El universo de Salvador Elizondo

eptiembre pasado se presentó en el Palacio de Bellas Artes una exposición que acompañó las celebraciones por los cincuenta años de la publicación de Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo. En ella se podían conocer las fuentes de inspiración del autor para crear uno de los más grandes hitos de la literatura mexicana.

Texto de 23/01/16

eptiembre pasado se presentó en el Palacio de Bellas Artes una exposición que acompañó las celebraciones por los cincuenta años de la publicación de Farabeuf o la crónica de un instante, de Salvador Elizondo. En ella se podían conocer las fuentes de inspiración del autor para crear uno de los más grandes hitos de la literatura mexicana.

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Cuando llegué a Bellas Artes, en medio del gentío que quería acercarse al mitológico Miguel Ángel, la puerta de cristal me dejó ver una sala en penumbra, que me sobrecogió. Pude haberla asociado con un velatorio. Y una vez en el silencio de la sala, del otro lado del barullo de los visitantes a las salas dedicadas al renacentista, me encontré solo ante libros abiertos en anaqueles, textos en los muros y la voz afectada de Elizondo como un rumor que invadía o que venía de los rincones, desde un más allá.

“La belleza no es una cualidad de las cosas, sino un efecto que cada quien subjetivamente percibe”, decía la voz grabada de Elizondo parafraseando a Edgar Allan Poe en La filosofía de la composición. En seguida nos confirmaba que “en este texto de Poe están encerrados todos los preceptos del arte moderno”. Pero, como nos tenía habituados a sus lectores, también citaba en esas grabaciones a Ezra Pound, Stéphane Mallarmé y la manera de pensar de ambos.

En el texto introductorio de la exposición decía de Elizondo que “su obra constituye un canon donde el lenguaje encuentra un espacio de experimentación permanente”. ¿Por qué el lenguaje? Esto me lleva a la interpretación y al ejercicio lingüísticos y creo que no es el caso. La experimentación de Elizondo, sobre todo en Farabeuf, significa una propuesta diferente (sobre todo en México) al tratar a sus protagonistas y a las situaciones diversas en las que los ubica. Tiene un elemento gótico que no se menciona, tal vez por considerarlo menor y no lo es. La talla menor o mayor la da el artista, el novelista o cuentista, no la cosa narrada, un poco subjetivamente. Como señalaba Poe, la belleza no es algo implícito en las cosas sino un efecto que encuentra el espectador o lector, según el caso.

En Farabeuf es posible encontrar la ansiada belleza, pero, con cuidado, no es una belleza ramplona, naturalista o inmediata, no es lo “bonito”, sino la de la eficacia en la proposición literaria, narrativa, de un acto del doctor Farabeuf, que tiene más que ver con lo enigmático de ese instante, que lleva de la vida a la muerte, del conocimiento de la mortalidad de la víctima (y de todos nosotros), de un rito que parece sadomasoquista sobre la entrega de la víctima al victimario, que podría interpretarse como una metáfora del hecho del amor, o hasta de la cópula. La belleza, en Farabeuf, que viene de la propuesta de Elizondo, es una sensación de misterio y de totalidad.

En la parte final de la autobiografía (1966) de Elizondo, este hace mención al misterio de la expresión aludida, que recuerda a la del rostro del supliciado en ese rito de la vieja China, en realidad un castigo público que era una ejecución lenta, ir cortando poco a poco a la víctima que estaba consciente en todo momento, atada a una cruz como una equis, en el que parece confundirse, en medio del suplicio tan atroz, la sensación de dolor y la del placer extremos.

Es ese instante, quizás, en el que la vida se convierte en la muerte casi sin notarse. Lo podemos observar en la fotografía que Elizondo incluyó en su novela, que es, como se ha dicho, el rito de los cien cortes, en la China de los primeros años del siglo xx. Pero Elizondo no se queda en la tradición o la memoria china, una China detrás de la Gran Muralla, en un rito de la crueldad que podríamos no entender (aunque se practica de otras maneras) en nuestra cultura. Tuvo que irse a la China con visos de gran antigüedad y encierro, como un recurso romántico, con el tintineo de las monedas al caer, como fondo, para señalar algún hexagrama del Yi ching: Libro de las mutaciones —que Elizondo introduce en la edición de Wilhem/Malke, de 1969. Porque a Farabeuf no solo la veo gótica, sino también, de algún modo oscuro, romántica. Son conceptos que se unen casi naturalmente.

Cuando apareció Farabeuf, hace cincuenta años, lo que yo admiré en ella fue, desde luego, la posibilidad de acercarse a la otra literatura, la otra novela, porque es una novela, en contra de lo que llegó a creer alguna vez el propio Elizondo. Esa vez dijo que no era una novela, sino un texto. Toda novela, finalmente, es un texto. No se explica una novela fuera del texto. Si está fuera del texto entonces ya es teatro o un filme, televisión u otros medios más actuales. La literatura —la novela— es escrita.

Sin embargo, cuando se dice que su literatura toma elementos de “otros ámbitos”, como el cine, la pintura o la arquitectura, no es muy exacto, aunque se haga mención en Farabeuf de algo parecido: “la elegancia del corte”, “tomar el bisturí como si fuera el arco de un violín”, o: “La fotografía —dijo Farabeuf— es una forma estática de la inmortalidad”. Elizondo “renovó los géneros narrativos”, decía la introducción a la exposición, ya que “estableció analogías entre la escritura ideográfica, la fotografía y la memoria e integró el principio de montaje cinematográfico a su narrativa, desarticulando un suceso en varios planos y yuxtaponiendo diferentes elementos”. Pero, en México, Juan Rulfo ya había publicado Pedro Páramo y se trata de una novela fragmentaria, así como la de Juan José Arreola, La feria, que está hecha también de fragmentos; de otra manera, también Al filo del agua, de Agustín Yáñez, que es de 1947.

Lo anterior de ninguna manera disminuye la eficacia y la originalidad de Farabeuf, en todo caso intento situar mejor a esta novela que, como dije, me enseñó que había otras posibilidades de escribir este género aun en México, que había sido hasta entonces —y creo que lo sigue siendo— un tanto conservador, a pesar de las buenas obras citadas. En ese sentido, Elizondo fue un innovador en México. En Europa y Estados Unidos había corrientes u obras particulares que ya empleaban estas técnicas y que es muy posible que Elizondo las tomara para su escritura aun inconscientemente.

Recuerdo —no sé si lo leí o lo oí en mi paso por el Centro Mexicano de Escritores, donde él era asesor, junto con Rulfo y don Francisco Monterde, en 1970— que no le gustaba que le dijeran que era seguidor de la Nouveau roman en boga en Francia y muchas otras partes, como en México, donde hubo algunas obras con esta presencia. Pero también estaba la referencia de las novelas importantes de Estados Unidos, que Elizondo, me parece, debió conocer en su lengua original.

Ciertamente, en aquella exposición de homenaje a Farabeuf se podía apreciar el proceso que llevó a este autor a concebir su obra, de seguro desde mucho tiempo atrás. Por eso están los libros del verdadero doctor Farabeuf y otros que se referían a la tortura, a la cirugía y aun a la cultura china y su peculiar y antiquísima escritura; por lo menos en un aspecto que podamos recibir en el Occidente.

Se encontraba allí, no podía ser de otro modo, una serie de cinco fotografías de este suplicio chino, de los cien cortes o pedazos, que era impresionante. Elizondo utilizó la cuarta para ilustración esencial de su novela, que era la Leng T’che B3, 1905, en donde aparece el convicto atado y torturado. En esa toma aparecía el convicto, como le llamaron en las cédulas museográficas, al que el verdugo le cortaba la pierna izquierda a la altura de la rodilla.

Lo más importante, como he dicho, era la expresión del supliciado en la que se adivinaba la confusión de la idea del sufrimiento con la del placer intensos. En la exposición fue posible ver otros libros con relación a esta preocupación de Elizondo. Como Confucian Analects, de 1933, traducido e introducido por Ezra Pound; Les larmes d’Eros, de Georges Bataille, 1961; Los caracteres de la escritura china como medio poético, de Ernst Fenollosa y Ezra Pound; y uno del propio doctor Louis Hubert Farabeuf, Manuel opératoire, de 1889 —que según se decía en la exposición, no practicaba la cirugía, pero fue maestro de cirujanos—, entre otros libros.

Con esto último se demostró que lo que empujó a Salvador Elizondo a escribir su Farabeuf fue una interesante inquietud intelectual y artística, en este caso novelística, por más que él dijera que era solo un texto —pero uno narrativo, que nos lleva al concepto del suplicio chino de los cien cortes. 

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HUMBERTO GUZMÁN: su última novela se titula La congregación de los muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán (Universidad de Querétaro / IIM, 2013): histórica, microhistórica, testimonial, periodismo de investigación, auto y biográfica y de reflexión sobre México. Entre sus otras publicaciones destaca Los extraños, que se desarrolla en la Praga de 1968.

DOPSA, S.A. DE C.V