El cuerpo de la memoria

[…] el cuerpo del otro también fue el propio. Y lo fue en esa vehemencia por recuperar los cuerpos de quienes no sabíamos si estaban vivos, de quienes permanecían desaparecidos y de quienes yacían sin pulso bajo las edificaciones caídas. En todas estas acciones hubo una continuidad entre los cuerpos, un borrón de la distinción entre el mío y el tuyo.

Sara Uribe

Texto de 19/09/18

[…] el cuerpo del otro también fue el propio. Y lo fue en esa vehemencia por recuperar los cuerpos de quienes no sabíamos si estaban vivos, de quienes permanecían desaparecidos y de quienes yacían sin pulso bajo las edificaciones caídas. En todas estas acciones hubo una continuidad entre los cuerpos, un borrón de la distinción entre el mío y el tuyo.

Sara Uribe

Tiempo de lectura: 8 minutos

El pasado septiembre de 2017 estuvo marcado por los terremotos que azotaron al país la noche del 7 y el mediodía del 19, fecha esta última en que se conmemoraba el sismo de 1985. De esta terrible experiencia, que costó cientos de vidas humanas y cuantiosos daños materiales, ha surgido una mirada colectiva plasmada en documentales y otros registros, como testimonios, levantamientos fotográficos, etcétera. Tres ejemplos de ello son El dolor y la esperanza, de Carlos Mendoza; 19-S: la tierra grita, de Adriana Delgado Ruiz; y 19 de septiembre, de Santiago Arau Pontones y Diego Rabasa.

El dolor y la esperanza, producido por el Canal 6 de Julio y el periódico La Jornada, es un trabajo urgente, fruto del material grabado por fotógrafos y reporteros de ambas instituciones. Se estrenó apenas un mes después de los acontecimientos y fue subido directamente a la plataforma de YouTube. Durante aproximadamente cincuenta minutos, el documental relata los momentos posteriores al sismo del 19 de septiembre, centrando su mirada básicamente en la Ciudad de México (sólo de forma tangencial brinda información de otros poblados, como Jojutla, en Morelos, y el Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca).

Uno de los nervios sensibles de su perspectiva consiste en contrastar numerosos testimonios de la solidaridad civil frente a las narraciones mediáticas, que redujeron el asunto a una cuestión entre víctimas y autoridades. Como si la historia pudiera narrarse sin considerar a los miles de voluntarios que se volcaron a las calles y derrumbes. El director, Carlos Mendoza, pone el dedo en la llaga al recordarnos la necesidad de los medios convencionales de dotar a la tragedia de una presentación similar a la de un espectáculo. Él cuestiona frontalmente ese enfoque. Incluso subraya su teatralidad cuando emplea materiales ajenos, como las imágenes de la transmisión que Televisa hizo desde el Colegio Enrique Rébsamen y el caso de la niña Frida Sofía, que pronto fue desmentido.

Tal vez la postura crítica del director pueda entenderse mejor al tener en cuenta la historia del Canal 6 de Julio, que surgió ante el fraude de las elecciones de 1988 y durante treinta años ha producido documentales guiados por la preocupación social. Su misión, en palabras de Mendoza, es la de menoscabar el monopolio informativo. Las oficinas de la productora independiente están en la colonia Portales, una zona que sufrió derrumbes y afectaciones graves, lo que permitió que, de inmediato, el equipo saliera a las calles, cámara en mano, para documentar la situación.

Por esta razón, el edificio colapsado en la calle de Saratoga, donde perdió la vida la empleada doméstica Candelaria Tovilla, es el más registrado. Y en torno a éste se manifiesta un conflicto esencial: la distancia insalvable entre la sociedad civil, con su urgencia por ayudar, y la pasividad de las autoridades, que quedaron rebasadas y no supieron cómo reaccionar a tiempo. El dolor y la esperanza muestra cómo en el momento en que los funcionarios tomaron las labores de rescate en sus manos, transcurrido un día completo, éstas se detuvieron. Esto despertó la desesperación de los vecinos, quienes estuvieron ayudando desde el primer minuto, lo que terminó tensando el diálogo entre ellos. Los vecinos no creyeron en los discursos de las autoridades, que incluso se contradijeron entre sí: mientras unas afirmaban que ya no existían cuerpos entre los escombros, otras decían que aún quedaban algunos más.

En el momento en que los civiles intentaron negociar para agilizar las labores de rescate, se encontraron con una valla divisoria: de un lado quedaba la urgencia de la gente; del otro, la indiferente actitud de las autoridades. La imagen es muy elocuente. La frontera física ilustra, con suma sobriedad, cómo el diálogo se rompe en cuanto se impone la lógica vertical del mandato. Esta situación transmite la frustración generalizada que la sociedad experimentó en esos días.

Uno de los rasgos valiosos de El dolor y la esperanza es la sensibilidad con la que construye su discurso. Dado que la cámara brinda una posición de poder, se puede documentar una tragedia desde la distancia, como en las transmisiones televisivas, o bien por medio de una aproximación empática, es decir, al mismo nivel de la gente. Esta segunda opción es la que guía al documental de Mendoza, que muestra cuerpos que no suelen aparecer en las historias contadas bajo parámetros espectaculares.

19-S: la tierra grita, de la periodista Adriana Delgado Ruiz, surge desde el polo opuesto: fue presentado en marzo de 2018 como una producción de Televisión Azteca que se transmitió en sus propios canales y plataformas. Cuenta con una manufactura múltiple, pues está hecho con material grabado de diferentes medios de comunicación, como ProcesoEl PaísEl Heraldo y varios más. Además, recaba imágenes de fotógrafos independientes, como el mismo Santiago Arau, videos de la sociedad civil y testimonios de distintos especialistas. Por su enfoque, este documental es básicamente un ejercicio periodístico dedicado a difundir información. Elaborado como un collage, su objetivo principal es responder la pregunta que lanza el narrador: “¿Es inevitable que cientos mueran y que los edificios caigan?”.

El relato parte del hecho histórico de que la Ciudad de México fue fundada sobre una zona lacustre, e intenta construir una argumentación basada en observaciones científicas; muestra el análisis de los suelos de la ciudad valiéndose de gráficas y animaciones con el propósito de explicar eficazmente el comportamiento de las placas tectónicas.

Su principal interés es subrayar el papel de la tecnología frente a los desastres imprevisibles y las catástrofes naturales. Diferentes especialistas exponen cómo se han desarrollado mecanismos para medir y anticipar los terremotos; el más destacado es el sistema de alarmas, que monitorea la brecha sísmica de Guerrero que va desde Acapulco hasta Petatlán. En esa zona no se ha presentado un sismo importante desde 1911, y por esa misma razón los expertos deducen que es muy probable que sea el epicentro de un terremoto en el futuro.

Pero más allá de estos aspectos técnicos, el documental se centra en la pérdida de vidas humanas. ¿Son realmente inevitables las muertes? Marcelo Lago, uno de los expertos entrevistados, afirma que las lecciones del sismo de 1985 no fueron asimiladas por completo. Los terremotos no sólo deben ser vistos desde su dimensión natural. Indudablemente, los aspectos sociales también son determinantes.

Casi todas las voces entrevistadas en el documental de Delgado Ruiz aceptan que la corrupción es la causa principal de los derrumbes y daños materiales que se tradujeron en muertes. No respetar los reglamentos de construcción, los casos de negligencia en la aplicación de normas, las edificaciones irregulares, la extracción indebida de agua del subsuelo y el uso de materiales por debajo de los estándares son otros factores de la tragedia. Esto abre la puerta a una discusión que no es simplemente técnica: ¿cómo deben construirse las viviendas con tecnologías y sistemas que minimicen los riesgos ante futuros sismos?

Uno de los arquitectos entrevistados es tajante al señalar que es necesario un ajuste semántico en la manera en que se transmite la información sobre los decesos por el sismo. Según él, más que hacer el recuento de cadáveres, como si no existiera ninguna responsabilidad por los mismos, los casos deberían reportarse con todas sus letras: “Ahí mataron a diecinueve niños y siete adultos”.

Por su parte, 19 de septiembre, del fotógrafo Santiago Arau Pontones y el cronista Diego Rabasa, es un cortometraje de doce minutos que se estrenó el pasado mayo en el Festival Ambulante. Su columna vertebral es la narración de los principales sucesos de esa trágica jornada, pero con una singularidad: todo es mostrado desde una perspectiva aérea, pues las imágenes fueron tomadas con un dron.

Esta colaboración entre Arau y Rabasa surgió, en realidad, como parte de otro proyecto en común, que consiste en hacer la crónica de la realidad urbana. Y ante los súbitos acontecimientos del 19 de septiembre, recorrieron la Ciudad de México en bicicleta para levantar el registro audiovisual al fragor del caos experimentado.

Es evidente la necesidad por parte de los autores de recrear el ritmo de lo que se vivió durante ese fatídico día. Y para transmitir este efecto establecen un contrapunto entre las imágenes tomadas desde las alturas y el diseño sonoro (bajo la dirección de Christian Giraud). El sonido se estructura con distintos registros, que abarcan lo mismo la actividad de los rescatistas civiles que los testimonios de la desesperación de la gente, el incesante fluir de la ciudad, el llanto de un niño y otros materiales provenientes de archivos de noticieros como Aristegui Noticias, Excélsior TV, Foro TV, MVS Radio y W Radio, entre otros. Y, de forma destacada, se percibe también el tejido de las voces de quienes se encontraban luchando por la supervivencia colectiva, esmerándose por el bien de todos.

Ya que los cuerpos vistos a la distancia por el dron parecen hormigas, la voz se vuelve portadora de la carga emotiva en la narración. La voz es la encargada de reflejar la fuerza de los cuerpos enfrentándose a esa gran tragedia. No deja de ser sumamente conmovedor el instante en el que alguien exclama: “¡Aquí hay niños, aquí hay niños!”. O cuando se alcanza a reconocer la voz de una mujer que, según otras crónicas, estuvo frente a los escombros de un edificio en el que su hermano quedó sepultado hablándole a través de un megáfono durante más de veinte horas para que él supiera que no iba a dejarlo solo.

La intención declarada por los directores de este documental es despertar en el espectador el recuerdo de aquellas emociones. Pero su narración no se limita a dar cuenta de la dimensión emotiva que los sucesos desataron. Es más importante aún entender la mirada ética que conlleva su relato, en especial en lo referente a los límites de sus imágenes. Bajo ninguna circunstancia el dron busca una aproximación excesiva. A diferencia de otros documentos, en éste no hay regodeo en el dolor de las personas ni en las escenas de devastación.

Gracias al desarrollo de la industria fotográfica podemos tener imágenes que describen lo cotidiano desde perspectivas completamente novedosas, y en este caso las panorámicas desde la altura no son simplemente una cuestión de estilo. Esto lo admite el mismo director de fotografía, Santiago Arau, quien reconoce que la virtud de su trabajo radica en la posibilidad de convertirse en un documento histórico. Las imágenes son una exploración del espacio y, al mismo tiempo, muestran la inteligencia y los distintos momentos por los que pasó el cuerpo colectivo, forjado a partir de las circunstancias adversas. Ese cuerpo compuesto por miles de cuerpos que removieron edificios enteros para rescatar a otros. De esta manera, 19 de septiembre hace eco del planteamiento de Dziga Vértov, según el cual en cualquier construcción audiovisual la cámara es la verdadera protagonista.

Más allá de la diversidad de sus enfoques, estos tres documentales ponen en juego un tema fundamental: la construcción de la memoria. En este caso, queda claro que se trata de una creación colectiva, a la cual no podemos renunciar. Por ello, todos los recuentos son necesarios, dado que la memoria también se construye de forma fragmentaria, en un diálogo permanente. Es un espejo que nunca es definitivo, pues va cambiando. Los recuerdos no son sólo la recreación de un momento traumático. Al repetirlos, a través de narraciones y testimonios, se continúa la necesaria construcción de la memoria, a la que se dota de estructura; hacemos que se convierta en una especie de cicatriz que nos permite continuar. Si nos sustraemos de esto, no es posible terminar el duelo, ni recuperar la confianza en esta ciudad. La catástrofe tiene que ser narrada y comprendida por todos, para evitar que vuelva a suceder.

Entre otras tantas consecuencias, el terremoto hizo que toda noción de poder se transformara en su contrario: la sensación de extrema vulnerabilidad. Y provocó, además, al menos durante los primeros días, que la ciudad se viviera desde una profunda horizontalidad. Las urgencias nacían de la empatía y de los dolores comunes.

Por lo mismo, es comprensible que las imágenes tuvieran un papel determinante en este proceso. Eran el pan de cada día: proliferaron los relatos desde los celulares, las redes sociales nos repitieron hazañas anónimas de gente que lo arriesgaba todo, no sólo por familiares o vecinos, sino muchas veces por desconocidos, algo que parece inaudito en un país atravesado por la violencia y el miedo, donde existe la impresión de que los lazos están disueltos.

 Así, el cine cumplió una importante función social. No sólo como una máquina del tiempo para volver al pasado, sino en el presente mismo. Estos documentales nos brindan la posibilidad de repasar otro sendero, donde la memoria personal y la historia se confunden. La creación de la memoria es una manera de resistir frente al presente y de prepararse para los acontecimientos por venir.

En realidad, ninguno de los tres documentales tiene un cierre propiamente dicho. Por el hecho de que los acontecimientos no han terminado del todo, hay un trabajo de ficción en la necesidad de concluirlos. Queda implícito, en su discurso, que hay una parte que no está en la película, que existe un día siguiente, lo cual los vuelve aún más necesarios. Por último, vale la pena recordar una idea de Bill Nichols. Según él, “la muerte es el tema subyacente de la mayoría de los documentales”. Aunque no sea su tema específico, los documentales siempre muestran la fragilidad de los actores sociales, así como las formas en que las instituciones, prácticas, creencias y valores de un momento histórico afectan nuestra concepción de esa fragilidad.

Precisamente, los documentales citados muestran de modo contundente la relación entre los cuerpos enfrentados a la mortalidad y las instituciones y esferas que debieron resguardarlos. Y por ello nos conducen a un punto donde no podemos tomar distancia frente a sus imágenes, que nos llaman a la empatía y vuelven a afectarnos. De acuerdo con Jennifer Barker, “la empatía entre el cuerpo de la película y el del espectador es tan profunda que podemos sentir el primero en el segundo, vivir indirectamente a través de él y experimentar sus movimientos”.

Cerrar los ojos frente a lo que nos muestran estos tres documentales no sería apartarse, simplemente, de un discurso visual más, de otra de tantas imágenes como las que inundan a nuestro mundo cotidiano. Por el contrario, sería negar al mundo mismo. A nuestra responsabilidad ante el dolor de los otros. EP

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