En su escritorio hay un barco. Y mil cosas más. Pero el barco descansa encima de todo, a medio construir, como si hubiese encallado en una isla hecha de restos efímeros de la vida de alguien, y recibe los últimos rayos de la tarde. También lo hacen un coche a escala, un avión sin alas, un barco más pequeño, un cortador, pegamento blanco, pinceles, un taladro. Y mientras yo contemplo los archipiélagos involuntarios, escucho la voz de Victoria venir de la sala. Su voz es suave y lo es aún más cuando está dirigiendo a sus fotografiados.
Dirige a Emile, le dice que gire la cara, que mire al techo, que abrace sus rodillas, que cierre los ojos.
Cuando la cámara cierra el obturador, el destello del flash es casi imperceptible: ha ocurrido algo, Victoria acaba de tomar una foto, pero ese instante bien podría confundirse con la ráfaga que entra por una ventana revoloteando todo.
Victoria nació y creció en Brasil, rodeada de naturaleza, de animales. Ahora vive en Nueva York y busca armar con la fotografía sus propios barcos. Su casa está llena de cámaras, de objetos de todas partes del mundo; sus paredes adornadas con fotografías de colegas, de dibujos a lápiz que desvelan un pasado de dibujante experimentada que a veces pero solo a veces se vuelve presente: la casa de Victoria es una isla hecha de otras islas y un perro que se llama Paco, que cuando llegan visitas se va a su cuarto porque lo suyo no son los humanos.
Mientras Emile sigue descalzo y con los ojos cerrados sobre el sillón, Victoria apaga la Hasselblad y la sostiene entre las manos. Sonríe. Nos deja saber a los presentes que por hoy no habrá más fotos. Y lo dice como quien sentencia un oráculo, porque la voz de Victoria es tenue pero decidida a todo.
Entonces lleva la cámara a otra de las islas, una llena de cámaras y lentes y rollos. La deja descansando ahí, como en el otro escritorio descansa el barco atado a un ancla imaginaria, esperando a navegar de nuevo.
Entonces, nos ofrece un vasito de sake y nosotros no lo rechazamos.
A veces aceptar que por hoy no habrá más fotos y beber, es también una forma de crear y seguir conviviendo con el arte.
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Nunca estoy satisfecha con mi trabajo, me dice Victoria en un centro comercial. Le da la espalda a la estatua de Cristóbal Colón que le da nombre a Columbus Circle y da un trago de café mientras me habla sobre el azar, que ella prefiere llamar acaso. Y con lo del acaso yo señalo un edificio que apenas se distingue detrás del ventanal y le digo que ahí se escribió El Principito. Y entonces hablamos sobre la morfología del portugués y le pido que pronuncie triste, y por algún momento, creyendo que aquello nos guiará por una nueva parte de la entrevista, le comparto que es mi palabra favorita, así, pronunciada en portugués. Pero mi empresa fracasa y entonces Victoria me habla sobre la relación especial que forjó con los caballos en su infancia.
Y es curioso cómo el hilo que empieza cuando habla de su relación con los animales (en especial con los perros y los caballos), la conduce hasta Nueva York, a hablarme sobre cómo despegó su carrera fotográfica. Inevitablemente el acaso al que se refiere Victoria se personifica mientras termina su café: empecé a sacar fotos para convivir con la gente, para conocerla mejor.
Y recuerdo entonces la vez aquella en la que dirigía a Emile para hacerle un retrato, y otras veces más en que he sido testigo de cómo Victoria interactúa con sus modelos, y pienso que lo que vemos en sus fotos son una reproducción precisa de la tranquilidad que genera su presencia al lado de las personas con las que convive.
No sólo es su voz, son todos sus gestos, el movimiento de sus brazos tatuados con un rollo de película y una línea recta, que son capaces de calmar el agua alrededor de las islas y decirnos que todo está bien.
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El pasado 19 de mayo, se inauguró Lifelines, una exposición conjunta en el International Center of Photography y en la que Victoria participó al lado de fotógrafos de todo el mundo. Las dos fotos que presentó condensan el trabajo fotográfico de Victoria hasta ahora: un cuerpo desnudo sumergido en otro cuerpo de agua en un ambiente silvestre, natural; una mujer dentro de una tina con el pelo mojado: libertad, azar, acaso.
Me busco en mis retratos, busco mis propias emociones en todos ellos.
Luego, Victoria me habla sobre la soledad. Nos levantamos de la mesa y empezamos a caminar: hay turistas, señoras con bolsas caras, un señor que grita al teléfono. Me gusta la soledad, pero aunque me guste tanto, nunca quiero estar sola.
Y es curioso cómo, casi todas las veces, sus fotos son personas solitarias, contemplando tan solo la atmósfera que Victoria ha creado para ellos.
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Victoria canta. Algunos chocamos nuestros vasos de sake, otros hablan, otros más juegan videojuegos en una televisión enorme. La fotografía descansa por ahora. ¿Qué canta, Victoria? Canta una canción en portugués, pero cuando lo hace, hace una isla dentro de su propia isla. Canta Ellis Regina, luego canta Vinícius, luego una canción que se compuso y grabó no muy lejos de donde estamos, de su departamento. Y aquí, en el corazón de su casa, Victoria vive entre sus dibujos, sus fotos y los reflejos de la gente que ha atrapado en sus retratos.
Victoria es sensibilidad pura y latente: creo que la sensibilidad es un don, pero también, a veces, puede llegar a ser una pena.
Termina la canción, Victoria ahora canta Simon & Garfunkel. De pronto no estoy aquí, no estoy en el Upper West Side, no estoy ni siquiera en Nueva York.
Me voy a una isla, una de las tantas islas de Victoria, de las que ella crea como cuando arma barquitos de madera.
Afuera, en el mundo real, muere la tarde. EP