En 2017, empezamos a fotografiar la ciudad en la que crecimos. Sin el rigor de un proyecto, aprovechábamos nuestro tiempo libre, los recorridos diarios al trabajo o los fines de semana para jugar con las fachadas, las calles y lo que la luz de cierta hora del día hacía con ellas. Se trataba de una tarea exploratoria, pura curiosidad que no tenía ningún fin más que tratar de comprender nuestro tiempo. O ni siquiera eso: queríamos sacar fotos. Nada más. Unos años después, durante el encierro, volvimos a los negativos: no sólo nosotros habíamos cambiado, sino que ahora teníamos un registro de cómo la ciudad había ido mutando y nosotros con ella. Entonces se volvió una tarea consciente: queríamos apresar esos lugares con la mano antes de que cambiaran, queríamos traducir la decadencia, entenderla; queríamos entender nuestra propia compulsión, esa que siempre nos arrastraba inevitablemente al polvo y a las escaleras de caracol.
Cuando nos mudamos a Nueva York en 2022, empezamos a ver esa ciudad a la distancia: desprovista de todas sus cualidades, se volvió una especie de mito suspendido entre dos tiempos, un bloque de hielo como derritiéndose todo el tiempo, sin nunca llegar a desaparecer.
Todos estos lugares están vistos desde la distancia, desde ese punto en que los lugares se vuelven sólo ideas constantes, desordenadas, que se mecen invariablemente en la memoria.
El pasado 14 de abril inauguramos, en el Gala Art Center de Queens, nuestra primera exhibición fotográfica en la ciudad de Nueva York. Estas son las fotos que conforman la muestra. EP