Este texto de Rebeca Leal Singer es un ensayo sobre su oficio poético que parte desde experiencias personales y formó parte de una de las lecturas en voz alta en la Fundación para las Letras Mexicanas.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Sobre la diferencia entre oír y escuchar
Este texto de Rebeca Leal Singer es un ensayo sobre su oficio poético que parte desde experiencias personales y formó parte de una de las lecturas en voz alta en la Fundación para las Letras Mexicanas.
Texto de Rebeca Leal Singer 14/04/23
Para Penny
Un día, alrededor de mis cuatro años, entré al quirófano y cuando salí, pude oír y escuchar. Llevaba una larga temporada en el país de la sordera. Había visitado sus ciudades y barrancos, sus torres emblemáticas y municipios, sus calles. Pero a partir de ese día, me mudé. Nunca he vuelto a esa nación de la cual fui ciudadana (y cada día lo agradezco).
Sin embargo, a veces siento que esa niña sorda sigue siendo parte de mí. La siento en mis entrañas, en mis vasos sanguíneos, parte de mis huesos. La siento cuando toco el piano y me conmuevo profundamente, como si nunca antes hubiera escuchado un sonido, como si fuera la primera vez. Pero sobre todas las cosas, la siento cuando escucho poemas; incluso cuando los poemas están en mi cabeza nada más. Tal vez en este punto sea importante decir que los poemas son el centro de mi vida.
Pero esto no es cosa nueva para nada. Esto de que para aprender a escribir hay que escuchar. Esto de que la poesía es música, música pura, partitura en verso. Esto de que, gracias a la música, los seres humanos aprendimos de memoria libros larguísimos y poemas épicos. Lo que Alejandro Aura llamó Tambor interno. Ese tambor que resuena en el corazón, en la caja torácica y el plexo solar, ese tambor que retumba todos los días, siempre.
Por eso, no sé si sea, en tanto persona que fue sorda, o simplemente en tanto persona y punto, pero siempre me ha parecido sumamente curioso y extraño (por no decir irritante y enfurecedor) que a menudo no se distinga entre las palabras oír y escuchar, que se tomen como si fueran lo mismo, cuando claramente son cosas distintas. Creo que a veces, a las personas no les gusta decir la frase no te oigo, les suena “feo”, por así decirlo, menos elegante, quizás. En cambio, por alguna razón les gusta la palabra escuchar. Dicen “No te escucho”. Pero esto es un error, ¿de acuerdo? Aclarémoslo de una vez por todas, querida humanidad: escuchar es poner atención a lo que se está oyendo. Es una acción voluntaria que implica intención, implica poner el corazón en ese lugar. En cambio, oír es solamente la percepción de un sonido, como oír un trueno, un taladro, un silencio después de una tormenta.
Es cierto, hay veces que verdaderamente no se puede escuchar, si una dice: “Disculpa, no te estoy escuchando” (cuando alguien le habla y una está concentrada, trabajando en la computadora, por ejemplo). Sin embargo, cuando no oímos porque existe una situación ajena, es decir, que implica un ruido el cual impide a su vez la acción misma de llevar a cabo un intercambio auditivo (por ejemplo, si estamos hablando por teléfono y pasa un camión muy ruidoso demasiado cerca de la ventana), entonces es correcto decir: “¿Puedes repetir esto último? No te oigo”. Espero que haya quedado claro. Disculpen. Tenía que sacar esto de mi pecho. Me siento mucho mejor ahora.
Entonces, como decía, cuando era niña no podía oír muy bien pero he pensado mucho esto y he llegado a la siguiente conclusión: cuando era niña podía escuchar. Escuché a mi mamá cada vez que me recitó las Canciones para cantar en las barcas de Gorostiza: “¿Quién me compra una naranja para mi consolación?”; a Ruben Darío: “Margarita, qué bonita está la Mar”; Trascielo del cielo azul de Juan Ramón Jiménez: “¡Qué miedo el azul del cielo! / ¡Negro! / ¡Negro de día en agosto! / ¡Qué miedo! / ¡Qué espanto en la siesta ardiente! / ¡Negro! / ¡Negro en las rosas y el río!” y moría de miedo y moría de risa y moría y moría y moría como lo hago hoy con los poemas aún.
Ahora que soy adulta, no puedo creer que soy la persona más afortunada del mundo. No sólo puedo oír, sino que además, me gano la vida al escuchar. Para mí, en este punto al menos, escribir es eso: poner atención a la partitura que dicta el mundo que me rodea, respetar el canto interno de mis propias palabras y de todas aquellos que amo y me preceden. Escribir es escuchar.
Estoy segura de que todas y todos mis poetas favoritos sabían hacerlo: Wallace Stevens, Olga Orozco, Wislawa Szymborska, Rosario Castellanos, Carlos Drummond de Andrade, Sylvia Plath, Fernando Pessoa, Efraín Huerta, María Baranda, Eduardo Langagne… Los imagino a ellos y a ellas con los ojos cerrados, respirando, prestando atención al crujir de las paredes, de una puerta giratoria cortando el aire, al cantar de una ballena, un mirlo silbando entre veinte montañas, piedras, corazones que se arrojan.
Un dato hermoso que quiero compartir es el siguiente: el ritmo en los sonetos ingleses suena como los latidos del corazón. Ese famoso ta-tum ta-tum del pentámetro yámbico shakesperiano. “¿Qué de-bo com-pa-rar-te con un día de ve-ra-no? (Shall I com-pare the too a su-mmer’s day)”: ta-tum, ta-tum, ta-tum, ta-tum. Últimamente estoy más ilusionada que nunca con la métrica.
Dice mi maestro Eduardo Langagne que los poetas escribieron y más adelante, los críticos se detuvieron a pensar qué pasó: ¿por qué las consonantes sonaban tan bonitas puestas de ese modo específico? ¿Por qué cortaron así un verso? ¿Por qué las rimas tenían un esquema o no? Hoy en día me interesan ambas cuestiones: escribir, por supuesto, pero también detenerme a pensar en cómo escucharon, es decir, en cómo escribieron, aquellos y aquellas escritoras que admiro.
Me interesa escribir poemas que tengan un gran ritmo, que sean conmovedores, graciosos, no sé, que invoquen algo sí es posible, que sean honestos, que suenen y resuenen dentro de mí y si tengo suerte, tal vez, un día, dentro de alguien más.
Mi sordera nunca fue sordera completamente porque la escritura siempre estuvo ahí, silbando. (Incluso antes de aprender a leer, incluso antes de aprender a escribir). Pero además, porque sí podía oír un poco, treinta por ciento, como si estuvieras bajo el agua, Rebeca, fue lo que dijo el doctor. Seguramente leí sus labios. No quiero sonar insensible y tengo miedo de decirlo, pero una parte de mí agradece haber sido sorda alguna vez. No sé si esto sea comprobable o cierto, pero a veces pienso que me ayudó a formar un mundo interior. Yo pienso, no estoy segura, pero pienso, que para escribir hay que cultivar ese mundo interior. Sacar las semillas y ponerlas bajo el sol, remojarlas en agua. ¿Qué son los niños y las niñas sino grandísimos mundos interiores, cada uno? Pensándolo bien, tal vez la escritura no sea volver a la sordera, sino volver a la infancia. Tal vez toda infancia implica un tipo de sordera. Todas estas cosas las voy pensando mientras las escribo.
Memorizar un poema como se memoriza un camino. Memorizar un poema como se memoriza un número de teléfono de una persona que se ama. Esto es escuchar, pero escuchar con la atención más plena posible, escuchar con las palmas de las manos y con las yemas de los dedos, con las pestañas y con las cejas, con el iris de los ojos, con la respiración…
Creo que escuchar es importante para hacer poemas, pero también para hacer caminos entre los seres humanos. Sé que todos mis senderos más sólidos los hice así: escuchando atentamente. Y si me apuran, creo que hay una posibilidad en el hecho de que escuchar sea un camino hacia la paz (entiendo por paz dejar que los otros seres humanos simplemente sean, dejarnos ser a nosotros mismos, intentar pasear juntos y juntas en el camino hacia la nada y hacia todo).
En mi país de la escucha (no mi país de la sordera, ese que abandoné), ningún ser humano se siente avergonzado por no entender un poema. Todas la personas, tanto aquellos que tienen oídos completamente funcionales (fisiológica y fisionómicamente), como aquellos que no, tienen acceso a la poesía: ese arte tan especial que trastoca los sentidos de las cosas y nos hace usar el lenguaje para entender cosas nuevas, esas cosas que se entienden sin entender, que se entienden sintiendo. Ningún ser humano se siente avergonzado por no “entender” un poema, porque ahora entienden que no se trata de entender, tanto como se trata de escuchar, de seguir ese canto. Realmente me duele mucho que a veces se sienta como que la poesía es para unas cuantas personas nada más. Me pone muy triste que la poesía haya sido relegada únicamente a un sector tan pequeño. Creo que esta es mi cruzada personal, hacer que más seres humanos se acerquen a ella, la amo. Disculpen la insistencia.
Por último, regresando al tema de la paz, en mi país de la escucha, las personas, antes de juzgar en silencio o de emitir un juicio verbal, respiramos hondo y nos ponemos en el lugar de la otra persona, entonces comprendemos que somos también esa persona y nos aceptamos como somos: con defectos, con errores, con pensamientos tontos, pero también con luz, nos aceptamos tal cual somos para poder aceptar a los demás.
Creo que este es un tipo de música. La música de hablarnos bonito a nosotros y nosotras mismas, de cantarnos poemas en silencio y de escuchar, realmente escuchar las cosas que nos decimos y escuchar las cosas que decimos acerca de los demás. Y por eso, yo pienso humildemente, es muy lindo aprenderse poemas de memoria. Porque a veces, cuando llega el tormento interno, en lugar de decirnos cosas espantosas en la mente, podemos recitar.
En resumen, ¿será que la poesía y la paz están vinculadas? Yo pienso que sí. ¿Será que la poesía y la música y la paz y escuchar con atención y estar en el momento presente se encuentran vinculados? Estoy segura. Y ¿será que oír es diferente de escuchar? Por supuesto. Me voy con unas palabras de Carlos Pellicer, esperando que resuenen en este salón, en el tambor que traemos adentro: “Y así camino sordo de mí mismo / lleno de las ternuras de tu acento. / ¡La sola voz de ti! / La fidelidad / del lago en la garganta del volcán”. EP