En esta columna, Fernando Clavijo nos ofrece una crónica sobre su experiencia turística y gastronómica por las calles de Oaxaca y sus deslumbrantes playas.
Taberna: De paseo por Oaxaca
En esta columna, Fernando Clavijo nos ofrece una crónica sobre su experiencia turística y gastronómica por las calles de Oaxaca y sus deslumbrantes playas.
Texto de Fernando Clavijo M. 15/11/24
El mes pasado decidí recorrer la nueva carretera que va de Oaxaca a Puerto Escondido. Acababa de reacondicionar una camioneta que tengo hace casi 20 años, teníamos una comida en San Andrés Huayapam, y todavía no empezaban las clases en la UNAM. Digamos que se alinearon los planetas y salimos, esperando que no hubiera derrumbes y que la gasolina no nos desbancara.
De camino hicimos una primera parada en la ciudad para comer, pues no había prisa y el aura gastronómica de Oaxaca nos llamaba. Ya había terminado la Guelaguetza y con ello el tráfico, así que paramos en un restaurante del centro histórico, llamado Catedral. Ahí comimos ávidamente molotes (croquetas de plátano macho) y garnachas (frituras con carne deshebrada) acompañadas apropiadamente de col en escabeche, pues la acidez refresca la boca tanto como la grasa la satisface. Luego, para evitar pesadumbre en el trecho de carretera que aún nos quedaba por delante, probé un chile de agua relleno de quesillo con chapulines. Venía capeado, pero un capeado tan fino y ligero que solo agregaba un toque de dulzura para balancear el chile fresco con el interior ácido y salado. Hice un nota mental: “Hay que llevar de estos chiles de regreso al DF”.
Luego de una salida un poco desesperante de la ciudad de Oaxaca, pues hay un sinfín de topes —aunque bajitos— que obligan a frenar para volver a acelerar, y de un tramo de carretera federal, se llega a una autopista nuevecita. Tan nueva que no tiene casetas funcionales y por tanto es gratuita; incluso le faltan algunas líneas y señalización. Pero, a cambio, el asfalto es lisito y el terreno que la rodea es tan denso que esta parece una línea recién trazada en la arena que no tardará en desaparecer. Los verdes son una gozada: de pronto coníferas en un bosque metido en una nube, y al poco rato selva con lianas y todo. Y, de vez en cuando, magueyes verde-azulados prometiendo mezcal. Valle tras valle en el descenso de la sierra hacia la costa, con buenas rectas y curvas no muy pronunciadas. Hasta que, a lo lejos y casi indistinguible del cielo, aparece el mar.
Nosotros cruzamos Puerto Escondido, dejamos atrás el aeropuerto y seguimos un tramo más hasta llegar a la laguna de Manialtepec, un cuerpo de agua dulce filtrada del cerro famosa por su bioluminiscencia. Eso indica que ya estamos cerca. Así pues, buscamos la entrada a una brecha de arena y charcos de lluvia que yo no quería que terminase nunca, pues estaba como niño con juguete nuevo en mi camioneta renovada. Pasamos Casa Wabi —la fundación dedicada al arte promocionada por Bosco Sodi, un recinto de concreto del rey de este material, el japonés Tadao Ando, pero con una chimenea y paisajismo de Alberto Kalach, y hasta un gallinero del portugués Álvaro Siza—, luego el Hotel Escondido, encantador proyecto de hábitat operado por la mano experta de Moisés Micha, y más adelante las cabañas Punta Pájaros del “Pájaro” Luis Urrutia, pasando por el restaurante japonés “omakase” de Kalach y la mezcalería “Cobarde”, hasta llegar a un ramillete de casas del arquitecto Alberto Calleja.
¿Qué se puede decir de estas casas, su costa y vegetación renovada? TAC, como se llama el despacho que realizó su diseño, logró casas de una media justa entre el lujo y lo doméstico. Es decir, son casas que proponen un discurso arquitectónico claro, pero que no por ello pierden la escala humana, de modo que uno no tiene esa sensación de estar en un museo. El concreto es tan liso y bien ejecutado como solo se podría esperar de los trabajadores capacitados por el propio Alex Iida, enviado por Tadao Ando a México para la ejecución de Wabi. Este concreto es como una seda (lo que le ganó un premio Pritzker en 1995), y se utiliza no solo como trazo limpio y elemento de carga, sino incluso como reflector de luz. Los albañiles en México no cuentan con las revolvedoras controladas por temperatura ni con rociadores temporizados, de modo que estas paredes tiene el mérito extra de haber sido mezcladas a mano con pala y trompo manual, y fraguadas en el calorón de esta playa. Son, realmente, obras artesanales cuyo proceso tuve el gusto de documentar hace unos años.
Me gustaría hablar más de arquitectura, incluso de interiorismo, mencionar que estas casas y otras del mismo taller son como mandalas, aun si son lejos de circulares. Pero no hallo el lugar pues he de gravitar hacia la cocina y el comedor de Bacana, la casa en la que no quedamos. La cocinera, un mujerón de nombre Estela, arranca suspiros por su porte y con sus platillos regionales. Un día pone a remojar el maíz, al otro día lo lleva al mercado a moler y al tercer día hace aparecer tamales para el desayuno. Dos salsas, coloradito y mole negro, este último con ese sabor a chile quemado que si no fuera tan delicado se sentiría en la garganta. La masa, suficientemente real como para tener uno que otro grano de elote por ahí, se convierte en telita fina entre los pliegues de las hojas que la envuelven. No puedo pensar en un lujo mayor.
Luego de la estancia en la playa, volvimos a Oaxaca por más platillos tradicionales, esta vez mirando con más cuidado los numerosos predios dedicado al cultivo del maguey. Gracias al contacto del mezcal Bi Huati visitamos el palenque de su proveedor Ambrosio Martínez Blas, que surte a esta marca de las variedades Cuixe y Jabalí. El palenque no puede ser más tradicional, con una tahona en funcionamiento, es decir, una piedra volcánica atada a un burro, con la cual se trituran las piñas de maguey una vez que salen del horno. El horno es como una barbacoa, una pila de piñas cortadas a machete rodeada de madera de ocote que se enciende y cubre de cenizas durante varios días para lograr suavizar las fibras. El resultado de esta molienda se pone a fermentar en grandes tinas de madera, que desprenden un olor como a tepache. Entre el horno, las piñas cocidas y la fermentación, hay en el ambiente un olor dulzón y alcohólico delicioso. El líquido obtenido luego de la fermentación pasa por los famosos hornos con alambiques, que logran destilar el mezcal gracias a la evaporación y sucesiva condensación.
Según nos dijo Ambrosio, ellos llevan a cabo una doble destilación. Pudimos probar un poco del producto que estaba elaborando en ese momento, Madrecuixe y Tepextate, este último más fuerte, proveniente de un maguey frondoso y de hoja gruesa. Al final, estos líquidos pueden verse almacenados en damajuanas que adornan los restaurantes y bares de la ciudad.
Visitamos dos restaurante más que merecen mención. El primero es Zandunga Sabor Istmeño, en el centro. Una casa restaurada, con techos altos y patio interior, en la cual se sirven platillos tradicionales. Comimos tlayudas con tasajo, garnachas y molotes, cerveza artesanal, mezcal y un mole negro que casi me sacó lágrimas. Creo que es el mejor mole que he comido, con un toque de chile quemado y a punto de ser dulce sin llegar a serlo. El otro, unas cuadras más arriba pero ya en el barrio Xochimilco —un vecindario aparentemente creado por los xochimilcas, actualmente lleno de cafés, galerías, el Centro Gastronómico de Oaxaca y la hermosa Biblioteca Infantil de Oaxaca1—, se llama Ancestral Cocina Tradicional. Este es más que recomendable, imperdible. En este establecimiento a primera vista sencillo comí una tostada delgadísima, casi una tlayuda, apenas embarrada de aguacate y con chapulines, gusanos de maguey, y una mezcla fina de berros y cilantro tiernos, cuyas hojas son por lo menos menos de una cuarta parte del tamaño al que estamos acostumbrados en el supermercado. Luego, una sopa de guías, que es un caldo con calabacitas, flores y el “tallo” de la planta, con chochoyotes (bolitas de masa) y un elote. Cuando una sopa es buena, reconforta como ningún otro platillo.
De salida, una parada en Casa Oaxaca por un martini de mezcal, llamado “Serranito”. “Solo” mezcal con chartreuse, jengibre, miel y ese dejo a chile verde. Es simple, pero no sencillo pues el balance era perfecto.
La gastronomía de Oaxaca da para muchas visitas y muchos artículos. En esta ocasión puedo recomendar además visitar Tlacolula y su mercado, con productos y vistas que parecen eternos. Nosotros pasamos de largo para ir a una fiesta en Huayapam, un poblado pequeño pero muy acogedor. En una de sus casas, un amigo de la natación festejó su cumpleaños con calendas (monos gigantes que bailan al ritmo de una banda de vientos y tambores), lo cual es tan primario que no puede esconder su carácter ritual. No hay mucho que pensar; solo hay que dejarse llevar por el ritmo fácil y ponerse a brincar, zapatear o manotear al son de la tambora, ni solo ni en pareja sino en conjunto y dar rienda suelta a ese acto sagrado que es la fiesta. Sin fotos, sin reflexiones o discursos. Después de eso la convivencia, la plática y la risa vienen con facilidad, y no importa si el DJ pone a Eminem o a Los amigos invisibles. Algo que coronó esta fiesta, y que uno no debe dejar de probar en una visita a Oaxaca, es el helado de leche quemada mezclado con tuna, una combinación finísima de textura con aroma y color. Además, gollorías y tostadas de corozo.
Pasear por las calles del barrio de Xochimilco y por el Centro Histórico de Oaxaca es un bombardeo de cultura. Cada edificio, cada monumento, olor y sabor es un estímulo a los sentidos y al alma. La densidad cultural de este estado es enorme, cuya arquitectura, galerías, historia colonial y prehispánica, hasta el paisaje de magueyes azules, nos refieren a algo local. Es una tristeza que se escuche el inglés con mayor frecuencia dentro de los locales comerciales, y el zapoteco solo en cuchicheos cuando una señora se acerca a vender flores o tan solo alarga la mano para pedir limosna. Limosna, como si estuviéramos en qué siglo… ¿de verdad vivimos en un mundo así?
El mercado es la última parada irrenunciable, más cuando uno está invadido de la manía consumista que todo se lo quiere llevar a sus cofres. Yo fui por quesillo —solo en el DF se le llama “queso Oaxaca”— y en una esquina una señora de nombre Carmen me dijo: “Este es el mejor queso de la ciudad”, así que probé un trozo de esa doble crema hilvanada y comprobé que sí, decía la verdad.2 Además, compramos chapulines, chiles de agua, mole negro, chocolate y esos cacahuates salteados con chile y ajo que tan bien le van a una copa antes de la comida.
Pero antes, en la zona de humo, tasajo y chorizos pequeños y redondos asados al carbón al momento. Para acompañar, rábanos con sal y limón, salsa roja, cebollas y chiles verdes. Nuestro país es tan exótico y satisfactorio que es inevitable sentirse afortunado. “Esto no es normal”, le recuerdo a mi hijo, pues habitamos un país lejos de ordinario.
Luego, feliz en el momento mismo de comer, de caminar y de hablar con los amigos —no en una cavilación posterior— sabemos que es hora de volver. Mi camioneta vieja-pero-renovada, que acumuló 1,500 kilómetros esta semana, sigue siendo un juguete para mí, de modo que logro disfrutar el trayecto de vuelta, algo que a veces puede ser difícil. Estar presente tanto en el viaje como en la fiesta, en la playa o en la comida, es un don que el paisaje de la carretera Oaxaca-México facilita. Y si bien la entrada a la ciudad es lenta, queda el gusto de regresar a casa. ¡Hasta la próxima, Oaxaca! EP
- En cuyo interior hay un extracto de la novela de Isabel Zapata, Una ballena es un país [↩]
- Pueden comprarlo en la entrada al mercado Benito Juárez por la calle Aldama, o llamar al 951 1799098. [↩]
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.