Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.
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Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.
Texto de Geney Beltrán 12/06/19
Cuando sale (sola) del departamento, y apenas ha entrado con paso rengo en el ascensor, es como si en el cuerpo le untaran el viscoso hedor a perro. El asco es una mano sucia subiéndole por la garganta: contiene los respiros y ya en la planta baja busca al muchacho que limpia, ¿cómo se llama? No lo ve. ¿A quién decirle que rocíe desodorante en ese elevador de mierda?
Ya en la banqueta sigue trayendo el mareo, un humo tieso que le vuelve de fierro las sienes. Mientras va en diagonal por el estacionamiento le vienen de repente dos, tres piquetazos fríos en el tobillo izquierdo. Se detiene y coloca la mano por encima del pantalón como si con el sólo posar ahí sus dedos hubiera el dolor de resolverse, gentilmente, a desaparecer. Rengueando sale al Eje al lado del puesto de comida. El joven de cachucha blanca se pone de pie; sin hacer la menor pregunta, pone en una bolsa de plástico un tamal y un atole de arroz. Ella la toma y paga. En vez de quedarse con las monedas y ya, él le retiene la mano. Le dice: “Que Dios la bendiga”. Lucía jala el brusco brazo como si desde la piel del muchacho la hubiera lamido un ratón. Mientras reaviva su marcha, él grita: “¡Tienes que buscar al Señor, amiga! ¡Yo lo acabo de encontrar!”. Ella voltea a verlo con la frente arrugada, masticando un rezongo que el claxonazo de un microbús devora en su estrépito.
A la altura de la Cantina La Que Se Fue, fija la mirada en un automóvil a su izquierda. Hoy es un Ibiza Seat amarillo. Al volante va una mujer en sus cuarentas, de rostro moreno y sin arrugas, vestida con un traje sastre café y el pelo recogido en un chongo. Sus dedos bailan distraídos sobre el manubrio. El tránsito es lento; Lucía lleva su paso al mismo ritmo que el Ibiza, mirando una y otra vez a la mujer, quien no quita los ojos de algún punto ciego en el microbús que va adelante. El avance se detiene y Lucía con un suspiro decide no aminorar su caminata; el Ibiza queda poco a poco más y más atrás. Al llegar a la esquina con Independencia, la joven envía la mirada contra la cantidad ruidosa de camiones y autos. No distingue el auto amarillo. Quizás esa mujer (piensa) quiso adrede retrasarse, se habría dejado rebasar por otros para así verse libre del bochornoso, hambriento escrutinio de una desconocida; acaso la vio de soslayo, a ella, y ya con eso desde su traje y su peinado tan formal le reprobó el pantalón de mezclilla, la ojerosa cara sin maquillaje, sus ojos aborregados, el andar torpe y nada femenino de su cuerpo.
Cruza el primer carril de Independencia y al dejar el camellón para pasar al segundo advierte a los autos que vienen de norte a sur invadir la franja peatonal. Avanza esquivando los autos. Ganas le sobran de traer una pistola o un mazo y balacearles las llantas o batirles la carrocería, mínimo querría gritarles leperadas para imponer, puta madre, el respeto debido a los peatones. Es un fragor fantasma que se le asfixia en un punto sordo de la tráquea: baja la cabeza en silencio así como sus pies llegan a la banqueta. Al llegar al edificio saca su identificación, uno de los polis la saluda moviendo la cabeza hacia abajo.
Al salir del ascensor en el séptimo piso —el número por cierto del 7 de junio en que vio por vez última a Yovanna—, toma el pasillo y ve la oficina a oscuras, la puerta cerrada. Eduarda, la recepcionista, no ha llegado (tendría que estar aquí desde las ocho). Se sienta al lado de la puerta. Le va naciendo la sensación de vaciedad y hartazgo que tantas veces conoció de niña cada que su madre, volviendo a la realidad desde la permanente misa que le supuraba en los sesos, la descubría en el baño o bajo las sábanas y la ponía por horas frente a la pared en el cuarto de lavado, de espaldas a la ventana y su vidrio enmohecido, luego de haberle ajustado en las nalgas tres cinturonazos y de haberle frotado con chile los dedos. Ella ahí de pie se quedaba, muda por dentro, igual que si alguien le hubiese puesto en el cráneo un pedazo de madera.
Luego de media hora llega Francisca. “¿Y Lalita?”.
“¡No ha llegado, tú crees!”.
Fran abre la puerta. Ella así pasa a su cubículo, saca el tamal de la bolsa. Suena el teléfono. Es la voz del jefe, seca e impositiva. El hombre le dice que hoy no va a venir a la oficina. Gerardo (su chofer) se le reportó enfermo. “Nada urge, tómate el día libre”, ordena casi ladrando antes de colgar. ¿Habrá Gerardo puesto ya su plan en marcha? Hace pocas semanas le dijo que ya estaba harto: cuando menos nadie lo esperase, se iría al Otro Lado —y adiós a un salario de la verga, adiós gritos del jefe que se cree gachupín, adiós a las llamadas de su ex buscándole los tres centavos que por sus meras pistolas él le descuenta mes con mes de la pensión—. ¿Se habrá ido ya? Tiene a veces Lucía la intuición de vivir en una Ciudad que, por tan descomunal —una acumulación estridente de barrios y avenidas y personas atascadas en un valle envejecido—, exigiría de sus habitantes la caridad de irse para así liberar un poco del asfixiante espacio mínimo que cada quien ocupa siempre con una sensación de inmerecimiento y claustrofobia.
Marca el celular de Yiovanna. Una voz femenina le avisa que “El número que usted marcó está ocupado o se encuentra fuera del…” Pulsa una tecla, corta la marcación, suelta el aparato, se lleva las manos a la cara, y todo es porque (otra vez, igual cada día desde junio) esa voz le está anunciando no únicamente el rechazo de la pinche perra puta de Yiovanna, sino la decisión que esa joven de labios carnosos y pelo oscuro y largo tomó de no verla más y no contarle nada de sus fisuras y sus ríos interiores —como si la voz grabada por la compañía de teléfonos le estuviera haciendo saber un mensaje cifrado: que ella, Lucía, no tiene vísceras normales sino rocas quemadas, rocas dispersas en un frío desierto interior—. Cuando la exasperan los celos no tarda en decirse que Yiovanna habrá regresado con el patancísimo, el machito de Valerio, o se habrá encontrado a una chava con menos pedos de infancia, con más mediodía en la piel y menos palidez en el alma.
Vuelve a marcarle. Otra vez. De nuevo. Lo que nunca haré, se ha dicho, es ir a su casa a rogarle. Tampoco le seguiré enviando mails.
Marca de nuevo.
Hacia mediodía, Fran asoma la cara a la puerta del cubículo. Dice con expresión de niña traviesa: “Le levantaré un acta; ya con ésta la despiden”.
“Esa Lalita. Pobre”.
“Así no se puede. ¿Qué se cree? Nada más falta que se quiera andar jefeando”.
Hace pocos días, Lalita entró al cubículo de Lucía. Iba con uniforme verde, como el de un policía judicial. Le pidió a Lucía su pasaporte. Cuando, llena de angustia, ella se buscaba en pantalón y bajo la blusa, balbuceándole yo soy de aquí, no ocupo pasaporte, de reojo vio cómo Lalita se iba acrecentando a lo largo del espacio hasta terminar vuelta una mole ocre de gran altura, una barda de consistencia chiclosa que amenazaba con derrumbársele encima.
Mueve Lucía la cabeza, pasa saliva como si así drenara de la boca de sus miedos el lodoso recuerdo.
Le marca otra vez a Yovana.
“Oiga, debo avisarle. La joven Alejandra ya dejó su recámara”.
“¿Cómo…? Apenas si la vi antier salir de su cuarto. ¿Y la maestría la va a dejar?”.
“Sí, tuvo que regresarse a Campeche. Que hay problemas en su familia”.
El cuerpo hombruno de doña Luisa está comiendo en la sala frente al televisor. Cae en la cuenta Lucía de que con Alejandra apenas si intercambió tres o cuatro saludos en los dos meses que la joven llevaba en el departamento. Como siempre estaba ahí, estudiando encerrada en su cuarto, nunca tuvo el interés de sacarle plática.
“Qué mal”, retoma. “Y además no era una maestría fácil, Ciencias Químicas…”
“Si sabe de alguien que quiera rentar el cuarto, le pido que le dé mi número”. Lucía dice que sí, camina a la cocina, abre una lata de atún. Cuando pasa al comedor, doña Luisa ya se va levantando y se encierra en su recámara.
La joven se pasa la tarde en el cuarto viendo el techo. A ratos se enrolla un mechón del cabello con el índice izquierdo, luego con la yema de los dedos como que acaricia los botones del celular, casi pidiéndoles que por su cuenta y a espaldas de su consciencia empujen los dígitos que ella no se atreve a marcar.
Escucha los ruidos en el techo: son las patas del perro. Luego, los tacones de la dueña (vive con un ruso). Una vez se los vino a topar allá abajo, a las puertas del ascensor. Ellos, el ruso y la mujer, venían llegando con su pastor alemán y después de que hubieron entrado en la caja, ella se quedó ahí parada (con el hedor canino agrediéndola).
Apenas sale de darse un baño, cae en la cuenta de que el pie izquierdo no le duele más; los piquetes han desaparecido desde la tarde de ayer, y ahora su cuerpo lo cree traer más liviano. Toma la cacerola para poner café y al abrir la llave no sale agua. Va al lavamanos (y lo mismo). Por lo menos alcancé a bañarme. Desayuna un sándwich, lo acompaña con un vaso de Choco Milk.
Cuando ha bajado las escaleras ve la puerta de salida abierta de par en par, y frente al edificio un camión de mudanza. Ya en la banqueta vuelve la mirada y distingue al ruso saliendo del ascensor: porta una caja de cartón, viene seguido de un hombre corpulento también con cajas en los brazos. Se percata Lucía de que a dos pasos tiene al pastor alemán, atado con la correa a la defensa del camión. Salta asustada, se le desata la ansiedad del corazón, lo mira luego con gesto de asco y rabia. El ruso le habla guturales palabras al perro. Lucía apresura el paso, queriendo gritarles uy qué tristeza que se van, cerdos.
Ya en el Eje mira vacía la banqueta en el sitio habitual de los tamales. De seguro ya se fue con su Dios ese inocente de la cachuchita, ¡que le aproveche! A la izquierda los escasos autos pasan veloces. El semáforo de Independencia no parece para nadie un obstáculo. Eso de aprovecharse del lento tráfico del Eje cada mañana para quedarse viendo a mujeres al volante nunca le ha redituado ninguna amistad, pero qué tal que un día (se ha dicho) así conoce a alguien. Al pasar por la Farmacia San Pablo se da apenas cuenta del silencio. ¿Me estaré volviendo sorda? Levanta los ojos al cielo: milagrosamente despejado, de un azul clarísimo y con una suerte de brillo casi angelical en la luz. Sólo dos autos se ven venir de norte a sur por Independencia. Yergue los hombros, estira la cabeza y al ganar estatura por esta sensación de calles solas y espacios abiertos es como si hubiera su cuerpo amanecido más etéreo y con la ambición de liberarse de la cerrazón del suelo. Llega a su trabajo; en el lobby, sobre el escritorio de registro, ahí olvidada como luego de haber desvestido al maniquí de un policía, alguien puso una gorra azul.
Ni Eduarda ni Fran han llegado. Espera media hora. Una hora. Algo soñó anoche, algo que la puso de un talante sereno. Querría recordar el sueño; nada; es como si le robaran un juguete nuevo, una cosa musical y dulce que su cuerpo agradecería ver o tocar u oír, o incluso devorar con los tejidos igual que a una droga. Y nada. Así como esa vez que sus padres la olvidaron en el metro y una mujer mayor la entregó a los guardias; mientras estuvo esperando en una oficinita, trajo una calidez blanda bajo la piel que se le borró apenas vio a sus padres, vestidos de negro, llorosos, abalanzándose hacia ella. Aunque no lo evoque en sus términos sabe que gracias a ese sueño huidizo de anoche no ha tenido hoy el impulso, ese cosquilleo lastimoso tan afín a su onanismo adolescente, de marcarle a la Yiovanna. Le marca a Fran. Se escucha un pitido agudo de que está ocupado o colgado o sabrá la verga qué. Los de Internacionales, en el despacho vecino —confirma pronto—, hoy no trabajaron. No puede (piensa) haberse equivocado. Hoy no es un día de asueto (¿por qué nadie me dijo?).
Hacia las once y media decide volver a… ¿cuál es mi casa? La molesta (la ensombrece) que esa palabra se obstine en derretírsele como un polvorón de arsénico en la lengua. Se le esfuma la serenidad orgánica que iba trayendo, igual que si a cambio le emergiera cochambre en la piel. Ya conoce estas caídas. ¿Por qué ha de trabajar aquí, en una oficina donde no hace nada sino llenar formatos, diagramas, reportes, y todo para pagar un cuartito en un departamento lleno de cucarachas a esa mujer alcohólica de cincuentitantos en cuyo rostro ve duplicado —como un eco que antecede a la voz— el suyo del futuro? ¿Por qué hay otras que nacen al mundo con autos, tarjetas bancarias y viajes al extranjero, que viven la vida con padres sonrientes, con amores joviales por lo menos? Reniega de la helada franja tan opaca que pareciera anidársele y crecerle en días como éste por el centro del pecho. Lo hablaría con Susi, su hermana diez años menor, la única que (¿será eso cierto?) la ha entendido, acaso por vivir más jodida aún, en la silla de ruedas. ¿Qué será hoy de la mirada de Susi, en la angosta sala de la casa de sus padres, viendo la tele mientras separa frijoles sobre la mesa o remienda ropa cuando se lo permiten los sofocos y tosidos de su condición? Ha creído querer ir a visitarla, mas la detiene —o con eso se miente a sí misma— traer vivas y vociferantes las caras cerradas de sus padres, sus voces toscas envolviendo con la persignada saliva del asco cada palabra.
Llama el elevador. Se queda palmeando el piso con la suela del tenis derecho hasta que advierte lo que ha estado ahí desde hace cuánto: la penumbra en torno suyo. Ve con asombro la puerta cerrada del ascensor como si, entre las sombras, habría de formarse el rostro de una Yovanna burlona y silenciosa. Baja los siete pisos por las escaleras, también el lobby se halla a oscuras: ¿todos sabían del apagón entonces?
Ya en el edificio en que vive, llama el ascensor. Aquí tampoco hay energía eléctrica. No ve al muchacho que limpia; querría preguntarle cuándo regresa la luz. Sube —falta de aire— la escalera. Doña Luisa no está en la sala. La casera trabaja en las noches cantando en un bar, a estas horas usualmente se le escucha en su recámara viendo en la tele el programa Venga la alegría (mas hoy no).
La joven entra a su cuarto. Se acuesta, duerme. Despierta. No recuerda qué habrá soñado. Toca a la puerta de doña Luisa. Nada. Pasa a la sala. Le marca a Giovana. La misma voz, lo mismo. Temblando marca el número de Julián. Le habla a la oficina. Nadie contesta. Habla a su casa. Le habla a la Mari. Cuelga la bocina.
Sale del edificio, tuerce a la salida oriente, por Bulevar Exilio Español. El vigilante de la entrada del fraccionamiento de seguro fue a comer. La Farmacia de Similares muestra letreros rojos de clausurado. Avanza hacia el metro. El Kentucky Fried Chicken se ve derruido, en sus paredes se notan los contornos negros de humo como suspiros dejados por un incendio. Ve a la anciana de todos los días afuera del Scotiabank, sentada sobre la acera, con la mano extendida; al acercarse ve ahí un bulto de arena.
En el metro, la boca subterránea muda y oscurecida. Una reja bloquea el paso. Trae hambre. Levanta los ojos: ahí está el Vips, un restaurante al que nunca ha entrado porque desprecia a las familias tan ruidosas y sonrientes que fingen disfrutar esa comida de plástico. En el lugar se ven cúmulos de concreto deforme y basura.
Querría tener aún el dolor de la pierna. Y no. Trae ligero el cuerpo, con un peligroso efecto de saqueo por dentro, como si el hambre la hubiera venido vaciando (los jugos gástricos devorándole sus propios tejidos), o como si durante la noche sus órganos y huesos y músculos se le hubiesen vuelto de una materia más esbelta que el aire para escapársele de a poco y con cada exhalación de sus pulmones, y sólo ahora comprobase traer una piel solidaria que por el mero hábito se mantiene en pie fingiendo envolver el cuerpo ausente. Se palpa el abdomen sobre el suéter de rayas blancas y grises: está temblando. Son ellos los que (se cubre la boca con la mano). ¿A dónde se habrán mudado el ruso, su esposa, el pastor alemán? ¿Y Giovanna? ¿Estará escondida en algún lugar con el resto del mundo, jugando a burlarse de la única persona que no ha entendido la sobria verdad del desamor? ¿En qué calle están todos los otros, en qué edificio de esta Ciudad antes tan incesante, tan llena de rugidos y movilidades a la que un mustio apocalipsis ha venido a dejar en su esqueleto?
Vuelve a buscar el cielo. El azul delgado se ha venido volviendo una tonalidad blanquecina en muchas partes, una amplia nube sin espesores, ya una placa hostil de tan aséptica usurpando el sitio humano del esmog y los vientos y cables y aviones. Divisa a lo lejos la silueta de un microbús. ¿A dónde va esa ruta? El letrero en el frente del vehículo consiste de caracteres rojos que forman en la distancia una plasta borrosa. Corre unos pasos, se detiene con miedo de que, de seguir avanzando, o de sólo respirar, la imagen se deshaga. Permanece de pie, saca cuatro pesos de un bolsillo de su pantalón. Su pie derecho palmea el asfalto.
Los dedos de sus manos frotan ávidos las monedas. El microbús sigue fijo en el otro extremo de la cuadra, con el motor jadeando como cansado. EP