Irma Gallo dialoga Camila Sosa Villada sobre su libro Las malas y, en medio de esta intensa conversación, ahondan en la resistencia y la resiliencia de la comunidad travesti argentina.
“Yo hice mi vida sobre el cuerpo de una escritora”
Irma Gallo dialoga Camila Sosa Villada sobre su libro Las malas y, en medio de esta intensa conversación, ahondan en la resistencia y la resiliencia de la comunidad travesti argentina.
Texto de Camila Sosa Villada & Irma Gallo 18/09/20
En la noche helada de Mina Clavero, un pueblo de la Provincia de Córdoba, en Argentina, un niño pequeño, de cinco o seis años, vive en un estado constante de terror: El miedo lo teñía todo en mi casa. No dependía del clima o de una circunstancia en particular: el miedo era el padre (…) Yo digo que fui convirtiéndome en esta mujer que soy ahora por pura necesidad.
Esto escribe, años después, Camila Sosa Villada. Travesti, escritora y actriz. Su primera novela se llama Las malas (antes publicó un libro de poemas llamado La novia de Sandro y un ensayo, El viaje inútil), y tiene mucho de autobiografía, pero no se limita a ello. Las malas es una novela de ficción con vuelos poéticos (que, por momentos, parece de realismo mágico) en la que conviven los escenarios y las circunstancias más sórdidas y terribles con los personajes más entrañables: las travestis que se vuelven pájaras o lobas, que son madres y padres al mismo tiempo, o que viven ciento setenta y ocho años, como la Tía Encarna, figura alrededor de la cual se cobijan todas las demás.
Converso con Camila por Zoom. Se conecta desde Córdoba capital, ciudad a la que llegó desde muy joven, a estudiar Comunicación y a prostituirse por las noches. Es exactamente igual a como la imaginé cuando leí Las malas: tiene el rostro delgado, fino, los ojos grandes, oscuros y chispeantes, y es alegre y cálida. Como el reencuentro con una amiga que hace tiempo no ves.
Quiero hablar, antes que nada, de la comunidad, de eso que salva a este grupo de travestis vejadas, golpeadas, violadas, que han elegido el Parque Sarmiento en Córdoba como su espacio de trabajo. Y cómo se han constituido en una cofradía.
“Lo que hacen estas travestis”, dice, con una sonrisa plena, de dientes perfectos, “es no perder nunca el horizonte de que ellas no están equivocadas, de que tienen una certeza sobre sí mismas que no parte de un error. Y es una sensación que me parece que deberíamos tener las personas: que cuando nos encontramos con otras con las que compartimos certezas de algo que tiene que ver con nosotras —te diría que tiene que ver con la identidad, pero sabes que la identidad también me parece un concepto que ya está un poco manoseado—, con las que nos reímos de las mismas cosas, encontramos ridículas y odiables y detestables las mismas cosas, con ellas hacemos manada”.
Eso es justo lo que hacen alrededor de la Tía Encarna, dice Camila, “forjar una especie de manada, de tribu, de aquelarre, porque saben que no están tan equivocadas”.
En la madrugada oscura del Parque Sarmiento, cuando ya sólo se dan cita los marginados, se escucha el grito desesperado de una travesti. Ha encontrado un bebé en una zanja. Embarrado en su propia mierda, sin alimento desde quién sabe cuándo, abandonado para que muriera.
Es la Tía Encarna, quien además de gritar, recoge al bebé. El resto de las travestis la acompaña hasta su casa. Llevan al niño escondido en una bolsa. Tienen miedo. Pero se lo tragan, porque Encarna tiene, por fin, un hijo.
Si Las malas es una suerte de juego de espejos en el que Camila, la narradora omnisciente, es también Camila Sosa Villada, la escritora, quiero saber entonces de quién —o de quiénes— está hecha la Tía Encarna, ese personaje con el que abre y cierra la novela.
Primero me responde que es la primera vez que le preguntan esto en una entrevista, que tiene que pensarlo. Se toma sólo unos segundos, y luego dice: “Creo que la Tía Encarna excede cualquier persona que haya conocido, aunque está influenciada, sí, por esas travestis más antiguas, de más edad, que yo conocí, y que fueron las que, además, sufrieron aquí en este país el peor de los maltratos”.
Camila se sirve más agua caliente en la matera amarilla. Luego hablará con más detalle de la violencia que sufren, todavía, las travestis y las trans en su país. Por ahora sólo revuelve el mate y continúa:
“¿Vos sabés? Cuando estoy siendo perseguida, suponte, en las redes, cuando organizan esas especies de matanzas virtuales, siempre pienso: Yo fui travesti en los noventa, en un pueblo de 5 mil habitantes. Estoy legitimada para hacer el desmadre que a mí se me pegue la regalada gana, cuando quiera, como quiera, porque soy un ser que ha sufrido”.
Da un trago a su mate y vuelve a hablar de Encarna:
“Creo que la Tía Encarna es un tipo de ser humano que está legitimado porque ha sufrido, porque han hecho con ella lo que han querido. Y aún así ha sobrevivido. Aún así es generosa. Aún así no se queda con el pan de nadie. Aún así rescata a un niño que podría haberse muerto de frío. Aún así acoge a sus amigas, les da de comer, les da un lugar dónde dormir. Aún así se enamora. Es una verdadera “mala”, en todo el sentido de la palabra, de cómo hemos sido de malas las mujeres a lo largo de la Historia, y las malas siempre han sido las mejores”.
El término me hace ruido. No entiendo. ¿Malas, con toda la connotación moral? Y si Encarna es mala, ¿Camila también lo es?
Pero ella se apresura a corregirme: “no, jamás en el sentido moral”. Y, dueña de las palabras, escritora como es, me cuenta una anécdota para explicar a qué se refiere. Dice que cuando estaba escribiendo la novela se estaba separando de un hombre que le decía que ella era mala. Que se había disfrazado de cordero pero que por dentro era una loba. Y Camila no entendió a qué se refería. Pero ahora sí lo tiene claro: una mujer mala “es una mujer que vive por sí misma. Que no tiene que pedirle a nadie para comprarse su crema, su tequila o su comida. Es una mujer que no dice a todo que sí, que siente por sí misma, y que nunca va a encontrar un esplendor más grande que gustarse a sí misma”.
Cuando estaba pensando en el título para la novela, se dio cuenta de que sus personajes, esas travestis del Parque Sarmiento, “ninguna dependía de nadie, ninguna le debía nada a nadie. Incluso las que estaban en pareja, como Angie, que luego muere, tomada de la mano de su novio, o Sandra, que se suicida una noche, eran mujeres que estaban viviendo por sí mismas. Era su voluntad hacerlo. Y pienso que esas siempre han sido, para la cultura, las malas”.
Si Camila, como le dijo su ex novio, es una de las malas, ¿escribir su historia fue un acto más de rebelión o constituyó una especie de purga?
“Son varias cosas”, se apresura a responder. Y luego, con más calma, dice: “A ver si puedo organizarlo para decirlo bien. Pertenezco a una familia de campesinos. Mis abuelos no sabían leer ni escribir; mi madre no terminó su secundario; mi padre escasamente pudo ser militar, es decir, que no necesitaba tantos estudios. Soy la única de mis primas, de las mujeres de mi familia, que terminó en la universidad estudiando algo, más allá de que yo, a la mitad del camino, hubiera abandonado por cansancio, por tristeza o lo que fuera, fui la única de mi familia que pudo pisar una universidad como estudiante”.
Dice todo esto sin el menor atisbo de dramatismo. Hay, en sus grandes ojos oscuros, simple y llano amor:
“Entonces, hay algo que debo consignar alrededor, sobre todo de estas mujeres, que son mis tías, que son mis abuelas, mi madre, mis primas, que me hicieron también. Que reclamaron mi nacimiento en el seno de una familia como esa.
Intento consignar algo que va más allá de mí. Incluso podría decirte: bueno, sí, está Camila ahí en Las malas, o cuento cómo aprendí a leer y escribir en El viaje inútil, etc. Pero siempre es mirar hacia atrás, entender que fui parte de una familia empobrecida, de una familia a la que se le negó el acceso a la cultura”.
En Las malas, dice, “escribo sobre esto: mi relación con la literatura y mi relación conmigo misma: ¿quién soy como persona? Ya tú quieras decir travesti, quieras decir mujer, quieras decir mujer trans, quieras decir colibrí, quieras decir chacal, lo que a ti se te ocurra, tiene que ver con que yo construí mi vida en el cuerpo de una escritora”.
Durante su infancia, Camila deseaba morir. Solía rezar todas las noches, según escribe en su novela, para que las tetas me crezcan durante la noche, para que mis padres me perdonen, para que me nazca una vagina entre las piernas. Pero no. Entre las piernas tengo un cuchillo.
Si algo la salvó fue la escritura.
“Aprendí a escribir siendo muy niña: a los cinco años ya sabía leer y escribir. Ya escribía poemas a mi madre, a mi padre, a mis maestras. Ya describía el paisaje que me rodeaba, que era un monte”, dice.
“Para mí es algo muy brutal escribir sobre lo que me resulta personal y propio, porque, como dije, yo hice mi vida sobre el cuerpo de una escritora. Y he salido a vivir al mundo, he salido a tocar el mundo con las manos en el escritorio”.
En esa escritura hay huellas de Wisława Szymborska, Carson McCullers y Marguerite Duras, según Juan Forn, editor de la colección Rara Avis de TusQuets, sello que publica Las malas. Pero para Camila, la mayor influencia le viene de la autora de El amante de la China del Norte.
“Soy una gran discípula de Marguerite Duras. Cuando la escucho hablar, cuando leo sus libros, cuando leo sus entrevistas incluso, siento que he aprendido a pensar la literatura un poco como la piensa ella. Dice algo así como: “No existe escritura alegre sin indecencia”. Y ella supone que la indecencia es poner lo que va por dentro, es como poner la piel al revés”.
Es este poner la piel al revés en la escritura lo que le ha permitido a Camila Sosa Villada sobrevivir a lo que muchos llamamos discriminación, aunque ella no está de acuerdo con el término.
“Lo que sucede es que la discriminación es una excusa, una palabra bonita que han aprendido a usar las personas para bautizar su deseo de vernos muertas. Pueden decir: “sí, yo no lo acepto, porque mi religión no me deja, porque los valores que me transmitieron mis padres no me lo permiten, porque eso es antinatural, porque según la biología tal cosa”. Pero yo los conozco, los he visto de cerca. He convivido con esas personas durante treinta y ocho años, casi treinta y nueve años, y yo sé que de lo que ellos tienen ganas es de que nosotras nos muramos. Que las mujeres se mueran, que las travestis se mueran, que las infancias sufran. Porque así es como el patriarcado permite su perpetuidad. Así es como se va abriendo camino”.
Habiendo empezado a hablar del tema, Camila ya no para. No hace pausa ni para tomar un trago de mate:
“Entonces, nosotras en realidad a lo que sobrevivimos no es a la discriminación, sino a un intento de asesinato constante. A un identicidio, le decimos aquí en Argentina. No sé en México cómo estará la cosa, pero aquí en Argentina hablamos ya de identicidio. Decimos que nos están matando por nuestra identidad”.
A pesar de que el gobierno de Alberto Fernández se autodenomina progresista, las cosas han cambiado poco para las travestis y las mujeres trans, dice la escritora que empezó a travestirse a los 15 años, cuando Cris Miró y Florencia de la V triunfaban en la televisión argentina:
“No hay, por parte de este gobierno progresista, una política pública que garantice que nosotras tengamos trabajo. Entonces, yo digo, claramente son ganas de vernos muertas: muertas de hambre, muertas de frío en la calle, muertas de sida”.
Camila se apasiona. Esa voz, que según cuenta en su novela le envidiaban las otras travestis porque no tiene que hacer esfuerzos para que suene femenina, pierde un tanto la suavidad; se vuelve aguda por la rabia:
“El empobrecimiento sigue, el saqueo a nosotras continúa, pero no podemos decir nada porque está “la primera travesti conduciendo un programa de televisión”, “la primera travesti que trabaja para el gobierno en no sé dónde”, “la primera travesti que se encarga de la Secretaría de no sé qué y no sé cuánto”, como si no hubiera segundas, no hubiera terceras, no hubiera cuartas. Y en eso no soy indulgente. Podría serlo. Podría callarme un poco la boca también. Pero no puedo ser indulgente cuando las veo deterioradas, cuando veo a mujeres de 45 años sin dientes, digo: cómo puede ser. Nuestro promedio de vida no ha cambiado. Seguimos muriendo a los treinta y cinco años de edad. Es como en la Edad Media. Pensá en las mujeres en la Edad Media. Morimos como si no tuviéramos vacunas, como si no tuviéramos mejoras en los medicamentos y en todo. Las chicas se mueren a los veinte, veintidós años ya están muertas de sida”.
Camila es una excepción. Porque ha tenido suerte. Porque tiene talento. Cuando le empezó a ir bien en la actuación, después de protagonizar la película Mía de Javier Van de Couter en 2011, y la serie La viuda de Rafael en 2012, dejó la prostitución.
En la época en la que llegó a Córdoba capital, estudiaba por las mañanas, se prostituía por las noches, y escribía en las madrugadas. Ahora sólo escribe y actúa.
En Las malas, Sosa Villeda otorgó características sobrenaturales a las travestis del Parque Sarmiento. María, la sordomuda, se transforma en pájara, y Natalí, la “séptima hija varón” en loba. La Tía Encarna vive ciento setenta y ocho años. ¿Cuál es el súper poder de la propia Camila?, le pregunto.
“En principio, yo creo que lo más sobrenatural ha sido sobrevivir. Es decir, muchas de las travestis que conocí en aquellos años están muertas: fueron asesinadas, murieron de sida, muchas escaparon y murieron en el extranjero. Entonces, creo que es haber sobrevivido cuando no se esperaba que sobreviviera”.
En su cuerpo de mujer escritora y actriz, ha vencido el terror.
Camila Sosa Villada. Las malas. TusQuets Editores (Colección Rara Avis), Primera edición (Colombia): enero de 2020. 220 pp.