Nuevas órbitas: doce conversaciones con fotógrafos emergentes | La luz errante (o ensayo breve sobre las cuadrículas

La doceava y última entrega de Nuevas órbitas: doce conversaciones con fotógrafos emergentes termina con este ensayo breve del autor y un extracto de su serie fotográfica 8 Oriente.

Galería de  06/11/23

Tiempo de lectura: 6 minutos

En la frontera finísima que hay entre el silencio y la ignorancia, se originan todas las preguntas: hacemos lo que hacemos, decimos lo que decimos, pero siempre hay algo que lo rompe todo.Y mientras me debato entre no saber qué decir o no saber cómo empezar, vuelvo siempre a esa visión que insiste en ser pregunta.

El estruendo de los microbuses invisibles, un perro que mea un bloque de hielo. Nadie más que yo en la 4 Sur mientras camino al centro, como todas las mañanas. Mi vida, sospecho, está regida por cuadrículas o líneas rectas que eventualmente hacen cuadrados y más cuadrados, líneas ineludibles nombradas con números, sucedidas por puntos cardinales: 4 Sur, 20 Sur, 2 Sur, 8 Oriente, 3 Poniente.

Puebla es un cuadrado dentro de otro cuadrado que se consume a sí mismo.

En dos meses más, cuando María y yo estemos llorando en un bar de la Primera avenida y la Séptima, en el East Village, víctimas de la especulación inmobiliaria y del baño helado de la realidad, me daré cuenta de que Nueva York es también una cuadrícula con números y puntos cardinales que se consume a sí misma (y nosotros ahí, en medio de ella).

Pero nada de eso, ni las bolsas de basura, ni el llanto de los bares, ni Broome Street, ni Allen Frame, ni la ensalada de papas, ni el final de la amistad, ni la prensa francesa, ni las ratas roba-chanclas, ni mi pedazo personal de río Hudson, ni Francesca, nuestra orquídea, nada de eso, absolutamente nada de eso existe aún: hoy sólo voy por la 4 Sur camino a la tienda. Hoy todo es una ecuación muy sencilla que se resuelve sola:

Nueva York no existe todavía.

***

Llegar a la 8 Oriente, después de atravesar esta cuadrícula numerada, significa el final de un trance: veinte calles de sol, voceadores y perros callejeros.

Abro el zaguán del 208 con una llave que, al igual que mi autoridad en el negocio familiar, sólo me ha sido heredada. Y no pasan más de diez minutos cuando Omar y Pepe, dos niños que ayudan a su mamá a vender pan dulce y café todas las mañanas antes de ir a la primaria ‘Himno Nacional’, llegan saltando y se trepan al mostrador de la tienda para abrazarme. Pepe no habla mucho todavía, tiene seis años, pero Omar, que tiene diez, me pregunta muchas cosas que yo le contesto como lo haría un hermano mayor, mientras me da un colorado en una bolsa de polipapel.

Más tarde, cuando mi turno acabe, pasaré a despedirme de ellos a su patio en el 215 (junto a la Taquería Mocambo), y mientras Fabi, su mamá, esté detrás de una nube de humo asando bisteces, le avisaré a Omar, después de pensarlo mucho, que en dos meses me voy a ir y que no sé cuándo voy a regresar, pero que no esté triste. Omar sólo me preguntará si en Nueva York, además de edificios hay cámaras como la mía, y le diré que sí, que seguro hay muchas más, mientras Pepe, que no sabe lo que estoy diciendo, juega con una cubeta amarilla y un chorro de agua débil pero incesante, que escurre por las líneas rotas que forman las lajas del piso.

En ese momento no existe el termo azul con una dibujo de la Estatua de la Libertad que Omar me regalará antes de irme; no existe, tampoco —ni siquiera en la suposición—  esa foto en la que él y Pepe estarán callados, sentados en su escalera de caracol, contemplando el espacio, inconscientes de su infancia pero no de su tiempo y que colgará de una pared monstruosa y blanca en el museo del ICP el siguiente año.

Toda esta idea de las cuadrículas y los hombres-isla que me quemará dentro de un tiempo, no existe aún. Ahora todo lo que hay en mi vida es esto y un rayo de sol que abraza el humo del comal, y que llega hasta el zaguán naranja, insistiendo en ser mirado.

Entonces regreso a casa, transcurriendo, haciendo figuras en una cuadrícula, caminando de lado a lado, pero siempre en ángulos rectos, sin diagonales: soy presa y virtud de mis propios mapas.

***

Cuando empecé a escribir Nuevas Órbitas a principio de este año, hice lo que para mí era obvio: escribir sobre doce fotógrafos con los que compartía la mayor parte del tiempo y que habían llegado de la misma forma a la misma ciudad que yo. Y conforme iban pasando los meses entendía que en realidad todo lo que les preguntaba a ellos me lo estaba preguntando a mí: ¿por qué te fuiste?, ¿por qué viniste aquí?

Cuando llegó el momento de hablar sobre mi propia Órbita, la pregunta inevitablemente se perdía detrás de una nube de humo y sol muy parecida a la del patio de Omar. Entonces tuve que volver, disecar mis propias visiones. ¿No es eso lo que hace un fotógrafo/escritor?, ¿no es eso lo que habita en esa diagonal que separa mis dos mundos y que presume dividirlo todo tan diplomáticamente?

La respuesta fue una pregunta mayor que vino a reordenarlo todo:

Durante siete años trabajé en la tienda familiar durante 8 horas diarias sin saber que arriba de mí, en el tercer piso, vivía intacta la casa de mi abuela, a la que no había entrado hace veinte años.

Tendría que ocurrir Nueva York, pasar Nueva York, tenía que llorar en un bar y admirar las corrientes contradictorias del East River para saber que debía volver y revisar lo que había ahí, en ese tercer piso. Y sólo fue cuando me reencontré con el universo indeleble de la 8 Oriente que pude darme cuenta de que entre el 208 y el 215 no había diferencia alguna, en realidad todo estaba entrelazado como las líneas en una cuadrícula: el patio de Omar y Pepe también era el mío; la casa empolvada de mi abuela era también esa casa en ruinas en la que ellos pasan la mayor parte de su tiempo.

Volver es también observarlo todo detenidamente.

Hoy termino esta serie de conversaciones y no sé en qué punto de mi propio mapa estoy; lo único que tengo por seguro que es que nada de lo que mañana será esencial, existe aún. Sigo caminando entonces, atravesando la cuadrícula, mi cuadrícula, por una calle con estruendos invisibles, tierra suspendida y un perro que mea un bloque de hielo que alguien dejó a su suerte. EP

DOPSA, S.A. DE C.V