Se multiplican las azules raíces del aire. Chupan aprisa
el color de la luz. El color del incendio en la cal de
las paredes. Mientras huye, el alma de Tolinga
agradece a la noche su cortina de sombras.
Jesús Gardea. Sóbol
Una pregunta que recuerdo haberme formulado hace ya algún tiempo, y que aún sigo haciéndome como una saga de interrogaciones, al estar frente a una figura masculina, encubierta, o ante una forma femenina, abierta, en la obra del artista plástico Fermín Gutiérrez es: ¿Qué hacen ahí, qué esperan la mujer plena y el hombre hermético? ¿Ambos aguardan lo mismo? ¿Quién sueña a quién? ¿Es una espera, la suya, como en el Infierno de La divina comedia, en contra de toda esperanza? Pero no, la condición de estos seres expectantes no es, como en los dantescos círculos inferiores, una negación de toda esperanza. La atmósfera en las pinturas de Fermín Gutiérrez, entre soles ensortijados y esas ráfagas generadas por aleteos angelinos, que traspasan el cuadro y llegan de lleno a quien lo observa, no parece resignificarse con los signos propios de un infierno, sino más bien como los espacios posibles de un purgatorio, de un Limbo, un lugar intermedio, o quizás el punto de encuentro, del inframundo, auténtico y cabal, y de algún paraíso, aún construible.
Limbo, cuya raíz etimológica latina es limbus que significa “límite”, “borde”, es un concepto religioso y filosófico que ha perdido presencia y significación en el mundo moderno. Simboliza el sitio de la espera donde los espíritus, aún mundanos, expían sus culpas, se purifican hasta quedar impecables –es decir, sin rastro de pecado-, previos a la unción eterna, acaso divina. Es el lugar temporal de la reconversión donde las almas van borrando, huella tras huella, sus pasos en falso e irregulares a lo largo de su estancia en la tierra. Y los seres ferminianos –femeninos, masculinos o angelinos– desde su asiento terrenal o en la luminosidad del sobrevuelo, parecieran permanecer en el umbral, estar al acecho de la implosión nocturna, al borde de una epifanía.
Los títulos y la narrativa de varios cuadros de esta exposición podrían ser la secuencia de un viaje con escalas, la travesía de una íntima metamorfosis: Noche, La dama del alba, Memoria de los días –que es también el título de un cuento de Carlos Montemayor–, El murmullo de las aves en tus oídos, Fuego eterno, Tierra mágica, nos ofrecen historias fascinantes cuyos senderos se bifurcan y sólo se reintegran frente a Lo inconmensurable de la Diosa, en el instante final y totalizador de la revelación. Y eso es, acaso, lo que esperan y despliegan los habitantes no de este sueño, sino de un entresueño próximo a los tonos del alba, en el limbo cromático de Fermín.
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Más que referirnos a la influencia de un artista en otro, de una obra en otra, hablemos de correspondencias entre las creaciones. Al igual que las parvadas que cruzan el cielo en todas las direcciones posibles, las obras artísticas y literarias están en constante movimiento e intercambian, como las aves en grupo, no sólo posiciones, sino también energía, vibraciones y luz. Existe una correspondencia dialógica entre los productos estéticos, una conjugación de los tiempos diferentes y las etapas históricas del arte recreadas en el instante plástico y creativo, en el momento creador que todo lo amalgama, como escribiera Charles Baudelaire en su poema “Correspondencias”:
En una tenebrosa y profunda unidad,
Vasta como la noche y como la claridad,
Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.
La propuesta de Fermín responde, más bien corresponde, a la de otros artistas que están en las bases y el vértice del arte moderno. Destaco a dos pintores de las primeras décadas del siglo XX que transformaron el espacio-tiempo del arte, siendo, entre sí, fuerzas vitales y complementarias. Uno es un italiano, Giorgio de Chirico, quien quebranta los moldes demasiado terrenos de la pintura, renovando los espacios pictórico y arquitectónico, y el otro es un ruso, Mark Chagall, cuyas figuras sobrenaturales se desplazan frente a nosotros de una manera natural, como una expresión de la libertad del arte. Y las mejores propuestas fermineanas, mejor dicho: las más felices, alcanzan puntos de equilibrio entre la arquitectura metafísica de De Chirico y el sobrevuelo amoroso, en una liberación gozosa y absoluta, de Chagall.
Las correspondencias con la literatura han sido fundamentales en su trabajo. El pintor destaca sus lecturas de Juan Rulfo y Jorge Luis Borges cuyas palabras, nos dice, “se transforman en rayones, en cualidades matéricas, en colores, en matices”. Pero hay otra conexión subterránea, tal vez más trascendente: las narraciones del escritor Jesús Gardea, el creador de “Placeres”. Los personajes ferminianos podrían ser cohabitantes del asfixiante cosmos de Gardea, marchar al lado de esa “Tropa de sombras” –título de una de las novelas póstumas de Jesús–, aunque con una división entre los compartimentos. Pienso en una continuidad, más que en una semejanza entre ambos creadores. En los puntos limítrofes del oscuro multiverso gardeano pareciera iniciar el mundo del entresueño y la esperanza alada de Fermín. Un limbo que continúa los círculos espirales del infierno.
A su vez, en esa reverberación de los vasos comunicantes entre las obras artísticas, las cuales se inseminan entre sí enlazando pasado, presente y otros tiempos, podemos vislumbrar que en el sueño sempiterno de Las músicas dormidas, una de las obras excelsas de Rufino Tamayo, se cruzan imágenes fulgurantes de las pinturas de Fermín. Estas Músicas de Rufino, sensuales y soñadoras, duermen y cantan en el sueño de otros.
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En 1988 conocí su trabajo en una exposición, la cual fue su primera, en el vestíbulo del Teatro de los Héroes. Su obra primigenia, en laca y papel, realmente me interesó. Recuerdo que mi buena opinión sobre la misma fue motivo de polémica en una reunión del consejo editorial del suplemento Pro-logos, reunión que teníamos todos los lunes en mi changarro de la calle Vicente Guerrero, enfrente del edificio de Correos. Yo calificaba la propuesta del novel pintor como moderna, pero otro u otros miembros del consejo la descalificaban como cursi e incluso Kitsch. Años después, en la década de los noventa, Fermín fue un colaborador frecuente de nuestra revista de literatura Azar y creamos vínculos de amistad, sobre todo en la Ciudad de México. Su taller plástico en Coyoacán, en medio del museo de Frida Kahlo, el taller de Juan Soriano y la cineteca nacional, se convirtió en un centro de gravedad para una generación relevante de escritores y artistas chihuahuenses: Nevárez, Santiesteban, Hernández, Alcántar, Cabrera, García, Cosío, Treviño, más otros compañeros. Debo agregar, asimismo, que en aquella guarida de Coyoacán, entre bosquejos, grabados, cervezas y olor a pintura, Fermín se desplazaba radiante como un pez en el agua, todo lo contrario cuando ha asumido un puesto administrativo, donde parece fuera sitio, fuera de cuadro.
Así, en el atisbo de sus producciones o convidado a una cena en su casa, atendido pródigamente por su compañera Gabriela, fui conociendo su trabajo pictórico y escultórico, el cual comprendí y valoré más cabalmente cuando tuve entre mis manos su esplendoroso libro: Plumaje de fuego, editado por el Ichicult y el Gobierno del Estado en 2007. En el mismo encontré y reconocí un proceso altamente creativo a lo largo de veinte años: la paulatina soltura en su dibujo; la construcción de una visión estética; la firmeza de cada propuesta y, a la vez, su ambigüedad expresiva; un estilo personal en la asimilación de diversas escuelas pictóricas; la capacidad intuitiva, decantada en cada trabajo, y una exploración de posibilidades cromáticas, donde el color Azul, como escribiera Carlos Montemayor, “es una búsqueda mágica que atraviesa épocas, temas, imágenes, relatos, atmósferas [el azul] es parte de su lenguaje narrativo, no sólo como color o solución compositiva, sino como revelación interior del mundo y de las cosas”. Mas esa revelación interior, yo agrego, requirió en la paleta de Fermín del amarillo solar y el contraste del rojo, los destellos propios del incendio, para darle calor y voltaje al Plumaje de fuego.
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Entre la figura masculina, concentrada, y la forma femenina, desbordante, en los cuadros de Fermín, existe una contraposición y una completud (¿quién sueña a quién?, vuelvo a preguntarme) como otro modo del yang y el ying, los principios femenino y masculino, dos energías complementarias y a la vez opuestas. Pero tal equilibrio termina rompiéndose a partir de un pequeño detalle, como un talón de Aquiles o una ruptura desde la raíz: los personajes masculinos de sombrero y abrigo negros, llevan los pies siempre desnudos, como si sus miembros inferiores no tuvieran bajo sus plantas un punto gravitatorio y estuvieran listos para transformarse en alas y emprender el vuelo. Lo mismo que ángeles. Y en la pintura Luz en tus huesos, la última en incorporarse a esta exposición, esa travesía espiritual y amorosa no la realiza el hombre en soledad, como en otros muchos cuadros de Fermín, sino en compañía de la mujer, manchados por la ternura, traspasados por el amor.
Inmanuel Swedenborg fue un escritor, científico y místico sueco del siglo XVIII que vivió más en las regiones ultraterrenas que en el mundo y entre los hombres, tratando de descifrar la lengua de los seres celestes. “Swedenborg –escribió Borges– hablaba con los ángeles por las calles de Londres”. Fermín Gutiérrez ha expresado que esta exposición es un “parteaguas” en su trayectoria artística. En mi ángulo de visión, la serie Azogue podría ser el cierre de un ciclo, una clausura dorada, en su obra pictórica.
Iniciamos con una pregunta y terminamos con otras: ¿Cuál es el mensaje de las hermosas esculturas de La mujer ángel y El ángel de la anunciación? ¿Qué anuncian, qué nos dicen estas magnas figuras, semejantes a las estatuas colosales de los ángeles de la película de Win Wenders Las alas del deseo? Desde mi lectura y perspectiva descifro el mensaje posible de las esfinges aladas, fermineanas, con estas palabras: El arte-la literatura-la ciencia-la poesía, así entrelazados en una unidad y un todo, continúa siendo un camino integral para nuestro conocimiento del mundo y nuestra evolución en el amor.
22 de noviembre de 2018
Rubén Mejía