Teresa Velázquez: Instrumental de la mirada

Galería de la artista del mes de octubre de 2021: Teresa Velázquez:

Galería de  10/11/21

Tiempo de lectura: 26 minutos

Instrumental de la mirada

Marina Azahua

El primer humano que vio la primera foto…

debió creer que se trataba de una pintura:

el mismo marco, la misma perspectiva. 

Roland Barthes

I

Ocultos en cuevas, inmersos en oscuridad, corren animales de ceniza. Trazados por cuerpos humanos que dejaron de respirar hace milenios, los seres que habitan las pinturas rupestres son ejemplo de un proceso sencillo pero fundacional: la metamorfosis del mundo con miras a la creación. Una rama deja de ser rama cuando una mano la arroja al fuego, la transforma en brasa y le da un nuevo uso como carboncillo. La rama entonces deja de ser rama y se vuelve otra cosa. Se vuelve lápiz, pigmento, crayón, revelando que el dibujo y la pintura son procesos transformativos que representan, a la par que apuntan hacia la herramienta misma empleada en el acto de representar. Tomar un objeto y convertirlo en instrumento, transmutar su función —o su original carencia de función— es transformar la materia a través de su uso. Convertida en artefacto —cambio inevitable tras el reposicionamiento de la rama en la mano humana— la materialidad se vuelve testimonio de una metamorfosis, de un giro que devela nuevas formas de mirar. La huella que deja el accionar de la herramienta sobre la cueva, el metal, el lienzo, permanece como testimonio de la metamorfosis, del acto a través del cual se aborda el mundo con miras a trasladarlo, renombrarlo, traducirlo. 

La pintura se encuentra inexorablemente ligada a las herramientas que la hacen posible. En su forma final, el diálogo del instrumento con el mundo genera no sólo un acto de representación, sino que transmuta el medio que hace posible a la imagen misma. El proyecto pictórico de Teresa Velázquez constituye un transitar de casi cuatro décadas vivido entre las múltiples posibilidades de una diversa colección de herramientas, aun cuando el resultado se encuentra fundamentalmente materializado en la pintura. El accionar de este diverso instrumental —en el sentido orquestal de la composición musical, más que en el sentido quirúrgico— ha sido una constante a lo largo de su trayectoria. Desde los ejercicios más abstractos de la primera etapa de su proyecto —donde la marca del rodillo indica el paso del instrumento sobre la pintura y el pigmento deja su trazo concretado sobre la superficie— hasta la etapa más reciente de su ejercicio —donde se evidencia el diálogo de la pintura con una variedad de medios alternativos donde la cámara fotográfica es protagonista—, la práctica de Velázquez narra la historia de una interacción pausada y paciente con un amplio instrumental de la vista.

Al pigmento, entendido como instrumento, le siguen pincel, rodillo, espátula, lienzo, madera —todos elementos que conducen a un retorno hacia lo matérico de la pintura—. Pero este instrumental se concreta también en una caja de herramientas poblada por gesto, cámara, telescopio, scanner, fotografía, computadora, fotocopiadora. Se trata de un catálogo de lo multimediático, a través del cual la artista deambula alrededor de una interacción tangible con ese instrumento primigenio de la visión que es el ojo. El conglomerado diverso de este proyecto resulta un catálogo pormenorizado del instrumental de medios que intervienen en el proceso de la creación. Nos enfrentamos entonces a un proyecto plástico singular que contribuye a romper el paradigma de la pintura como el cohabitar exclusivo de pigmento y superficie.

En estos linderos habita no sólo un instrumental diverso de medios y herramientas, sino el estudio minucioso de la historia del arte, una reflexión profunda sobre las fronteras de la pintura como expresión artística, escenas de la mente, sucesos de vida, evocaciones teóricas articuladas con el ejercicio literario, la experiencia personal de una lectora voraz, reflexiones profundas sobre la multiplicidad de la vivencia humana, la historia de la estética —en conjunción se trata de una reflexión filosófica en torno a los límites y posibilidades del acto mismo de la representación. En la obra de Velázquez se encuentra el Fausto de Goethe, su teoría del color, el tema insoslayable de las religiones humanas, reflexiones en torno a las posibilidades de la representación del individuo, una exploración sobre los límites y definiciones del autorretrato, la reelaboración del concepto de retrato colectivo de familia, así como un trabajo complejo en torno al duelo, la muerte, la idea del vacío y el infinito emparejados al fin. Se trata de una obra polimediática que se derrama y extiende más allá de los parámetros técnicos de la pintura. 

En el compendio de pinturas que se nos presenta como corpus todo acto de la mirada es el resultado de una serie de filtros. La potencia de la experimentación con las capas múltiples de lo que somos capaces —o no— de percibir y representar, comienza a llegar al límite en una serie de pinturas desarrollada en una etapa temprana y clave de la trayectoria de Velázquez. Se trata de una serie de piezas donde el negro se vuelve tema central. Homenaje directo a Ad Reinhardt, la serie explora los límites de la representación y muestra cómo la pintura construye espacios de visión que se pueden percibir, en su complejidad total, únicamente en carne viva. Reproducir fotográficamente esa serie de piezas es un proyecto cercano al absurdo. Ejemplo de ello es Magenta inédita [Acrílico sobre tela, 1993], donde la verdadera imposibilidad de reproducir fotográficamente la obra se vuelve ya un comentario sobre los límites de la reproducibilidad técnica y las posibilidades de la transmisión de la experiencia estética. Cual denuncia que indica la importancia de observar cualquier pintura en vivo, dada la importancia crucial de la presencia física del cuerpo ante la obra, esta serie indica que al estar frente a un cuadro no se observa tan sólo la imagen de lo representado. Es el trazo mismo del proceso lo que se mira. La esencia matérica de la pieza informa fundamentalmente a la experiencia de la percepción. El efecto colateral de explorar los límites de la representación, el acercamiento a la oscuridad como tropo —una constante desde los inicios hasta las etapas más recientes del trabajo de Velázquez— se aterriza en la elaboración de una serie de pinturas imposibles de reproducir, pues no hay forma de replicar la experiencia de percibirlas en vivo.

La velación intrínseca de toda experiencia de la mirada queda así al descubierto: los filtros de la vista forman parte de las múltiples capas del ejercicio de observación. Estos cuadros son todo, menos cuadros negros. Y a la vez, son absolutamente eso: cuadros negros. Mientras más se les observa, más capas se develan, más tonalidades se distinguen, y la idea misma del negro se vuelve imposible. Podría existir un sin número de reproducciones fotográficas de estos cuadros; cada una sería absolutamente distinta a la anterior, pues cada contexto de iluminación nos cedería una versión diferente del mismo cuadro. Lo que esta serie ofrece es una experiencia de visionado donde el observador se pregunta si acaso lo que se mira existe realmente en el mundo, o si será tan sólo una replicación de lo que yace dentro de su mente —quizás todo es simplemente un truco del ojo que busca encontrar algo que mirar.

El acercamiento más reciente en la obra de Velázquez a la fotografía y la copia fiel pareciera el polo opuesto de esa etapa cuyo resultado son los “cuadros negros”, pero es en realidad la continuación de una conversación sobre los límites de la representación. El papel fundamental que juega la filosofía en la obra de Velázquez es ineludible. Se trata de un proyecto afincado desde hace tiempo en lo teórico enlazado a la experimentación empírica de la realidad. Teoría y praxis se integran en un movimiento dual entre universo y pintura, donde lo aparentemente explicitado aloja lo oculto, mientras que la oscuridad detona visiones incontrolables a partir de una nulidad que resulta sólo aparente. 

En la etapa más reciente de su práctica, donde se utiliza explícitamente a la fotografía como una herramienta fundamental del proceso pictórico, la copia exacta no reproduce el mundo, más bien construye un espacio donde habita algo nuevo. Centrado en el ejercicio de replicación, emulando la función aparentemente sencilla de la cámara, el uso de la fotografía como fuente de la pintura conduce a una pérdida inevitable de elementos —tanto como cualquier ejercicio de abstracción. La serie de piezas vinculadas a la cámara, observada en proporción a ejercicios anteriores de abstracción, parece decirnos que no por el hecho de que podamos ver todo de manera aparentemente nítida, entendemos más. Los límites y posibilidades de la reproducibilidad técnica se convierten en un instrumento más de un proyecto filosófico que se concreta en la pintura, y el mensaje que resuena indica que los huecos que se abren paso a través de la inexactitud están siempre habitados. Habitados por cuestionamientos, ante todo. 

¿Será que ahora todo está más claro? ¿Es la cámara el triunfo de la nitidez? ¿O será lo perceptible incluso más opaco que lo invisible? Tal es el lazo que une el proyecto de los “cuadros negros” con la etapa más reciente de la obra de Velázquez, donde en un ejercicio de engañoso copismo se dinamitan los lindes de lo visible, construyendo un espacio donde lo nítido se problematiza a través de la replicación de lo real en términos de lo captado por la cámara. Las rutas de la duda conducen a resquicios donde habitan breves destellos de luz, pero donde también se reconoce la oscuridad de las respuestas recibidas. En los “cuadros negros”, donde reina la negrura aparentemente pura y puesta en crisis a través del acto de observación, el ojo humano inevitablemente buscará significado. En paralelo, en la obra vinculada a la fotografía, a mayor nitidez se detona con mayor fuerza la resistencia ante ciertas formas de la opacidad. 

II

Al interior de una cabaña se proyecta el mundo exterior a través de listones de luz. Los maderos de los oscuros de las ventanas son imperfectos, aunque compactos. Afuera se inaugura el día. El sol, transformado en líneas delgadas, irrumpe a través de huecos en la veta de la madera convirtiéndolos en mirillas minúsculas. A través de estos pequeños puntos de quiebre, el exterior se proyecta sobre el muro interior de la cabaña. Un truco de magia, de luz, observado por jóvenes que despiertan y miran el mundo de afuera —invertido— esbozado sobre la pared. Árboles, vacas, seres y nubes se desplazan de cabeza en un juego idéntico al del ojo que recibe una imagen confiando en que el cerebro la invertirá para darle sentido. Aquellos esquemas que aprendimos a interpretar en la escuela vienen a la mente: un árbol; unas líneas rectas que se cruzan al centro formando dos triángulos; un ojo que recibe al árbol de cabeza; un cerebro que lo invierte; un árbol de pie, reconstruido al interior de la mente. Los árboles de afuera ahora se bambolean con el viento dentro de la cabaña, pero el paso de la inversión no se ha llevado a cabo. El truco del cerebro no se completa y las raíces de los árboles que afuera se plantan en la tierra aquí se encuentran todavía en el cielo. Lo que los jóvenes observan son los efectos de una cámara oscura, ese instrumento fundacional de la historia de la pintura occidental. La escena es un recordatorio ineludible de que la cámara nació como auxiliar de la pintura, y quizás no ha dejado de serlo desde entonces.

En el ojo, instrumento primigenio al servicio de la creación visual, se lleva a cabo un procedimiento un tanto artificial, donde se transforma el mundo en dato interpretativo, fracción de una totalidad que se reconstruye al interior del cerebro como mirada absoluta. Al utilizar la imagen fotográfica como fuente, el trabajo más reciente de Teresa Velázquez explora las dimensiones de la imagen como forma de dato, de acumulación de elementos que en conjunto construyen representación unificada. El uso de la cámara, como parte del instrumental a la disposición de la artista, responde a la continuidad lógica de un proyecto vinculado al transitar constante sobre los límites de la posibilidad de representación de lo real. 

El ejercicio de traslación del dato fotográfico a la pintura se detonó con Baobab [grabado, 2002], pieza crucial del corpus de la obra de Velázquez, no sólo por la particularidad de ser uno de los pocos grabados incluidos en su trayectoria, sino por ser una de las primeras piezas que se vincula con una fotografía. Se dibuja así una trayectoria, desde ese primer resultado abstracto de traslación de dato fotográfico a pieza pictórica, hasta los esfuerzos más recientes donde la traducción de fotografía en pintura se acerca a la copia fiel. El efecto es una exploración de las consecuencias de la traslación aparentemente exacta y las marcas que este procedimiento deja sobre la percepción. ¿Qué revela una pintura que parece fotografía, qué una fotografía que parece pintura? En Baobab el dato permanece, subvertido, pero reside en el fondo, transformando la imagen del árbol y su sombra, convirtiéndolo en aparición fantasmagórica que alude a una pregunta: ¿qué se pierde y qué se gana en el proceso de traslación entre dato real y representación? La tensión entre la realidad y su emulación se posiciona como un proceso de traducción donde lo inexacto se convierte en fuente de significados. 

Una pieza anterior a Baobab, sin embargo, predecía ya una preocupación futura con la fotografía que tardaría aún varios años en materializarse del todo. Dentro de la serie de piezas —pinturas, una fotografía, un grabado y una transparencia— desarrolladas en torno al Fausto de Goethe, se encuentra una imagen titulada En el calabozo (13 arquetipos poéticos del Fausto de Goethe) [fotografía, 2000]. Esta pieza —que rompe con la constante de pinturas y se inserta en el género fotográfico— parece todo menos el resultado del trabajo de la cámara. Es la única fotografía en el corpus de la artista, y se trata de una fotografía que podría ser pintura, pero que no lo es, tanto como las obras más recientes de Velázquez son pinturas que podrían ser fotografías. Fotografía que se disfraza de pintura, simulando algo que no es —la pieza indica las posibilidades de lo que podría ser a través de la percepción, pero que deja de ser en la concreción. Esta pieza es crucial también en tanto que se lee como un augurio de una preocupación futura de la artista por el tema de la muerte, el cual se desarrollará, lógicamente, a la par de una interacción cada vez mayor con la capacidad de la cámara para congelar el tiempo.

La yuxtaposición productiva entre fotografía y pintura, como instrumento y pieza, fuente y resultado, detona un sinfín de posibilidades. El sometimiento de la realidad al proceder de la máquina, a la par de su subsecuente resignificación a través de la pintura, convierte al mundo percibido en una extensión del procedimiento de observación. La cámara se establece como prótesis del ojo. La dictadura del aparato remite al reino de la subjetividad de la mirada de la máquina. En las piezas recientes de Velázquez resulta difícil distinguir si es la fotografía como instrumento, o la pintura como resultado, lo que nos conduce a observar de una manera más exacta, distinta, tal vez más fidedigna, más precisa. No se pretende una exploración de la imagen derivada del proceder fotográfico, sino de una exploración del proceso que hace posible la reconstrucción de esa imagen. Reformulando la imagen elaborada por Roland Barthes, se trata del instante cuando la fotografía, entendida como un vidrio a través del cual se observa el paisaje, deja de ser el paisaje visto cuando el vidrio se empaña, delatándose así la materialidad de la fotografía como objeto en sí. El resultado del proceder del acto de la pintura, la replicación del dato fotográfico, la minuciosamente elaborada emulación del color preciso y del detalle exacto, se convierten en la interpretación de aquello que proporciona la cámara como aliada y enemiga a la vez, extensión e interrogante de las capacidades del ojo. 

En la curva que marca la transición entre estilos dentro del proyecto pictórico de Velázquez, se describe una constante: el afán por acercarse a los límites de la posibilidad de la mirada. Y al hacerlo, cuestionar su precisión. ¿Será que por emular la exactitud de lo representado nos acercamos a la verdad? ¿O será que nos distanciamos? La fotografía como prótesis sirve para observar más allá de lo que vemos, para registrar lo que el ojo es incapaz de alcanzar a ver, la curva exacta de una onda de agua, como sucede de forma nítida en Mar [óleo sobre madera, 2011] y de manera abstracta en Entropía [óleo sobre madera, 2006]. Se elabora entonces un tratamiento en torno a la superficie, sobre las posibilidades de la intromisión en lo impenetrable. La pintura se convierte en una piel que se amolda, que no se permite perforar —una membrana sujeta a romperse, siempre a punto de quebrarse, pero congelada en su tersura frágil.

La máquina fotográfica obliga a la vista a mirar de otro modo. Revela que la pintura reconoce con mayor inmediatez algo que la fotografía no concede tan fácilmente: el hecho de que lo representado está lejos de ser lo real. El trazo que deja la supuesta exactitud de la mirada fotográfica no constituye la replicación del mundo. Y en el aparente, aunque debatible, hiperrealismo resultante queda la marca de la herramienta —la cámara—, dejando registro de su paso dentro del proceso creativo. Las marcas de la cámara como instrumento se vuelven el equivalente del trazo que dejan las cerdas de la brocha del pincel, o las marcas del rodillo que delatan la interacción de la materia de la pintura con el instrumento elegido. Toda interacción con una herramienta es una relación de ida y vuelta, una calle de doble sentido. En el caso de la cámara, la máquina mira el mundo y al reproducir aquello que la máquina ha visto, la mirada particular de la máquina mira de vuelta tanto a la artista como al espectador. 

III

La mano es lenta pero el ojo es rápido, casi tanto como la cámara; o eso creemos. A través del uso de la fotografía como elemento central del proceder pictórico, en la etapa más reciente de la producción de Velázquez la cámara se ha convertido en un instrumento mediador de una discrepancia entre velocidades. En el plasmar de una imagen, en cada trazo, queda implícito el movimiento congelado de la mirada. Al asentar los efectos de la marca de la fotografía como herramienta se plasman también los rastros de las limitaciones mismas de la representación. La cámara congela para permitirle a la pintura reapropiarse del avance del tiempo, domarlo y redistribuirlo para mostrarnos atisbos del proceder de su avance. El tiempo es pues uno de los materiales fundamentales con los que trabaja Velázquez—forma parte imprescindible del instrumental a disposición de la artista. 

Cada pieza es enunciación del proceder del tiempo, donde se explicita lo que se escapa de la vista al anunciar los detalles del mundo a través de la pausa, del congelamiento —aliado fundamental de la cámara como herramienta. El resultado es un alentamiento de la mirada, elaborado a la par de un comentario sobre el paso del tiempo. La cámara se vuelve fundamental, pues se convierte en la única manera de desacelerar al mundo para lograr abrazar el dato con precisión. El proceder de la observación se calma, irónicamente, en una época donde la reproducibilidad de la imagen hace todo menos provocar sosiego. El resultado es un retorno a la serenidad de la contemplación. Se trata de una reaprehensión de lo ya visto, para lograr observar de manera distinta. La pintura se convierte en una expansión del tiempo de la fotografía. Donde la fotografía toma un segundo, la pintura retrasa el proceso de representación para abarcar un tiempo aparentemente más cercano a lo real. 

De la misma forma en que resulta imposible determinar a qué género de la literatura pertenecen ciertos textos literarios, resulta imposible y quizás irrelevante definir los límites estilísticos de la pintura de Velázquez. La trayectoria de su proyecto pictórico resulta tan diversa, ha tocado nodos y formatos tan heterogéneos, que parece conscientemente alejarse de la búsqueda de un estilo particular, abalanzándose, en cambio, sobre el intento perpetuo como posibilidad. Leo en la heterogeneidad de su proyecto un impulso ensayístico, puesto que cada pieza forma parte de un proyecto mayor donde el intento es el elemento central de la práctica. ¿Qué se intenta? Se experimenta con plasmar una duda, una pregunta, a la par de posibilidades múltiples de respuesta que conducen a nuevas preguntas —algunas de ellas útiles; otras, callejones sin salida cuyo muro final también tendrá algo que decir. En la pintura de Velázquez se revelan espacios de duda establecidos en los límites explicitados de la reproducibilidad.

El papel del hueco y el abismo, como tropo continuo a lo largo del proyecto de Velázquez, tiene un protagonismo central. Los agujeros, los hoyos, la imagen del cilindro perforado, de la oscuridad insondable, parecen tener una relación directa con la puesta en abismo. Una de las piezas más recientes de Velázquez, Yo, el árbol [óleo sobre madera, 2015], retrata a un ahuehuete caído en el Bosque de Chapultepec. El contraste entre la nitidez figurativa del entorno del árbol convive con la oscuridad del vientre del árbol, oscurecido por el contraste con la luz exterior. Un árbol cae y en su centro habita la negrura. El fin y el principio se unen a través de la imposibilidad de la vista. En un mismo espacio conviven la abstracción de la serie de los “cuadros negros” y los huecos y agujeros de piezas como El Cielo y la Tierra [óleo sobre madera, 2003], Quasi stella matutina [tinta china, lápiz y carbón sobre madera, 2004], Lugar en el centro del paisaje [óleo sobre madera, 2006], Omweg [óleo sobre madera, 2010], Pléyades [tinta china-temple sobre madera, 2010] y Cuestión de tiempo [óleo sobre madera, 2010]. La traslación exacta del dato fotográfico se enfrente y contrasta con la oscuridad como constante. En Yo, el árbol un mismo cuadro yuxtapone el abismo de lo imperceptible, la hondura de la oscuridad y la nitidez de lo real. 

El dato y la oscuridad, los huecos insondables y los abismos, enuncian la distancia inevitable entre el dato y lo real, entre lo percibido y lo impenetrable. El vacío, agujero siempre potencial que irrumpe en la superficie, se reitera. La presencia, en oposición a la ausencia, cunde. El estar y no estar a la vez, domina. Lo evidente, que siempre oculta algo, se explicita. Podremos mirar la luna, pero la oscuridad que le rodea habla de la otra mitad que existe aun cuando no la podemos percibir. 

La observación del astro se somete a un proceder de observación que habla del cambio sutil como transformación total. En piezas como el políptico de cinco obras tituladas Secuencia uno 1, Secuencia uno 2, Secuencia uno 3, Secuencia uno 4, Secuencia uno 5 [políptico 5 piezas, técnica mixta sobre madera, 2007], y en posteriores piezas como Promontorium somni [políptico 8 piezas, óleo sobre madera, 2008], Luna [óleo sobre madera, 2008] y en la media luna que forma una tercera parte de la instalación Matris meae [instalación de tres piezas sobre fondo pintado, óleo sobre madera, 2013], se observa la reiteración lunar. La idea de traslación concretada en la luna emula la inestabilidad de la materia: las fluctuaciones de la memoria, un comentario en torno a la materia endeble de la que estamos hechos los seres humanos: el agua de la cual estamos compuestos, los destellos espontáneos e incontrolables del ser en traslación sometido a las voluntades esquizofrénicas del tiempo y la poca fidelidad de la memoria que se resquebraja. La mutación lunar se vuelve epítome de la transformación confrontada a la constancia, concretada en el límite último que es la muerte. La luna siempre cambia. Pero la suya es una metamorfosis fincada en la certeza. En esto se parece mucho a la muerte: en ambas, luna y muerte, habita la certeza del cambio inevitable. Resolver esta contradicción, donde se enfrentan la idea de transformación y el concepto de inmutabilidad, es quizás una de las fuentes de mayor angustia para el humano. Pero también es la tensión entre estas dos partes lo que garantiza el devenir del mundo. 

Al trabajar el tema de la muerte, el duelo y los límites de su visibilidad y aprehensión, la etapa más reciente del trabajo de Velázquez reitera las particularidades de nuestra relación con la cámara. Las piezas en torno al fin funcionan como enigmas y acertijos por resolverse. El trabajo de traducción pictórica del dato fotográfico constituye aquí, irónicamente, una exploración en torno al vacío. En Pintura sobre mesa [instalación, 2014], una mano, una mesa y fotografía son piezas de un rompecabezas a armarse, un acertijo cuya resolución no se encuentra necesariamente en lo visible. La instalación es una puesta en abismo radical, donde se elabora en paralelo un retrato transgeneracional de familia, y un comentario sobre la disolución asociada a la muerte en contraste con la permanencia de la partida. Se trata de una pieza conformada —aparentemente— por dos elementos: una pintura y una mesa. Pero incluye al menos cinco niveles: la pintura que se retrata dentro de la pintura forma parte del tríptico Matris meae y deriva de una fotografía de la mano de la artista entrelazada a la mano de su madre en agonía. El fondo de la pintura retrata las texturas de la misma mesa que se incluye en la instalación, es decir, la pintura está compuesta de la pintura de Matris meae retratada sobre la mesa encima de la cual se produjo. Se trata de un retrato de familia porque en la pieza final se encuentran incluidos cinco miembros de la familia Velázquez: la madre, presente a través de su mano; la artista, presente en la mano pintada y la mano que pinta; el sobrino que tomó la fotografía de las manos entrelazadas; la hija, que tomó la fotografía de la pequeña pintura de Matris meae sobre la mesa y que posteriormente se replicará; y el padre, dueño original de la mesa sobre la cual la artista ha trabajado durante veinte años. Un sobrino fotografía la mano de la artista que toca a la madre que agoniza; la artista replica esta fotografía en una pintura y la acomoda sobre la mesa que le heredara el padre; la hija fotografía esa pintura acomodada sobre esa mesa; esa foto después es reelaborada por la pintora como una nueva pieza dispuesta en un espacio; y finalmente la pintura invade el mundo más allá del lienzo y se concreta en instalación. 

Como bisagra de la elaboración del duelo, esta rearticulación del concepto de retrato de familia continúa en la serie Retratos [óleo sobre madera, cinco piezas, 2013-2014], una serie de cuadros pequeños donde se representa un manojo de flores —cada uno regalo de un miembro distinto de una familia en reconstrucción tras la confrontación con la orfandad derivada de la muerte del padre y la madre. Tras un corte radical, se hace un recuento de los sobrevivientes del colectivo a través del retrato de los miembros de la familia, cada uno representado por medio del manojo de flores que ofrecen a la pintora en su primer cumpleaños como huérfana. Se trata de un retrato de familia tanto como de un retrato de la pintora. El autorretrato aparece entonces como un espacio de posibilidades y limitaciones, detonando una preocupación por la representación del individuo y del ser, más allá de la figura humana. Correspondientemente, a estos retratos colectivos seguirá una etapa de trabajo vinculada al autorretrato en su forma más tradicional, pero siempre al borde de una indagación en torno al género.

Las piezas Perspicillum Duplicatum [óleo sobre madera, 2015] y Cerro del Pizarro [óleo sobre madera, 2015], son las que más se acercan a la categoría tradicional y delimitada del autorretrato. Representaciones de figuras individualizadas de la pintora —la primera enmarcada en una estructura metálica que delimita el paisaje, la segunda centrada en la delimitación fotográfica del paisaje. De nuevo nos enfrentamos a una puesta en abismo, en este caso en torno al concepto de marco y encuadre. Al elaborarse la composición del paisaje que se va a mirar, la perspectiva se delinea como una posibilidad mutable, sujeta a los caprichos de la mirada y nuestro posicionamiento en el mundo. No es coincidencia que en Perspicillum Duplicatum la imagen fotográfica se encuentra deformada levemente por medio de la intervención digital, elaborando así un comentario sobre la elección del encuadre fotográfico y la composición en lo pictórico. Lo que se evidencia es el hecho de que por más pormenorizado que pretenda ser en su resolución del detalle, ningún autorretrato logrará la nitidez de la realidad precisa. Se trata no de la representación pictórica de un ser, sino del retrato de la serie de decisiones que acompañan a todo acto de representación. El primer encuadre de la elección de la pose, la decisión de representar la espalda en lugar del rostro, el acto mismo de elegir un marco hallado fortuitamente en el paisaje, el marco del paisaje y el cuerpo dentro de ese espacio que es el visor de la cámara, el ceder a un tercero la agencia de representarse a una misma, para después una misma representar esa representación que ha hecho el otro, el encuadre de la cámara que se somete al reencuadre, la deformación digital de la manipulación fotográfica, y finalmente, el reencuadre de la pintura en su proceso de traslación al lienzo. Nada de esto se percibe exclusivamente a través de la pieza, donde se inaugura un juego entre la nitidez y la fidelidad, la dilución y la opacidad. En esta dialéctica constante, lo que se enuncia es que lo visible en ocasiones encubre. Se trata de un tránsito entre lo difuso y lo claro, de lo abstracto a lo figurativo; un retorno a la negrura, para volver a aprender a ver en la oscuridad. 

IV

Un viejecillo de lentes gordos resguarda la entrada a la cámara oscura. Se paga la entrada y tras caminar a lo largo de una serie de pasillos, se entra a un pequeño cuarto tapizado en negro. Al centro se encuentra un disco cóncavo compuesto de un material indeterminado pero sólido. Mide aproximadamente un metro y medio de diámetro. Entonces el viejito jala una palanca que abre un agujero en el techo, ubicado exactamente encima del disco. Un sistema de espejos giratorios en la cima del edificio vierte luz a través del hueco y sobre el disco cóncavo un haz se erige como una columna, trayendo al interior lo que yace en el exterior: una imagen nítida del mundo que se mueve afuera de este cuarto. A velocidad mesurada, los espejos giran para presentar 360 grados del paisaje que se encuentra afuera: el mar, edificios, calles, piedras, lobos marinos, gente caminando, aves volando. La cámara oscura —materialización de una fantasía donde un orificio minúsculo dentro de un espacio oscuro proyecta una imagen exacta del exterior— secuestra un trozo del mundo, para trasladarlo vivo, a todo color y en movimiento, sobre el disco. Pero no es el mismo mundo de afuera el que se observa sobre el disco. ¿O sí?

Proyectado sobre el disco el mundo se mira distinto. Es otro, porque se logra observar con el detenimiento debido. La máquina ayuda a observarlo a detalle. Y el detalle que en la vida real se escaparía, aquí se observa gracias al trabajo de la máquina que lo refleja con una elocuencia imposible. El Océano Pacífico que se resbala sobre el enorme disco no es el mismo mar que se observa afuera. Los niños juegan en un mar que no se encuentra ahí dentro, en aquel minúsculo cuarto, sino afuera, pero que ahora está representado en este cuenco de imagen en movimiento. Son cuerpos teletransportados a partir de la magia de la luz. 

El disco del asombro vive dentro de un cuarto constreñido y oscuro al lado del mar. El edificio pequeño que lo contiene fue construido para parecerse a una cámara portátil gigante, pintada en azules y cremas. Afuera hay un letrero que dice: “Giant Camera”. Es lo único que queda de una época en que ese tramo de la costa era una feria infinita que se hundía a diario en la neblina. La cámara gigante sobre la costa remite inevitablemente a la obra reciente de Teresa Velázquez. Ambas se construyen sobre el mismo truco de luz y mirada. Ambas nos conducen a preguntar qué cosas vemos gracias a la mediación de la máquina, gracias a la oscuridad circundante, qué cosas no podemos percibir en la vida real simplemente por los efectos de la aceleración. La cámara gigante, como la pintura de Velázquez, constituye una pausa que auxilia a la mirada. Correspondientemente, las piezas de la artista que se centran en la interacción de agua y luz son un comentario en torno a la interacción de la materia en el mundo. La pintura es eso, finalmente: una concreción específica de la interacción de la materia en el mundo: los efectos del viento sobre la arena, del agua sobre la tierra, del pigmento desplegado en abstracción o figura, de las ondas de agua sujetas al viento, de los efectos de la luz sobre las sombras, los reflejos de luz tras un vidrio. El destello como aparición súbita, el comportamiento de la luz, su descomposición en el espacio, todos resultan temas tan constantes en la trayectoria de Velázquez como la oscuridad. Fascinada con la posibilidad de congelar ese exabrupto de luz que contraste con opacidad, piezas como Reflexiones sobre Claesz [óleo sobre madera, 2009], el tríptico Realidad imaginable [óleo sobre madera, 2008] y Weird Sisters [óleo sobre madera, 2016] exploran los límites de la luz y el reflejo como forma maleable de la materia. 

¿Es acaso reproducible el destello? ¿Es posible representarlo? En Reflexiones sobre Claesz la velocidad del agua se somete a una relectura de luz a la vez que la luz se aborda como tangibilidad. El caso específico de Weird Sisters pone en crisis la idea de retrato como reflejo. Inserto en la tradición del retrato vinculado al espejo, nos conduce a cuestionar la distinción entre un retrato producido a partir de la presencia viva del modelo, la presencia del cuerpo reflejado en el vidrio que emula al espejo, y la fotografía como objeto en sí que registra el reflejo de los cuerpos. Elaborado a partir de un retrato fotográfico que registra lo reflejado sobre un vidrio que forma parte de la obra 6 Grey Mirrors [2006] de Gerhard Richter, en la pieza figuran cinco cuerpos: tres cuerpos humanos, el cuerpo de la cámara que delata el origen de su posibilidad como representación, y la pieza de Richter en sí. Un reflejo en pintura de un fragmento de la pieza de Richter, la obra evoca la presencia fantasmagórica de la cámara a la vez que explícita su presencia. Tres brujas y dos formas de la magia, retratadas en un mismo espacio. A diferencia del resto de las pinturas que utilizan a la fotografía como herramienta, la cámara se encuentra absolutamente presente en esta obra, como instrumento y como objeto del retrato. No sólo sus efectos, sino la cámara en sí —su cuerpo metálico y vidrioso— aparece a la par de los otros cuerpos a los que afecta y modifica. ¿Weird Sisters es un retrato? ¿Es el reflejo de un retrato? ¿Es un retrato posado? ¿Qué significa, en los tiempos de la selfie, de Instagram, de Periscope, el copiar algo “en vivo”? La pintura a partir de la fotografía, ¿es pintura posada o es una naturaleza muerta? Se trata quizá de la reelaboración de una fotografía entendida como objeto, no como ventana de percepción; es decir, una propuesta donde la fotografía es más bien un elemento de un bodegón, parte de una naturaleza muerta; la fotografía entendida como modelo y no como instrumento. 

En la trayectoria de Velázquez, otros artefactos que son familia de la cámara, lentes ancilares —telescopio, scanner, computadora—, dibujan continuidades y cortes que atraviesan la totalidad de su obra. De forma similar, existen múltiples puntos de articulación entre piezas que, en ocasiones, se encuentran a años de distancia de creación, delatando preocupaciones constantes y preguntas reiteradas. En otras ocasiones, la reformulación de un mismo tema se repite en secuencia, trazando rutas de viajes posibles, aunque no evidentes. Existen hilos conductores que unen a una pieza con otra, hilvanando un proyecto total que se configura cual red. Este fenómeno se explicita en tres piezas que se entrelazan entre sí de forma subterránea. 

Replicando un acomodo en fractal, la pieza Preguntas, lamentaciones y respuestas [óleo sobre madera, 2014] incluye dentro de su composición la representación pictórica de la entrega de la pieza S-Banhof Bilk [óleo sobre caja de madera, 2014]. Esta segunda pieza se compone de una pintura inserta en una caja de madera donde se replica una fotografía de la artista con la caja de madera en sí. En el momento de ese registro fotográfico, sin embargo, la caja de madera contenía a la pieza 21 de diciembre del 2012 [óleo sobre madera, 2012-2013]. De esta forma, las tres piezas se vuelven parte de una misma trayectoria que se dobla sobre sí misma, apuntando a una práctica artística derivativa, donde cada pieza se articula al resto del corpus, formando parte de una genealogía conceptual en común. Lo que se concreta en este tipo de estructuras derivadas del instrumental polimediático con el cual ha buscado interactuar Velázquez a lo largo de años de práctica, es el sustrato base de este proyecto: la reiteración de una tesis que explora los límites y las posibilidades de la representación como proyecto humano. 

V

Una imagen, al someterse al procedimiento de la máquina, se transforma en otra cosa. Esto resulta evidente en piezas diversas de la trayectoria de Velázquez donde la materia del mundo se sometía a la fuerza del artefacto de otras formas: a través del scanner y la fotocopia, como en el caso de Quasi stella matutina, Vesica Pisces [óleo sobre madera, 2005], Los 430 kilómetros [carbón, tinta china, papel japonés sobre madera, 2004] o Arena [tinta china sobre madera, 2006]. La máquina, la herramienta, el artefacto, definidos más allá de la cámara, son un recurso más que se encuentra disponible para la mirada. Enfrentarnos a sus efectos exalta la percepción, afina el enfoque al transformar la visión y nos muestra detalles que de otra manera se nos escaparían. Abordar la tecnología de la imagen, hoy implica hacerse la pregunta de cómo observamos el mundo a través de las pantallas, a través de las máquinas. ¿Vemos más nítidamente o con mayor opacidad? Tal vez, mientras más se evidencia lo real, captamos con mayor imprecisión la complejidad de la realidad. 

En su diversidad, la obra de Velázquez constituye un encuentro frontal con el dilema estético de la representación. Nos recuerda insistentemente que en la replicación precisa del mundo nada es lo que parece. Una orquídea, como la de la pieza Oncidium danzante [óleo sobre madera, 2013], puede ser sólo una orquídea, pero puede ser también la reiteración de que la presencia de sus flores es tan temporal como la vida. Tras la muerte, existirán las inflorescencias sólo como ausencia, dentro de la vacuidad del aire azul que les rodea. La oscuridad de lo incomprensible se concreta también en la pérdida de la madre explorada a la par del fin del mundo en 21 de diciembre del 2012, donde de nuevo, aparece el abismo de la oscuridad como símbolo. Al explorar las posibilidades y límites del acto de la vista y su potencial replicación a través de la representación, resulta significativa la reiteración del negro como un sitio de dificultad, complejidad y potencial resolución. Por ello las preocupaciones de Velázquez han incluido un esfuerzo por registrar con infinita minucia el umbral de los matices, practicar los cambios sutiles del borde de la presencia en interacción con la oscuridad, el esbozo de los límites del color en la sombra y una preocupación por la ambivalencia que inauguran los espacios repletos y vacíos a la vez. El mantra que parece repetirse es que no por aparentar mayor nitidez, lo representado se vuelve más evidente. 

Transitando continuamente de lo opaco a lo claro, de la oscuridad a lo nítido, de lo difuso a la certeza, del acertijo al develamiento, la trayectoria de Velázquez desarrolla un ejercicio donde lo plástico habita las extremidades de lo abstracto a lo figurativo, ejercitándose como instrumento de una búsqueda por la aprehensión del mundo y un cuestionamiento en torno a las posibilidades de la representación. ¿Es posible, realmente, representar el mundo? Cuando representamos y re-presentamos, ¿qué representamos? Regresando a la imagen de la cámara oscura, el proyecto pictórico de Velázquez, más que concretarse en el lienzo sobre el cual se derrama la imagen del mundo, se finca en cuestionar la naturaleza del haz de luz que transporta a la imagen hacia la cámara oscura. ¿Se trata realmente de un reflejo exacto, preciso, nítido? ¿O existe siempre una mediación de por medio? Nos encontramos frente a un proyecto filosófico que postula una pregunta sin respuesta: ¿es posible aprehender el mundo en su complejidad, o experimentamos el mundo que nos rodea a través de capas infinitas de velación? La obra de Velázquez no se centra exclusivamente en la exploración de una serie de temas representados, ni en la experimentación matérica con el instrumental a su disposición, sino en el proceso mismo que hace posible la construcción de cualquier imagen. Al insertarnos dentro del universo estético de la artista, lo que no alcancemos a ver quizás se volverá lo fundamental. Ante el despliegue conceptual del corpus total del proyecto de Teresa Velázquez, se vuelve inevitable preguntar de qué están compuestas las presencias que emergen de la oscuridad. La respuesta quizá radica en lo que posiblemente constituya la materia prima de estas primeras décadas de práctica artística: la ironía de que ante el extremo de la iluminación nos quedamos ciegos. EP

DOPSA, S.A. DE C.V