Nuevas órbitas: doce conversaciones con fotógrafos emergentes | María Prieto: el color, el polvo

El escritor y fotógrafo mexicano Pablo Íñigo Argüelles conversa con doce fotógrafos de diversas partes del mundo sobre la práctica, su tiempo y la ciudad en la que todos confluyen: Nueva York.

Galería de &  23/02/23

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El avión flota sobre la alfombra ámbar e infinita que es la Ciudad de México cuando se le ve de noche, desde el cielo. María recarga la frente en la ventana y mira ríos de luces rojas, edificios amorfos que se van haciendo cada vez más grandes. Esta realidad, acentuada por esa falsa lentitud que sentimos al volar, parecía lejanísima la noche anterior, cuando veíamos la silueta de Manhattan aparecer entre el hierro oxidado del puente Williamsburg desde el metro de regreso a casa.

María vino a México a continuar un proyecto que aún no tiene nombre, pero que habita en su cabeza desde hace meses. Mañana no habrán pasado ni doce horas de este aterrizaje y ya estará con su Hasselblad al hombro, buscando, revisitando cada rincón de la casa donde creció.

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Conocí a María con una Polaroid 600 entre las manos. Era nuestro último año de universidad y teníamos muchos sueños y poquísimas certezas: no sabíamos que vendría una pandemia, no sabíamos que habría tres eclipses, no sabíamos que Nueva York sería la respuesta a casi todas nuestras preguntas. 

La recuerdo enamorada de Vicente Rojo, Gloria Fuertes y Andy Warhol, en ese orden. De hecho, fue mientras miraba una vitrina con todos los libros diseñados por Rojo en una exposición sobre su obra en la Capilla del Arte, que la escuché decir, por primera vez, que a eso quería dedicarse toda su vida. 

Nació en Puebla en 1994 y se acuerda aún de la primera foto que tomó: fue una Polaroid que saqué cuando tenía cinco años. Mi papá había plantado un árbol en el camellón frente a la casa de mi abuela y fue todo un acontecimiento.  De hecho, esa misma cámara con la que tomó su primera foto y que tenía cuando nos conocimos, es la misma con la que a veces va por Nueva York atrapando escenas surreales, letras, carteles, luces, porque leer la calle, apreciar su caos intrínseco, es una de sus más grandes obsesiones. 

Y es que algo tienen, me dice, son perfectas: no hay nada más perfecto que una Polaroid. Es la única forma de hacer un objeto sobre un momento de manera inmediata y tenerlo entre las manos. Dime, ¿qué otra cosa te permite hacer eso en el mundo? Y cuando habla sobre la fotografía instantánea también me habla sobre la importancia del espacio blanco que hay debajo de cada una: no sólo es donde se guardan los químicos, que aplastados por un rodillo esparcen la emulsión, sino que es donde viven todas sus posibilidades. 

María, desde niña, escribía pies de foto y títulos en ese espacio blanco como para no olvidarse nunca de ellas, como para nombrarlas eternamente, algo así como Perseo en “La Sangre de Medusa”, de José Emilio Pacheco, que“pasa los días tratando de apresar el polvo suspendido en un rayo de luz”.

Y esa misma pasión, la de letras apresadas en espacios blancos, es la que contiene también su afección por las cajas, sobre todo una de olinalá que su abuela materna le regaló y que aún huele a lináloe y a químicos fotográficos: María adora las cajas, tanto o más que lo que contienen. De hecho, ella misma explica su fijación por ellas cuando en el camino a Puebla le pregunto cuál es la manera ideal en la que a ella le gustaría combinar su trabajo fotográfico con el diseño editorial: todo son cajas, los libros, las cámaras, las fotos, los textos. A todos les gusta guardar todo y ponerlo en cajas, aunque no se den cuenta.  

María lloró la noche que murió Vicente Rojo. Íbamos en el coche cuando leímos un Whatsapp de Selva Hernández. Y es que jamás hubiéramos sido a quienes Selva hubiera pensado en avisar primero la muerte de Vicente Rojo si tan sólo un día antes no hubiéramos estado con ella en su librería de La Condesa, viendo maravillados una de las pocas copias que quedan de los Discos Visuales de Octavio Paz, mientras comíamos pastel por el cumpleaños de María. 

Del trabajo de Rojo, me dice, ha aprendido que el mejor diseño es el que no se ve, que el diseño es mejor cuando no existe, y así como muchos definen el trabajo de Vicente, la obra de María Prieto abarca también muchas geografías. Ahí, entre las latitudes que la demarcan, ahí entre la foto, el diseño, la tumba de Warhol en Pittsburgh, la casa de Gloria Fuertes en Madrid, la impresión química (que en los últimos meses la ha hecho pasar como nunca antes tiempo en el cuarto oscuro), hay una que condensa todas las demás: atrapar recortes, guardarlos, ordenarlos, ponerlos sobre la mesa, hacerlos conversar, hacer collages. 

María cree ser todo lo contrario a ese dicho que dice que tienes que tomar miles de fotos para tener una sola buena. De hecho, un rollo puede permanecer en una de sus cámaras por meses: en el tiempo que llevo en Nueva York he confirmado lo que siempre pensé de la foto, pero que no siempre estaba segura de decir. No hay que tomarla superficialmente, hay que pensar cada una de ellas como se piensa un libro, un collage o una pintura. 

Esa meditación necesaria, esa preparación, ese detenimiento, es con lo que coexiste el caos de Proyecto Análogo, el proyecto que hace siete años fundamos juntos y que María nombró sentada en la cocina de su casa. 

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Estamos en una habitación llena de jaulas. 

La casa de su abuela, construida en los años sesenta, vio los años más felices de María. Hoy, aquella caja verde al pie de una avenida con camellón, contiene todas sus memorias, algunas más difíciles de soltar que otras, pero a las que la fotografía la ha conducido de nuevo ineluctablemente. 

Y no sólo para rememorarlas, sino para entenderlas, meditarlas y ordenarlas como se ordenan los recortes en una caja de olinalá, para luego esparcirlas sobre la mesa y hacerlas conversar.

Sus zapatos naranjas y un suéter de colores contrastan con el piso empolvado, con objetos de otras vidas. María se fija en las esquinas, en las comisuras de los muros, en la hierba crecida del jardín. Prepara la Hasselblad, enfoca. Tarda un tiempo en decidir si tomar la foto o no. Y yo la veo: no es indecisión. De ninguna manera. Es sólo su búsqueda natural de lo perfecto a través de lo que no lo es y nunca lo será: el polvo, las emulsiones químicas, el tiempo, el amor. 

Una semana después María regresará a Nueva York con una caja de negativos de medio formato en su bolsa de mano. El proyecto en el que ha trabajado durante meses seguirá sin tener nombre. 

O quizá lo tenga ya, pero eso no lo sabemos.

No todavía. EP

DOPSA, S.A. DE C.V