Fernando Clavijo nos ofrece una crónica de un mañana en la Central de Abastos de la Ciudad de México, un espacio donde cada día convergen la energía, la ilusión y la perseverancia de miles de mexicanos.
Taberna: Una mañana en la Central
Fernando Clavijo nos ofrece una crónica de un mañana en la Central de Abastos de la Ciudad de México, un espacio donde cada día convergen la energía, la ilusión y la perseverancia de miles de mexicanos.
Texto de Fernando Clavijo M. 06/07/23
A las 5:45 de la mañana cerramos los coches y nos asomamos sobre el puente del estacionamiento, sobre el pasillo Q-R de la Central de Abastos. El cielo ya tiene la luz del nuevo día, y abajo los tráileres y contenedores están tan juntos que no se ve el pavimento. “¿Cómo los meten?”, pregunto. “Pues echándole muchos huevos”, me contesta Tomás.
Bajamos las escaleras al pasillo de contenedores y entramos al de venta. Ahí están los vendedores de frutas y verduras en general. Tomás camina a un paso que está a nada de convertirse en trote. Por los pasillos circulan diableros cargando cientos de kilos de cebollas, espinacas, tomates y papas. Su paso es de urgencia, no da lugar a dudas sobre el esfuerzo y la prisa, y chiflan cuando están a punto de alcanzarte para que te muevas a un lado. Dentro de cada local están los comerciantes con cajas de producto especializado, a veces es uno solo (como uno de papa, al que Tomás se acerca y dice: “Paso ahorita de regreso, apártame seis bultos de Atlantic y unas Primeras”) y a veces unos cuantos, como el caso de las fruterías.
Estoy aquí para acompañar a mi amigo durante unas horas y absorber lo que pueda. No intentaré abarcar toda la Central de Abastos, pues para parafrasear a Oscar Wilde, quien busca agotar un tema agota a su audiencia. Baste decir que la página del gobierno la describe como el mercado más grande del mundo.1 Unos 70 mil trabajadores mueven 122 mil toneladas de producto a diario en una superficie de 264 hectáreas.
Seguimos el recorrido, a un paso que parecen carreras. Tomás hace una revisión rápida de los locales por los que pasamos: papas, pimientos (“tengo el XL”, le gritan, “como en 20 minutos”; “ok,”, contesta, “paso de regreso”) y cebolla, pero vamos a revisar los jitomates, que es su mayor pedido del día. “Ya revisé los precios en la mañana, pero los tengo que ver, luego no están bien”. Y pasamos a un local donde hay cajas y cajas de jitomate. Se sube a un banquito para llegar al producto, lo toma y dice: “Este está largo, ¿no hay XL?”. “Sí, patrón,”, le dicen —todos lo llaman patrón, pero ellos a su vez son todos patrones— “ese es el XL”.
Él busca uno más redondo y con menos color. Los que compramos jitomate en el mercado o el supermercado para consumir en la semana buscamos frutos rojos, maduros, pero eso en la sección de mayoreo de la Central solo se vende para salsa o para tiangueros. Los que van a enviar producto al interior del país buscan frutos con más días de vida. En el caso de Tomás, que surte pedidos a restauranteros y hoteleros en Cozumel y Cancún, debe calcular una vida útil de al menos 8 días, tomando en cuenta 2 días de puro viaje.
La fruta de invernadero es ideal para este nivel de exigencia, homogénea y duradera. En otro local tienen un fruto un poco pequeño pero que hace pensar a Tomás. Ya hemos visitado tres lugares y ninguno lo convence, ya sea por el precio o la calidad, y conforme pasan los minutos cada vez hay menos disponibilidad. Debe actuar rápido. En un local más hay uno que se acerca a lo que busca y pregunta el precio. “A 1.8 este, aquel a 2.3 y este a 2.5. Cajas de 13 kilos”. “Ok,”, dice Tomás, “¿pero son 13 libres?” “Sí, patrón”, le contestan como si la duda ofendiera. Pero van a pesarlo y la báscula dice 12.5. El que sabe, sabe. Hace algunas llamadas, le dicen que sí tienen el producto, pero no le confirman.
Son casi las 7 de la mañana y el sol ya entra por los bordes entre contenedores y bodega. Una niña de 13 años duerme acurrucada en un banquito afuera del pequeño privado que tienen la mayoría de los locales, con una virgen de Guadalupe, un espejo y una manta. El padre se acerca a ella y le dice que entre a dormir al cuartito. La madre, una rubia fortachona, sale detrás de unas cajas de verdura y le dice: “¡No la metas, si la estoy sacando a vender!”.
Vamos por tomate verde y Tomás lo inspecciona. Le quita la piel a uno. “Bola sana”, le dicen. “8 cajas”, contesta Tomás. “¿Quién paga?”. “Jiménez”. El encargado apunta el dato en una libreta, y en cuestión de minutos ha recibido la transferencia y constancia fiscal, y enviado la factura. En todo el recorrido no se ve ni una computadora, como si el poder computacional lo retuvieran los humanos —tal vez este sea el último frente de nuestra especie contra la inteligencia artificial— y todo funciona de maravilla. Debe notarse que no solo hay eficiencia, sino amabilidad. Cada persona que Tomás ha saludado se ha tomado el tiempo de extender la mano y presentarse conmigo, mirándome a los ojos. Un nivel de ciudadanía y educación que no se ve en otras partes de la ciudad. Incluso con los diableros, que pasan a toda velocidad llevando y trayendo sus cargas pesadísimas, no hay accidentes ni empujones; creo que hay más probabilidad de ser atropellado en avenida Presidente Masaryk que en estos pasillos donde, por cierto, se respeta el sentido.
El olor es verde. Los colores despiertan. La camaradería me arropa y me veo en los rostros de las personas que me rodean, algunos afilados y fuertes, de nariz prominente, otros regordetes. “En esta televisión”, me dice Tomás, “veo los partidos de la Champions League, me ponen un banquito y mi chela”. Salimos a seguir caminando, los pasillos están tan llenos que parece haber cierta euforia colectiva, como cuando se transita por un bar muy concurrido. Vamos en dirección a la zona conocida como “subastas”, aunque a esta hora no hay subastas, pero sí productos más escogidos, como berenjenas chinas, brillantes y delgadas; malanga o taro; pepino europeo, delgado y cubierto de plástico; calabazas de diferentes tipos; elote baby; pimiento del padrón; endivia; ejotes tiernos. La variedad es increíble por su exuberancia; no me da vergüenza decir que me invade un tipo de nacionalismo, maravillado ante la riqueza del fruto y trabajo nacional. Como ejemplo de los precios, los domos de jitomate cherry cuestan 10 o 15 pesos, no más. Nosotros venimos por una caja de albahaca, cuya fragancia exótica, combinada con la de un té de limón cercano, llena el pasillo. Tomás recoge también una caja de echalote, asegurándose de que tenga brillo y firmeza. Además, compra un bulto de elote fresco desde un camión. El vendedor nos dice que lleva ahí desde las 10 de la noche del día anterior, ya son pasadas las 9 de la mañana y apenas está vendiendo su último lote. Este cuesta $300 pesos y trae bastante más de las 144 piezas que forman un titipuchal.
Para cargar todo esto viene uno de los diableros de Tomás. En realidad son de Luis, su jefe de diableros y encargado de llenar, revisar y estibar el contenedor del tráiler que renta Tomás. Este tiene a su cargo a 4 diableros más una asistente. La asistente apunta todo lo que entra o sale. Los diableros —que ganan unos $800 pesos diarios— van a recoger todo lo que Tomás va comprando. A recoger esta última compra mandan a Lalo, y cuando intenta cargar los elotes el peso lo rebasa y no puede hacer otra cosa que dejarlo caer. “Haz de cuenta que es una muchacha”, le dicen, y “¡Hay que hacer pesas!”. Pero dudo mucho que un hombre pueda cargar un bulto así, y Lalo, hijo de Luis, tiene 12 años, estudia entre semana y el sábado viene a ayudar. Su padre lo deja aceptar fajos de billetes de Tomás con el encargo de ir a pagar a un proveedor, y Lalo acepta y gana responsabilidades como parte de su desarrollo personal y ayuda a su familia.
De regreso a los pasillos de fruta y verdura Tomás recibe la llamada de confirmación de un proveedor de jitomate. Pregunta precio, peso y calidad de los frutos. “Vamos a verlo”, me dice caminando a paso de marchista, “con un señor que le dicen El Padre”. Llegamos al local y preguntamos por dicho señor para ver la muestra de producto. En menos de 3 minutos está ahí, amable y enterado completamente del asunto. Todo lo pactado por mensaje de Whatsapp se respeta, y nos muestra una caja con jitomates redondos, grandes y con poco color rojo. “¿Pesa los 3,500 en neto?”, pregunta Tomás. Se acercan a la báscula y esta marca 3,900. “¿Tienes una tarima completa [72 cajas]?”. Le contestan que sí. Problema resuelto, esta compra era la más importante para Tomás y con esto puede sentirse satisfecho.
En este momento hacemos un alto para comer. Ya habíamos tomado una naranja antes, deliciosa, pero ahora vamos por unos tacos. Hay unos llamados “La sagrada familia”, en el pasillo donde la protagonista de la película Nosotros los nobles, Karla Souza, dice algo como: “¿Esto parece Bangkok!”, lo cual es absolutamente cierto. En ese local se venden tacos al pastor, bistec, de todo, y huele riquísimo. En los puentes hay otros locales de carnitas y también barbacoa. Vamos a uno pequeño que tiene tacos de guisado. Pedimos uno de huevo con chile pasilla, y luego otro de chile relleno con salsa vede. No sé que me llena más de gusto, si la delicia de los tacos o la cara de alegría de Tomás. Comer con alguien une tanto como sudar con alguien, ser parte de la cofradía trabajadora es la mayor sensación de pertenencia y humanidad que yo haya tenido. Pagamos $10 pesos por taco y seguimos, ahora a un paso un poco más relajado.
Continuamos con las compras y visitando el camión durante una hora más. En ese tiempo Tomás me relata que lleva este ritmo de trabajo desde hace más de 10 años. Antes tenía una taquería, luego trabajaba en una papelería, y entonces un amigo lo contactó y capacitó para este trabajo. No sabía nada, y se dedicó a hacer esta rutina de compras durante tres meses pero sin realmente comprar nada, solo enviando fotos y precios de productos para los compradores. Así, pasado este tiempo, se dieron cuenta de que con Tomás tendrían mejor producto y a un precio promedio mucho mejor. Incluso una vez contratado, tuvo supervisión durante un año y medio, pero ahora lo lleva todo él. “No sé cuánto más aguante este paso”, me dice mientras caminamos, siempre sonriente. Pienso que esta es una rebanada de México, un grupo de gente muy trabajadora que mueve al país, y tal vez sean las endorfinas del cansancio físico, pero me da la impresión de que esto es más real que lo que leemos en el periódico o escuchamos en las mañaneras: esta es la historia de gente que sale adelante.
No todo es perfecto. Un proveedor le envía una foto de unos nopales todos amarillentos. “No puede ser,”, dice Tomás, “vamos a ver a la señora a la que le compro, deben haberse llevado otro pedido”. Vamos un local especializado en nopales, los mejores son de Milpa Alta y los demás de Morelos. La señora ve la foto y dice que esos nopales no son suyos. Tomás llama al diablero, de nombre Rubén, que supuestamente los recogió, para aclarar de una vez por todas el tema. Rubén dice que vino el miércoles, que la señora le dio los nopales forrados en plástico de la parte de atrás del almacén, y otros detalles. La señora le dice que sí, pero que ella solo manda Milpa Alta para viajes, porque sabe que el Morelos no aguanta y los nopales de la foto son Morelos. “Ok,”, dice Tomás, “gracias”. No sabe qué pasó, cree a ambos trabajadores y se imagina que tal vez haya habido un confusión en las cajas dentro del camión. “Lo voy a tener que pagar yo, ni modo.”
En el pasillo de vuelta un diablero sin camisa, fuerte como Hércules, se queda trabado por el peso que arrastra y no puede subir un paso más. Inmediatamente corre otro diablero cercano a empujarlo hasta que supera la pendiente. La fuerza física es impresionante, y cuando se combina con amabilidad y el exotismo de los productos, me hace preguntarme cómo es posible que nuestro país no sea una potencia económica además de cultural. Pasamos a un puesto de mangos y en lo que Tomás compra, la señora acomoda mangos y su hijo apunta y factura; veo en un rincón algo que ya he visto en otros locales: un pequeño altar con mangos, ídolos, algunos juguetes, maíz e incienso. Lo tomo como una invitación a conservar la fe.
Pasamos a uno de los pasillos que más dinero mueve, el de chiles. Es imposible no toser, pues tanto el chile seco como el fresco se meten en la garganta y pican en la nariz. Luego pasamos a la cebolla, y veo a unos chicos vaciar un camión de costales de esta verdura: 600 bultos de a 37 kg cada uno. Y todos sonriendo al ritmo de rancheras. Así Tomás compra con ojo experto melones, guanábana entera y pulpa para agua, chile güero, champiñón, y algunas cosas más que se me olvidan. Al final gasta cerca de medio millón de pesos a la semana.
No puedo más, estoy cansado y a la vez abrumado por la posibilidad de este lugar. Quiero comprar todo. La fruta, como algo prohibido, me provoca ganas de sentarme ante una mesa a comer una guanábana o un mamey. Mi admiración por Tomás crece no solo por su esfuerzo sino por su entereza y buen humor. Pocas cosas tan satisfactorias como ver a un amigo, al que uno conoce solo de compartir unos whiskies o practicar algún deporte, y descubrir que es un chingón en lo que hace. Son apenas las 11 de la mañana y decido irme, no sin antes pasar a comprar unas alubias al abarrotero “El ruiseñor de Uruguay”, donde además se me pegan unas nueces de la India y un puñado de dátiles, que voy comiendo con avidez y placer en el coche durante el trayecto de vuelta a mi vida. Tomás se queda, a él le faltan unas cuantas horas más antes de ir a ducharse, comer algo y alcanzarme en el bar. EP
- https://www.gob.mx/agricultura/articulos/la-central-de-abasto-el-mercado-mas-grande-del-mundo?idiom=es [↩]
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.