Taberna: La sal de la tierra

En esta columna, Fernando Clavijo escribe sobre el importante e histórico papel de la sal en la sociedad y la cultura humana.

Texto de 08/08/24

Sal

En esta columna, Fernando Clavijo escribe sobre el importante e histórico papel de la sal en la sociedad y la cultura humana.

Tiempo de lectura: 6 minutos

En el famoso “Sermón de la montaña”, o “Bienaventuranzas”, Jesús habla a sus discípulos desde un monte que probablemente sea el Eremos, el Arbel o los Cuernos de Hattin, pero que en todo caso está en el extremo norte del mar de Galilea, Israel. En este, según nos relata el Evangelio de Mateo, bendice a sus seguidores por todas las cualidades —o carencias— que los hacen menos en este mundo, pero afortunados en el siguiente. Es, además de un modelo perfecto del discurso de propaganda, un recordatorio del carácter revolucionario de los inicios de la religión cristiana.

“Ustedes son la sal de la Tierra.”

Una vez que ha cautivado a sus acólitos con, precisamente, bienaventuranzas, empieza la exhortación o la llamada a la acción, que es el objeto y fin último de toda persuasión. He aquí que el texto en griego —pues no es descabellado pensar que un texto revolucionario en el Imperio romano estuviera escrito en esta otra lingua franca, considerando su origen y difusión— dice lo siguiente:

“Ὑμεῖς ἐστὲ τὸ ἅλας τῆς γῆς· ἐὰν δὲ τὸ ἅλας μωρανθῇ, ἐν τίνι ἁλισθήσεται; εἰς οὐδὲν ἰσχύει ἔτι εἰ μὴ βληθὲν ἔξω καταπατεῖσθαι ὑπὸ τῶν ἀνθρώπων.”

Lo primero puede traducirse como: “Ustedes son la sal de la Tierra” (Ὑμεῖς ἐστὲ τὸ ἅλας τῆς γῆς), que para el aficionado a la cocina es naturalmente cautivador. Ese polvo aparentemente ordinario, casi indistinguible de la arena del desierto, es especial. Es especial porque es corrosivo, fuerte y tiene gusto. Tiene un poder disruptivo en los elementos con los que convive. Y a la vez sala, sazona los alimentos, da sabor a la vida. Lo diferente, dice aquí Jesús, posee un valor justamente por ser distinto, y condimenta la realidad estática. En aquella época, la sal servía incluso para espolvorearse sobre las lámparas de aceite y así hacerlas resplandecer.

Lo que sigue es un poco más críptico: “[…] y si la sal perdiera su potencia, ¿para qué serviría? Para nada, más que para ser arrojada y pisoteada por los hombres”.1 Es decir, si ustedes, seguidores míos —dice Jesús—, no son diferentes, serán solo el piso sobre el que caminarán los demás. Volverán a ser esclavos, pobres, indigentes.

La religión que profesó Jesús en su momento fue lo contrario de lo que esperaban los romanos. Era claro que los pueblos estaban hartos de la opresión del primer súper-poder global, Roma, y la rebelión no era cosa nueva. Sin embargo, esta sí lo fue, pues en vez de venir encabezada por un líder fuerte, un militar o un hombre de Estado, llegó en boca de un pobre entre los pobres, aun si se subía a una montaña. Y este hombre común profesaba lo contrario de la violencia: amor (seguramente la experiencia que más sabor da a la vida). Donde hay amor no puede haber poder, y viceversa. El sermón de la montaña ataca, pues, al edifico mental que era Roma como institución hegemónica —y del cual emanaban las leyes— al contraponerlo a la soberanía y justicia divinas. La homogenización territorial y cultural que ejercía el mayor Estado de la historia era puesta boca arriba por unas pocas palabras bien condimentadas.

Es, sin duda, una llamada hermosa a la desobediencia. Y una llamada de atención al valor de ciertos productos que a veces damos por sentados: el mejor platillo en el restaurante más caro no es nada si tiene demasiada o muy poca sal. La sal en esa época era, además, mucho más cara que hoy en día. Representaba, para decirlo de alguna manera, una mayor proporción de la canasta básica, tanto que la palabra salario proviene, justamente, de las bolsas de sal con las que se pagaba a los militares romanos.

En otros lugares, como en el salar de Uyuni, Bolivia, la sal simplemente se recoge. Este desierto andino a 3,600 metros sobre el nivel del mar es completamente plano —tanto que sirve como superficie de calibración para los satélites— y se puede recorrer en camionetas Toyota que van a la deriva, navegando a buena velocidad sin GPS ni marcador aparente. De pronto, aparece una isla y la camioneta se dirige a ella. Está cubierta de cactáceas y flores rojas, pajaritos y lo que a primera vista parecen conejos. En realidad son vizcachas, nombre quechua de estas parientes suavísimas de la chinchilla.

Como puede imaginarse, este lugar tan raro —no siente uno estar en la Tierra— es lo que queda de lo que alguna vez fue un lago. La sal que la evaporación ha dejado forma hexágonos (llamados “celdas de Bénard”) en el suelo, salvo en lugares donde la amontonan para cosecharla. Se extraen 25 mil toneladas de sal al año, ritmo que podría mantenerse por un periodo de 400 mil millones de años antes de que el recurso se agote.2

Pero en la Antigüedad “no existía” Sudamérica. En aquellos tiempos —como rezaría la Biblia— la sal era preciosa porque se minaba y luego se hervía o se dejaba la salmuera al sol para cosecharla luego de la evaporación. Los egipcios la recolectaban de lagos secos. Costaba trabajo obtenerla y transportarla, y por eso no se tiraba ni se pasaba de mano en mano, gestos que hoy en día se consideran de mala suerte. En ambos casos, sin embargo, se utilizaba no como sal de mesa,3 sino como un método de preservación.

Ese gusto se conserva hasta nuestros días. Los ejemplos más a la mano son el bacalao y el jamón ibérico, sin duda la joya de la corona de la preservación. En el caso del pescado, el sabor salado se conserva aun después de desalado y rehidratado, y me hace pensar en el gusto que tendría una gran cantidad del pescado que se consumía en la Antigüedad, o incluso hasta hace muy poco tiempo, cuando se inventó el refrigerador. El jamón, por supuesto, es una proeza por su tamaño. “Curarlo” adecuadamente requiere un equilibrio perfecto de humedad y temperatura, y lograrlo sin cámaras de enfriamiento artificial no es menos que un arte. Cuando aventureros como Magallanes o el propio Cortés se embarcaban en sus travesías inciertas, llevaban principalmente este tipo de proteínas como alimento (además de algo que llamaban “galleta” y un montón de vino). El reto era consumir las carnes antes que las ratas y la putrefacción, pero no tan rápido como para quedarse sin sustento.

El proceso de curar alguna carne implica quitarle la humedad, que es terreno fértil para la proliferación de bacterias. Estas no se reproducen en presencia de la sal, y por eso se utiliza en combinación con el frío para hacer más lento el desarrollo de los sabores en las masas para pan. Curar carnes en casa es fácil, siempre que se haga con piezas pequeñas. Yo lo he hecho con pechugas de pato de cacería, lomos de bacalao y por supuesto salmón. Solo hay que condimentar con pimienta y alguna hierba que nos guste y dejarlo macerar unas 24 horas. Luego, ya bien seco el producto, se cubre con una mezcla que sea mitad sal y mitad azúcar, se envuelve en plástico bien ajustado y se deja uno o dos días en el refrigerador, de preferencia con un peso encima y una reja debajo para que suelte el agua. También puede usarse como un paso previo a la elaboración de ceviches: simplemente hay que poner los cubos de pescado en sal durante unas 4 horas antes de empezar con la preparación deseada. Otro recurso muy de moda en las cantinas es el pescado a la sal, para lo cual se cubre un pescado entero con sal y se mete a un horno precalentado a temperatura alta; estará listo cuando la cocina huela a pescado.

Por supuesto, el abuso de la sal puede llegar a ser nocivo. Sabemos que su consumo excesivo aumenta la presión y daña los riñones. Sin embargo, su consumo en exceso rara vez viene de abusar del salero —como pensó algún ocurrente amigo del entonces gobernador Mancera al prohibir saleros en las mesas de los restaurantes de la CDMX—, sino que viene de los alimentos procesados. Pero más que eso, el consumo de sal es muy necesario para la salud, pues nos mantiene hidratados y promueve el buen funcionamiento nervioso y muscular. Es, además, uno de los mayores casos de éxito como política pública, pues la sal yodada contribuyó a la erradicación del bocio, una enfermedad mental discapacitante.

“[…] el consumo de sal es muy necesario para la salud, pues nos mantiene hidratados y promueve el buen funcionamiento nervioso y muscular.”

En lo público, el espíritu de “la sal de la Tierra” sigue vigente en el énfasis actual en el respeto a las minorías de todo tipo. A nivel individual, es un recordatorio de cómo el contraste aumenta el disfrute de la vida. Es así un elemento social, personal y culinario por excelencia. Pensemos, por ejemplo, en el efecto que tiene un poco de sal sobre un trozo de chocolate; o, para volver a la infancia en un segundo, simplemente dentro de una tortilla enrollada. EP

  1. Traducción propia. []
  2. Tiene además la mayor reserva de litio del mundo. []
  3. Hoy en día hay excelentes sales de mesa recolectadas con métodos tradicionales, y con las cuales el comensal puede incluso empezar una conversación, como con los botecitos de cartón con sal de Camargue; o los de cerámica con sal de Ibiza; o los de barro con sal de Cuyutlán. []
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