
En este texto, Antonio Villalpando brinda una clara visión panorámica sobre la aversión generalizada de los gobiernos y de la gente hacia los impuestos.
En este texto, Antonio Villalpando brinda una clara visión panorámica sobre la aversión generalizada de los gobiernos y de la gente hacia los impuestos.
Texto de Antonio Villalpando 03/11/21
En este texto, Antonio Villalpando brinda una clara visión panorámica sobre la aversión generalizada de los gobiernos y de la gente hacia los impuestos.
México lleva toda su vida independiente tratando de arreglar su relación con los impuestos. Un Estado que recauda poco y gasta mal ha sido la regla desde el comienzo hasta hoy. Sin embargo, detrás de este lugar común hay una moraleja más importante: en los últimos años creamos un entorno de baja confianza en el que el tema de los impuestos —el contrato social en plata— es inseparable de una nube tóxica de desconfianza, recelo y prejuicios. La discusión pública sobre la última miscelánea fiscal demuestra por qué es tan importante para nuestro futuro componer esta relación.
Se adjudica a Benjamín Franklin la frase “en este mundo nada es seguro con excepción de la muerte y los impuestos”. La visión romántica de los dineros públicos los relata como causa de revoluciones, motines y movimientos sociales. Es fácil entender por qué: los impuestos son la materialización del contrato social, de ese “acuerdo” que supuestamente todas y todos suscribimos por el simple hecho de nacer en el contexto de cierta comunidad política. No es cosa menor que, por haber nacido en determinado terruño, uno tenga que ceder parte de sus ingresos a una entidad abstracta sin haberlo consentido, sin haber firmado nada, bajo la premisa de que ese dinero se usará para producir bienes de disfrute común. Esta imposición de origen, en teoría, se corrige o se matiza cuando votamos o cuando deliberamos públicamente sobre cómo usar el dinero que se nos retira de la bolsa de manera directa o indirecta, pero obligatoria.
Más allá de esta discusión filosófica, que podríamos sostener durante días sin llegar a nada, se halla la realidad material inmediata. Lo hacendario –que inicia en la fiscalidad y desemboca en el gasto público— es una declaración de principios, prioridades y capacidades: la cuestión sobre quién, cómo y por qué paga determinada cantidad de impuestos es indisociable de la cuestión de para qué se usa ese dinero, y es ahí donde empiezan los problemas en nuestro caso. Ello es tal porque antes de llegar a las discusiones de economía política sobre qué asuntos merecen la suave caricia del presupuesto público, en México ya arrastramos un severo déficit en los estándares de la vida material financiada por el Estado, lo primero que debería resolver la función hacendaria del Estado y sobre lo que, a veces suponemos, no tendría que haber mayor discusión más allá de los detalles técnicos. Son algunos ejemplos: que la mayoría de los mexicanos estamos expuestos a un sistema de salud público con pocos medicamentos, corto en personal y con espacios poco dignificantes; que en 2018, en el siglo de la Cuarta Revolución Industrial y del Internet de las Cosas, en el Valle de México todavía 3.8 millones de personas no tenían acceso a agua potable en sus casas; que en 2019, 1.8 millones de mexicanas y mexicanos no tenían luz eléctrica; y en temas de calidad de la infraestructura urbana, no debemos olvidar que en la ciudad más grande del país una terrible negligencia ocasionó la muerte de 26 personas que viajaban en el metro. Y esos sólo son ejemplos fáciles que están a la mano de cualquier urbanita, pero pregúntese a cientos de comunidades indígenas y pueblos originarios cuánto del presupuesto ven y ya no estarán discutiendo sobre déficits, sino sobre la presencia intermitente del Estado.
Esta realidad material deficiente, negligente y profundamente influida por la estratificación social es, por sí misma, evidencia adecuada para aseverar que el contrato social del dinero está mal hecho: las reglas formales se cumplen a medias y las informales —como el machismo, el clasismo y el racismo— explican mejor lo que se hace con el dinero público que las plataformas políticas votadas. Para añadir sal a la herida, esta realidad material de lo financiado con dinero público es el anfiteatro del indignante espectáculo de la impunidad con la que empresas e individuos —incluyendo altos funcionarios o representantes electos— sencillamente deciden no cumplir con su parte del contrato social, como se ha revelado en escándalos como los Panama papers y los Pandora papers. Este es el ambiente en el que, a la fecha que se escriben estas líneas, hay una miscelánea fiscal en tránsito hacia la Cámara de Diputados que ha sido calificada por la oposición y algunos empresarios como terrorismo fiscal, estribillo que tiene como música de fondo la necedad empíricamente refutada decenas de veces —hasta por el Fondo Monetario Internacional— sobre que los grandes agentes económicos derraman riqueza cuando el Estado deja hacer, deja pasar. Algunas reflexiones que vale la pena leer sobre esta miscelánea para tener una visión de conjunto estriban en torno al financiamiento de las OSC; el registro obligatorio en el RFC para mayores de 18 años; el reemplazo del RIF por un nuevo régimen para pequeños y medianos contribuyentes; el cambio en los criterios para la consolidación fiscal, para enajenar bienes y responsabilidades; y la tasa cero para productos de higiene menstrual.
Cada tema por sí mismo es una declaración política y merece su propio análisis, lo que no es materia de este artículo. Aquí la cuestión de fondo es que una miscelánea o reforma fiscal, especialmente en este contexto de polarización —algunos lo llamarían re-politización o “desvaciamiento” del Estado—, ha expuesto un problema crónico que está carcomiendo los cimientos de esa relación de compromiso forzado que existe entre el Estado mexicano y los contribuyentes: no confiamos en lo que hace el gobierno con los impuestos y tenemos buenas razones para sentirnos así. No estamos paranoicos.
Antes de declararnos en anarquía y tirar el agua de baño con todo y bebé —los impuestos son un mal necesario—, es mejor comprender lo que sucede para intentar componer nuestra relación con la fiscalidad con ideas concretas y sustentadas, con tiros de precisión. Para ello podemos partir del lugar común de la baja recaudación del gobierno mexicano: somos el país de la OCDE que menos recauda en impuestos como proporción del PIB. Que nadie da lo que no tiene es un hecho de la vida, pero este hecho en realidad es el eslabón intermedio en una cadena de factores administrativos y políticos que forman un círculo vicioso, los que tienen que ver con el diseño del sistema tributario y la economía política de México. Podemos resumirlo como: hay poco dinero que se gasta mal, la gente lo resiente y, en consecuencia, cualquiera que promueva una reforma fiscal agresiva se aniquila políticamente. Esto provoca salidas tibias y forzadas para tratar de incrementar la recaudación como la reforma hacendaria de 2013 o la más reciente miscelánea fiscal, cuyas premisas coquetean con el punitivismo fiscal y con nuevas y creativas formas de exfoliar a los contribuyentes cautivos, quienes no siempre son grandes corporaciones. Estas “innovaciones” fiscales son como pintar la tierra en vez de colocar suelo firme.
Este relato, aunque parece una sobresimplificación, tiene tres puntos de inflexión bien documentados sobre los que hay que hablar antes de seguir tratando de reformar el fisco:
Como he descrito anteriormente, las misceláneas y reformas tributarias en México son casas que se construyen sobre la arena. Se implementan a medias o, si tienen buenos comienzos, en el mediano plazo se pierde el efecto y el Estado mexicano sigue experimentando escasez. La forma de salir de esta relación tóxica empieza por reconocer el trabajo que sigue sin hacerse: reformar el arreglo tributario profundo para que la ciudadanía vea sus impuestos en acción, pueda adjudicar responsabilidades correctamente y utilice ese conocimiento para hacer su propio ejercicio de fiscalización no solamente durante las elecciones, sino en el día a día. Esto implica promover la alfabetización hacendaria y descentralizar la recaudación para que la misma autoridad que recolecta los impuestos —especialmente los directos y de base amplia como el ISR— sea la encargada de convertirlos en gasto público. Esto no sólo importa por la evidente necesidad de establecer mejores mecanismos para rendir cuentas, sino también debido a que las personas —los políticos son personas— tienden a ser más responsables con lo que se les “entrega en la mano” que con lo que aparece etiquetado “por ahí”, ello debido a un principio psicológico vinculado con algo llamado “contabilidad mental”. El objetivo debe ser construir una cadena de responsabilidades que vaya desde la alcaldesa que pone un tope hasta las decisiones del gobierno federal sobre construir aeropuertos.
A esta tarea procrastinada durante décadas ahora se añade una nueva encomienda: reconstruir el debate público sobre el uso del dinero público. Hoy en día parece que estamos enfrascados en una contienda de prejuicios: alguien siempre está encolerizado —con mayor o menor justificación— por la idea de que otra persona o grupo social reciba dinero público. Hay quienes enarbolan el discurso falso, simplón y clasista sobre que hay ciudadanos de primera que “producen” y pagan impuestos, mientras que hay otros ciudadanos de segunda que no merecen nada porque, supuestamente, no producen nada. Por su parte, en el otro lado de la cerca hay quienes creen que todo dinero tocado por OSC, por científicas y científicos o por entidades privadas automáticamente es malversado y dedicado a sostener privilegios. ¿Y por qué ocupan estos prejuicios el espacio del debate público? Porque no hay quien tenga la reputación necesaria para conducir la discusión del plano de los valores al plano de las políticas públicas. Ese es el trabajo de la clase política, la que, como dijo el profesor Escalante, nos dedicamos durante décadas a anular.
Reparar nuestra relación tóxica con los impuestos tiene, entonces, dos frentes: arreglar la estructura tributaria intergubernamental y reparar la relación con las personas cuya función social es hablar de las cosas incómodas para que la gente no quede a la deriva de sus prejuicios y aversiones. Lo primero es parte de la solución al problema de que se gasta mal, y ambas cosas son tareas impostergables para que el Estado recaude más. Este puede ser un camino para restaurar el contrato social del dinero que vale la pena discutir. EP
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