Es viernes. Son casi las diez de la noche. El International Center of Photography, en el Lower East Side de Manhattan, parece estar completamente vacío, pero un sonido tenue de agua corriente que viene desde el laboratorio indica lo contrario: alguien sigue ahí, revelando, imprimiendo, todavía.
Roxane Moreau nada en la oscuridad roja del cuarto de revelado entre ampliadoras y lavabos de aluminio, con la misma naturalidad y precisión de quien toca un instrumento musical con los ojos cerrados. Repite el proceso, una, otra vez: revelador, agua de paro, fijador. Luego sale a la luz esteril del pasillo con una bandeja de plástico entre las manos. Revisa su impresión. La examina. Acerca sus ojos al papel de fibra, hace una mueca. Se dirige hacia una tina enorme llena de agua en donde sumerge la hoja al lado de otras cuantas.
Mientras Roxane vuelve al cuarto oscuro, las personas en sus fotografías, que tan sólo hace unos minutos eran proyecciones latentes, se quedan danzando en la tranquilidad transparente, flotando, esperando.
***
Estamos sentados en un café de Broome Street, pero pronto nos iremos de ahí.
Una catrina diminuta hecha de palma —que compró en su último viaje a México— cuelga de su oreja izquierda y tintinea mientras Roxane busca algo en su bolsa de mano. Cuando lo encuentra, extiende su brazo y me lo da.
Es su tarjeta de presentación, recién salida de la imprenta: de un lado, una foto suya en blanco y negro, con uniforme y gorra de los Yankees, guante puesto, mirada fija, preparándose para cachar en medio de un parque; al reverso, algunos datos en letras negras: Apodo: Rox, Nacimiento: Reunion Island, Cámara: Mamiya 7, Fotógrafo Favorito: Larry Sultan.
Reconozco la ironía: su business card, como lo explican unas letras diminutas debajo de un QR que conduce a su Instagram, está inspirada en el set de tarjetas que el artista Mike Mandel realizó en 1975 y en el que presentaba lo mismo a John Divola que a Manuel Álvarez Bravo como ídolos de béisbol.
Roxane nació en la Isla de la Reunión en 1994, rodeada de mujeres fuertes y un padre que, sin dudarlo, ella reconoce como el mejor cocinero de la isla y del mundo. Nieta de inmigrantes asentados al norte de África, a los ocho años ya tomaba sus primeras fotos con una pequeña Canon que sus padres le regalaron, el mismo año en que la llevaron a ella y a su hermana a un viaje en coche por toda Australia.
Viajamos desde siempre, por eso la fotografía estuvo siempre ahí.
Después de sorber lo último que quedaba en su taza, me habla sobre lo que ella reconoce como su primer acto de rebeldía e independencia: no me gustaba que nadie me vistiera, yo elegía mi propia ropa desde que tenía seis años.
Mira a su alrededor y sólo dice:
¿Nos vamos de aquí?
Y nos vamos.
Salimos del lugar y caminamos sin rumbo. Es uno de los días más soleados y agradables que nos ha dado febrero.
Para Roxane Moreau la fotografía es nostalgia, pero también rebeldía. Rebeldía contra la urgencia de crear, contra esa idea banal que la Inteligencia Artificial ha hecho del acto de crear, del oficio del artista. Pero tan solo hace falta verla danzar en el cuarto oscuro para entender que también la fotografía analógica, para ella, es un acto de magia: la mayoría de las veces, dentro del cuarto oscuro me siento como Merlín haciendo pociones.
Cruzamos Delancey.
A los 18 años, Roxane se mudó a París buscando ser chef. Su primer pastel, recuerda, lo hizo cuando tenía diez años. Entonces, ¿qué fue primero, la cocina o la foto?, le pregunto. La fotografía, definitivamente, sólo que la cocina tuvo un gran impacto en mí. Trabajó para los mejores restaurantes de París en jornadas de 13 horas, más de tres trabajos a la vez. Pero había algo en aquel proceso milimétrico de construir postres de revista que le impedía crear del todo: yo necesitaba crear y la cocina no me permitía hacerlo inmediatamente.
París, como ella lo dice, fue una explosión, fue darse cuenta de que, contrario a la cocina, a través de la foto, podía llegar a ser la persona que no había encontrado en ninguna parte: en la cocina y en el arte, la gente buena está subestimada.
Caminamos al norte por Orchard Street y cuando pasamos frente a Russ & Daughters, un ícono del Lower East Side, entramos. Nos sentamos en la barra. Después de pedir un café, Roxane saca de su bolsa otro objeto: esta vez es una caja de cartulina azul con letras doradas que leen Tarot XXI. La abre y saca un mazo de tarjetas. Es su interpretación fotográfica de la baraja del Tarot, todo lo que la cocina no le permitió hacer alguna vez, Roxane lo volcó en ese proyecto.
La foto ha sido mi relación más difícil, me dice, pero mis sueños están en donde está ella y hoy están aquí en Nueva York.
Mientras me habla sobre una fijación por las estrellas que tiene desde niña, yo barajo las cartas lentamente, admirando el trabajo de cada una de ellas: caracterización, maquillaje, iluminación y fotografía, claro. Se hicieron sólo 30 y hoy la que tengo en mis manos es la única pieza que le queda a Roxane.
En unos años, estoy seguro, este juego de cartas será la inspiración de alguien más, así como las tarjetas de Mike Mandel lo son para Roxane.
Sí, la fotografía es magia, estoy segura de que cada negativo, cada impresión, se queda con una parte de nosotros, me dice, luego de preguntarle sobre su predilección por lo impreso y por aquellos objetos, aparentemente dóciles, detrás de los cuales está toda su rebeldía. Los humanos destruimos todo, pero también hemos creado cosas tan hermosas como el proceso fotográfico.
Le pregunto a Roxane qué tarjeta del Tarot la describe mejor, y sin dudarlo me quita la baraja de las manos y empieza a buscar. Llega hasta la carta número XVIII, La lune, interpretada mediante una doble exposición que retrata a una mujer pálida sobre un fondo negro.
La luna tiene dos lados, uno que refleja la luz del sol y otro oscuro, que no podemos ver.
***
La tranquilidad de la tina llena de agua es interrumpida por la mano de Roxane. Saca sus impresiones, una por una. Fotos de gente, personajes variopintos de la vida diaria en situaciones comunes, pero cuyas facciones y poses, de alguna forma, Roxane consigue mistificar mediante todo su proceso.
Con ellas en la mano se dirige a un mueble con bandejas de secado. Deposita sus hojas de fibra, en silencio, la mirada fija aún. Ahí descansarán, secándose, hasta mañana, cuando Roxane llegue de nuevo al ICP y se encuentre con ellas.
Guarda sus negativos en una carpeta negra que mete en su bolsa de mano.
Se pone el abrigo.
Vamos juntos al elevador que nos conducirá a la calle. En la esquina de Essex y Broome nos despedimos, me recuerda que me voy a México y me desea buen viaje. En mis audífonos, una canción de Joan Armatrading empieza a sonar mientras veo cómo se pierde entre la gente, yendo hacia la entrada del metro que la llevará a su casa, en Brooklyn.
Entonces algo que me dijo esa mañana, viene a mi mente:
La fotografía no es sobre nosotros. La fotografía somos nosotros. EP