Nuevas órbitas: doce conversaciones con fotógrafos emergentes | Estar presente: la no-fotografía de Cecilie Mengel

El escritor y fotógrafo mexicano Pablo Íñigo Argüelles conversa con doce fotógrafos de diversas partes del mundo sobre la práctica, su tiempo y la ciudad en la que todos confluyen: Nueva York.

Galería de  09/02/23

Tiempo de lectura: 5 minutos

Cecilie no acostumbra romantizar las coincidencias, pero no encuentra otra forma de explicar por qué llegó a Nueva York días antes de que abriera la exposición retrospectiva de Wolfgang Tillmans, To look without fear, en la sala Coen para exhibiciones especiales en el sexto piso del MoMA, el 12 de septiembre de 2022.

Sentada frente a mí en un café del West Village (que aparenta ser más grande gracias a sus paredes tapizadas de espejos), con una blusa de ciclista color turquesa y un celular rojo en la mano derecha que alguien le robará más tarde en un bar de Brooklyn, me dice que aquello, lo de Tillmans, lo sintió como una señal y una bienvenida, de esas que a Nueva York le son tan inusuales.

Y es que después de admirar sus fotografías por años, encontrarse de frente con la museografía desafiante, caminar a través de las diferentes facetas de Tillmans (desde lo abstracto hasta lo diarístico), a sus ojos significó la confirmación de que la búsqueda personal de su trabajo fotográfico estaba comenzando en el lugar preciso.

Cecilie Mengel nació en Hørsholm, Dinamarca, en 1994, y se recuerda a sí misma como una niña atraída poderosamente por los colores intensos, por el basquetbol y por lo que tardó años en entender como una predilección genuina a las artes performativas. Habla mucho de sus abuelas: la paterna le daba acuarelas y organizaba para ella y su hermana exposiciones en el sótano de su casa; la materna, Mormor (en danés, madre de la madre), que hasta la fecha le envía paquetes desde casa llenos de postales escritas a mano, dulces de la infancia  y revistas, le hizo despertar su interés natural por las cosas pequeñas:  “lo simple es lo más liberador”, me dice, mientras sostiene una taza de café sin leche ni azúcar entre las manos. 

Nos encontramos en la calle 14 y la Sexta Avenida. El plan era caminar y platicar, acaso entrar a alguna galería de Chelsea, pero este invierno sin nieve se interpuso con -10 grados Celsius, (hasta llegar a esa sensación helada que los neoyorquinos llaman brick). Entonces buscamos refugio en el primer café que encontramos, uno con pretensiones belle époque cuyas bocinas tocaban solo tríadas de canciones de Nina Simone, Karen Dalton y Janis Joplin, en ese orden.

“Siempre me costó encajar, me dice, sobre todo en la escuela de negocios. I was the weird one”. Pero cuando habla de su no-pertenencia, en su voz no hay resentimiento adulto, sino la misma seguridad de una niña que pinta acuarelas y juega a tomar fotos de moda con su hermana y usa ropa de colores por una necesidad involuntaria de sentirse diferente: Cecilie ha aprendido a abrazar la incertidumbre de la creatividad, ha hecho de su no encajar una búsqueda permanente de su estilo. 

Además, dice, a Nueva York siempre vienen todos los que no encajan

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Es un jueves de diciembre y no hay nada que indique que el invierno está cerca. Este otoño y el invierno que entrará destacarán después por una falta de identidad severa: a veces parecerá primavera, a veces, sin exagerar, los días serán como la noche más fresca del verano. 

Una galería de Allen Street, en el Lower East Side, ha seleccionado piezas de varios artistas emergentes para una muestra, entre las que están cuatro de las nueve impresiones que conforman los Fluid Diaries de Cecilie Mengel. La invitación a la apertura incluía las siglas BYOB (Bring your own booze, trae tu propio alcohol),  por lo que la mayoría de los presentes sostienen botellas de vino rosado, vasos rojos de plástico y anforitas muy discretas. Al fondo de la galería, con una lata de Heineken envuelta en una bolsa de papel estraza, Cecilie le habla a una cámara de video acerca de sus cuatro piezas.

Y hay algo que hace destacar su obra de entre todas las demás presentes en la galería (algunas de ellas creadas con inteligencia artificial), y es que obligan a acercarte, a preguntarte qué es lo que estás viendo. De hecho, una asistente se pierde tanto en el vacío del color de una de ellas, que de pronto olvida las convenciones y acerca su mano para tocar la obra y saber de qué está hecha. 

Mis alarmas se prenden y estoy a punto de decirle algo, pero veo que Cecilie disfruta la escena y sonríe.

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Es inevitable que la pandemia salga a relucir. Cuando Cecilie habla de sus Fluid Diaries (o los Diarios del Fluido), hemos cambiado el café por cerveza. Entonces recuerda el encierro pandémico y habla sobre rendirse a una idea, a la del papel fotosensible alterado por fluidos, por líquidos desconocidos que se perdieron en la homogeneidad del aislamiento: shampoo, espirulina, alcohol y demás cristalizaciones, todos haciendo un universo latente a la reacción fotográfica y a los caprichos químicos. 

En el encierro, a través de estos diarios, Cecilie confirmó que para ella era imposible dedicarse a una sola cosa. 

El lugar se vacía. 

Una mesera fuera de turno se sienta en la mesa de junto y empieza a comer. Cecilie pone sobre la mesa una cámara digital pequeña, roja. Con ella se le ve ir a todas partes: lo mismo se detiene en una esquina que se agacha a encuadrar un detalle en el piso. Pero cada movimiento de su cuerpo es, digamos, antifotográfico: no hay pose, no hay flexiones peculiares, no hay tensión en las rodillas. Solo un flash, discreto hasta sus posibilidades, que destella y hace notar que Cecilie está ahí y que acaba de encontrar una composición  interesante en la que confluyen el color y las sombras, solo por el bien del acto.

Cuando le pregunto por qué usa esa cámara encontrada en una pila de bazar para su práctica diaria, me dice que ese objeto pequeño le hace estar ahí: la fotografía es estar presente y hay que acercarse a las cosas con ceguera. 

Salimos del café. Cecilie llama por teléfono para reservar un cuarto oscuro la semana que entra. En un rato más le robarán el celular rojo que sostiene contra su oreja. No me dice que lo hará, pero estoy seguro de que en las tres horas que durará su sesión de color darkroom, dejará al papel fotosensible reaccionar a la luz y a los filtros, resultando en planas de color y destellos, ensayos abstractos, fotografías que no son fotografías. 

Al menos no al primer vistazo. Habrá que acercarse a ellas para saber de qué están hechas esas constelaciones.

Acercarse, mucho, hasta el punto de tocarlas. EP

DOPSA, S.A. DE C.V