“Un buen día se me ocurrió que un postre podía ser decorado de manera distinta. El resultado maravilló al dueño del hotel, pero no al chef, quien en seguida me amenazó: ‘O lo haces como aparece en el recetario o te vas a lavar trates’.”
El lento aprendizaje de la cocina
“Un buen día se me ocurrió que un postre podía ser decorado de manera distinta. El resultado maravilló al dueño del hotel, pero no al chef, quien en seguida me amenazó: ‘O lo haces como aparece en el recetario o te vas a lavar trates’.”
Texto de Roberto Bernal 23/07/20
Mi primer contacto con los recetarios fue en inglés. No habría sido gran problema salvo porque no conocía una pizca del idioma. Lejos de limitarme o angustiarme, la situación modificó mi manera de relacionarme con los materiales; me obligó, digamos, a poner más atención, a observar con mayor cuidado cada uno de los procedimientos. Es lento el proceso de aprendizaje en la cocina. También es lenta la manera de relacionarse con una receta. Poco a poco me fui enterando, por ejemplo, de cómo actúa el horno, qué transformación tiene cada ingrediente a determinada temperatura.
Bastó con leer otro recetario, en una lengua distinta, para tener que aprenderlo todo de nuevo, para relacionarme con la cocina como si fuera la primera vez. El recetario en la cocina no es un capricho del chef ni tampoco implica un manual inflexible de trabajo. Se percibe en seguida que en él está concentrada toda la experiencia del chef, su posición frente a la cocina, estudios, rechazos, incluso su propia vanidad. Uno apenas advierte cuántos años de trabajo puede implicar un recetario. A mí me bastó la impertinencia para tenerlo claro: un buen día se me ocurrió que un postre podía ser decorado de manera distinta. El resultado maravilló al dueño del hotel, pero no al chef, quien en seguida me amenazó: “O lo haces como aparece en el recetario o te vas a lavar trates”. No existe, me parece, manera más eficaz de enseñarle a un cocinero a no meterse con el trabajo de otro.
Se trabaja con una cantidad infinita de cocineros, pero al final sólo hay dos tipos: los que quieren sacar adelante el trabajo y que exportan las mismas recetas de una cocina a otra, sin variar nunca los procedimientos; y los que desarrollan un lenguaje personal a través de la modificación progresiva de las recetas hasta disolverlas y hacerlas propias. Recuerdo a Adam, muchacho afroamericano que llegó desde Massachusetts a nuestra cocina. Adam tenía el cuerpo tatuado, incluso la cara y la cabeza. Alguna vez le pregunté por sus tatuajes. “Es toda la historia de mi familia, su cronología y nombres”, dijo. De alguna forma Adam imprimía todo el vigor de sus antepasados en la cocina. Sus salsas eran intensas, marcaban la memoria a tal punto que era necesario probar la siguiente para olvidar la que aún permanecía en el paladar. Sus sabores eran claros, bien definidos. Apenas Adam culminaba la elaboración de una salsa, me llamaba. “Prueba esto”, decía. Desde su cara de felicidad yo sospechaba que estaba a punto del hallazgo, de probar lo nuevo.
En el restaurante donde trabajaba entonces tenía como ayudante a un muchacho gringo, entre quince o dieciséis años, que pertenecía a una familia adinerada. No recuerdo qué me inquietaba más del muchacho, si su absoluto silencio, si su sorprendida y atenta mirada en lo que ocurría en la cocina, o el hecho de que ese muchacho “bien” y delicado fuera mi ayudante. Creo que sólo una vez hablé con él sobre su origen. La pregunté qué hacía como lavatrastes si era evidente que tenía dinero. Dijo que quería comenzar como los buenos chefs, desde abajo, y no dudaba —y aquí también sorprendía su absoluta convicción— que en unos diez años llegaría a ser un buen chef. El dinero le daba opciones, claro, incluso la opción de ser romántico. Pero a mí, que no tenía esas posibilidades, me ofendió: yo tenía prisa por aprender, me urgía aclarar ese movimiento difuso que resultaba para mí la línea caliente. Pero no tuve más que ser paciente. Y la paciencia te obliga a observar. Fue de ese modo como me pegué al chef, le serví en todo lo necesario, simulaba el trabajo con tal de observar lo que hacía y cómo lo hacía. De un día para otro, por mero accidente, el subchef descubrió que yo podía preparar los postres que se hacían en nuestra cocina. A partir de ese momento, el chef me nombró jefe de postres. Mi deseo de ser cocinero se materializó en un país en el cual no me sentía a gusto y entre gente que no hablaba mi lengua.
Recuerdo que cierta ocasión le dije al chef que deseaba menos horas de trabajo porque deseaba asistir a la escuela de cocina. Preguntó, sorprendido, para qué demonios iría yo a la escuela. La pregunta me resultó abstracta. “Pues para qué más, para aprender”, dije. Sonrió y dijo que ahí no me ensañarían nada que no supiera, que si realmente quería aprender leyera mucho sobre cocina y que procurara que esas lecturas tuvieran una incidencia sobre mi propio trabajo. De modo que no fui a la escuela. Pero ya antes de eso leía bastante sobre cocina, con verdadera emoción, siempre deslumbrado. La tesis del chef me pareció interesante, aunque en su boca era una completa contradicción. En más de una ocasión llegaron al restaurante muchachos recién titulados. La verdad es que deslumbraban con sus filipinas negras o blancas y con bordados delicados, y con esos maletines cuyo contenido, al abrirlos, daba la impresión de que servía para hacer cualquier cosa menos cocinar. Lo cierto es que el chef se dejaba impresionar fácilmente por esos títulos que costaban al menos cincuenta mil dólares. Los contrataba en seguida. No tengo que narrar lo que sucedía a la hora de los tickets, sino mucho antes, a la hora de la preparación. Un desastre. Esos muchachos no tenían idea de nada. Y si lograban tener lista la línea, el asunto se ponía verdaderamente complicado con los tickets. Bastaban tres de ellos para que esos muchachos se paralizaran. Jamás vi a alguno permanecer más de dos días en el trabajo; otros renunciaban esa misma noche.Al trabajo llegaba una revista a la que el chef estaba subscrito y que todos —al menos en mi turno— leían. En realidad, era un catálogo de ropa, zapatos y cuchillos; el resto de las páginas estaban conformadas por publicidad y diversos artículos sobre cocina. Pero de esa revista recuerdo una lista de los chefs más sobresalientes de Estados Unidos. Debajo de cada foto aparecía una breve semblanza. El dato resultó revelador: ninguno estudió cocina. En cambio, la mayoría había comenzado como lavatrastes, y algunos más lo hicieron en el área fría. Ahora que vivo en México, el dato también parece marcar diferencias vergonzosas, muy lejos de la convulsión y la estridencia que provocan acá los títulos. Es posible, sí, que algunas escuelas estén mermando la creatividad de muchos futuros cocineros, haciéndoles creer que bastan unos cuantos meses para ejercer el oficio de la cocina, sujetándolos, al mismo tiempo, a procedimientos estrictos que hace décadas no han aportado ninguna inventiva en relación con los materiales y las propias herramientas de trabajo. No dudo, al menos en mi caso, que el verdadero acercamiento a la cocina surge a partir de la emoción por lo nuevo, por saber si seremos capaces de renovar todos los recursos que tenemos a la mano. La sensación de innovar: ése es el impulso. EP
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