nivel de desarrollo, no está en contradicción con que ésta determine la tasa
de crecimiento.
Tal vez la conclusión más importante es que el
crecimiento económico, si es compartido por todos los niveles de ingreso
proporcionalmente, puede llevar a reducir la pobreza; sin embargo, si el
incremento en el ingreso no se comparte por igual, cambiará su distribución y
el impacto en la reducción de la pobreza también cambiará. Si los principales
beneficiarios del crecimiento son aquellos con los niveles más altos de
ingreso, la reducción de la pobreza puede ser menor. Pero si además hay cambios
en la distribución del ingreso dentro del segmento de pobreza, entonces es
probable que ésta se incremente (Jalilian y Kirkpatrick, 2005; Bourguignon,
2003; Foncerrada, 2010).
Hoy lo que vemos es la reducción del ingreso de
algunos empleados, que ciertamente no están en los tres deciles más altos, una
creación selectiva de desempleo, incremento de transferencias y subsidios, con
una inversión muy dudosa para mejorar temporalmente el ingreso de algunos —tal
vez la política de transferencias para adultos mayores es válida, pues los más
altos índices de carencias siempre corresponden a personas mayores y
solitarias—, pero no es claro que se vaya a incrementar el ingreso permanente
de los jóvenes con el programa de empleos dirigido a ellos, que además será en
números reducidos, porque los mismos jóvenes ya ganan más en la informalidad o
en la ilegalidad. El mayor gasto corriente no sólo no crea crecimiento, sino
que lo ha reducido (Acosta-Ormaechea, S. y Morozumi, A. 2013). Si la
desigualdad entre los pobres —porque no todos son iguales— se incrementa, la
pobreza puede aumentar. Pareciera que el diagnóstico puede tener fallas.
Nuevamente, el camino elegido para lograr la
justicia social no se ve, ni por evidencia ni por mejores prácticas, cerca de
lograrse. La enorme evidencia es suficiente para dudar sobre los posibles
resultados de las acciones de la nueva administración. Los asesores de López
Obrador parecen ignorarla, pero no se vale ignorar la evidencia y menos no
conocerla, sería grave. ¿Con estos razonamientos y esta evidencia, podemos
descalificar las políticas y predecir un gran fracaso? Parece necesario revisar
algunas otras políticas, decisiones y consecuencias de lo que hasta ahora ha
planteado López Obrador.
El presupuesto 2019 y las decisiones recientes
En 2008, en una presentación que hacía el
secretario de Hacienda (en esa época representando a un nuevo gobierno de un partido
que continuaba en el poder), después de un sexenio de disciplina y cierto éxito
en reducción de la pobreza, me pareció que la propuesta presupuestal no se
diferenciaba de las del PRI. A mi pregunta, el secretario argumentó que sí
había diferencias. No pudo demostrarlas. El presupuesto de López Obrador para
2019 tiene algunas diferencias con los de Peña, pero tiene problemas similares:
no hay un plan nacional de infraestructura y, otra vez, contiene una lista de
ocurrencias.
El nuevo régimen ha buscado el espacio fiscal
dentro de los programas existentes. En esta ocasión no es necesario llevar a
cabo los ajustes fuertes de Zedillo y de De la Madrid. En primer lugar, la
reducción actual es mucho menor que la vista en anteriores ocasiones. Pero su
programa de inversión parece destinado al fracaso, no hay un análisis de la
evaluación social —y subrayo social— de los proyectos. Parece más bien una
reducción de gasto corriente en algunos renglones, para incrementarlo en otros,
tal vez para beneficiar a quienes se cree más lo requieren.
En
términos de si hay o no más deuda, por supuesto que hay nuevo endeudamiento, de
2.5% del PIB. Cuando Peña argumentó que no habría deuda lo calificamos de
mentira, de “mentira podrida” para ser exactos. Entonces ¿encontramos algunas
diferencias en el presupuesto con respecto a los anteriores, en principio de
beneficio social?, y en todo caso, ¿éstas sí lograrán mayor justicia social? La
inversión pública no puede resolver por sí sola la pobreza ni el desempleo.
Recordemos que la brecha laboral —la suma de desempleados, subempleados y
disponibles para trabajar— es de 11.4 millones de mexicanos, lo que equivale a
18.4% de la fuerza laboral potencial, esto es la PEA más los habitantes
disponibles para trabajar.1
El énfasis en diferentes programas y sectores es
lo que distingue hasta hoy a la nueva administración, el presupuesto es el
principal instrumento de política económica del gobierno. La pregunta es, ¿por
qué esta política va a lograr la justicia social, cuando no pone el énfasis en
generar la inversión en manufactura, agroindustria y servicios, que son los
sectores en donde se crea empleo?, ¿cómo va a desaparecer la pobreza sin más
empleo?
¿Un país más pequeño y contrahecho?
Lo más probable es que en la administración de
Peña, en todos y cada uno de los proyectos de infraestructura y casi en
cualquier operación haya habido corrupción. No se quedan atrás otros sexenios.
No son sorprendentes, y en todo caso absolutamente plausibles, las medidas que
buscan terminar con ese enorme daño que se le ha hecho al país, y tampoco está
mal que se procure racionalizar el gasto para eliminar el despilfarro. Sin
embargo, los proyectos planteados con desorden y sin estudios técnicos no
tendrán los efectos pretendidos, si éstos son de empleo, justicia social y
menor pobreza, pero pueden despilfarrar recursos ahora especialmente escasos.
Una reducción en los objetivos con respecto al proyecto de modernización del
país corre el enorme peligro de mantenernos pobres, sin los empleos que
requerimos e incluso con una economía que no crezca o lo haga de nuevo a tasas
mínimas.
Tener tres aeropuertos, por ejemplo —con la
dificultad de las conexiones que nos han presentado—, parece un pegote dentro
de otro, algo contrahecho frente a lo eficiente y lo grande. El NAICM se puede
terminar sin corrupción, pero habría que ser racionales para completarlo y
entender su potencial al futuro. El plan nacional de infraestructura de Peña, y
en alguna medida los anteriores, ni siquiera era una lista de proyectos, sino de
ocurrencias. Un plan nacional de infraestructura debería considerar las
necesidades del país a cinco, 10, y 20 años; construir y preparar
estratégicamente la solución de las necesidades de transporte, de redes
eléctricas, de ductos, de fibra óptica, de carreteras y ferrocarriles, que
apuntalen la eficacia y eficiencia que requiere el futuro. La cancelación del
aeropuerto, la construcción de un tren en el istmo que ha sido descalificado
por cualquier análisis de rentabilidad social, una refinería nueva —cuando hay
tanto que hacer en las que existen— y un tren en el sureste sin un estudio
serio de factibilidad e impacto ambiental, no son precisamente componentes
estratégicos de un plan nacional de desarrollo y menos de un plan nacional de
infraestructura.
El peligro es que continuemos manteniendo, o
empeorando, a nuestro país en términos de crecimiento, de modernidad, de
generación de empleos, de pobreza, de justicia social, como un país en retraso,
pequeño y contrahecho. La solución es tomarnos en serio la integración de
nuestra nación a toda América y al mundo, con avances serios en tecnología y
con diseños mexicanos. Eso puede incluir al sureste, sin duda con gran
potencial. Si construyéramos, por ejemplo, un gran centro de algoritmos, de
diseño de software, de apoyo y producción de inteligencia artificial en otras
zonas del sureste, ampliando el esfuerzo que se está dando en Mérida, y
acentuamos el aprendizaje de las matemáticas y del inglés, tendríamos, además
del turismo, una fuente interminable de empleo y enriquecimiento. El sureste
podría ser una zona de vanguardia en el mundo, de bienestar y de altos
ingresos, no de pequeñeces. Hay mil opciones, pero se requiere inversión,
conocimiento y, claro, certeza jurídica.
Al
mismo tiempo, el Estado requiere recursos y una nueva modalidad fiscal, más
inteligente que el simple recurso de subir los impuestos. Hay experiencias muy
exitosas para aumentar la recaudación en 5 y 10 puntos del PIB. Habría que
acelerar los estudios y ver las mejores prácticas internacionales. Hoy por hoy,
no es difícil pronosticar, por las acciones y no tanto por el presupuesto que
algo está intentando, que no habrá el crecimiento que se pretende, ni el
empleo, ni se reducirá la pobreza y menos en el sureste. Corremos el riesgo no
sólo de mantener un México pequeño y contrahecho, sino también de mantener, al
igual que las administraciones anteriores, una población con carencias
crecientes y de volver a posponer, al menos otro sexenio, la justicia
social. EP
1 Suma de desempleo, subempleo y desempleo disfrazado, aquellos no ocupados disponibles para trabajar pero que no buscan activamente un empleo. En conjunto estos datos ofrecen una idea más exacta de la cantidad de puestos de trabajo que necesita la economía.
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