Los otros testigos. El terrorismo de Estado en la literatura infantil

Este artículo forma parte de una revisión más amplia que el autor ha publicado en diferentes entregas en su blog: www.linternasybosques.com

Texto de 18/07/19

Este artículo forma parte de una revisión más amplia que el autor ha publicado en diferentes entregas en su blog: www.linternasybosques.com

Tiempo de lectura: 8 minutos

El mapa de la mente de un niño no sólo tiene barcos voladores, guaridas solitarias, gnomos, superhéroes, cabañas escondidas en la selva, cuevas y ancianas con la nariz torcida. También incluye “el primer día de clases, la religión, los padres, el día del postre de chocolate, las sonrisas obligadas, los ahorcados, los asesinatos…”. Ya en 1911, en las primeras páginas de Peter Pan, J. M. Barrie describía así la mente de un niño. Y es quizá porque entendía esa complejidad infantil que escribió una novela que ha fascinado a tantas generaciones.

Cada niño, dice Barrie, tiene en la cabeza su propio País de Nunca Jamás: una isla llena de caminos en zigzag, personajes, deseos y lugares que, “para colmo de males”, están siempre moviéndose. Nunca terminaremos de entender qué sucede allí dentro, como no hemos terminado de entender qué sucede dentro de nosotros; respetar ese misterio, el propio y el del mundo de los niños, no significa, sin embargo, ignorar o negar que las preguntas galopan y se agolpan dentro de ellos.

¿Qué lugar ocupa, en la extensa historia de censuras y resistencias de la literatura infantil y juvenil, el terrorismo de Estado? ¿Es necesario hablar a lectores niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes desaparecidos y ejecutados? ¿Reproducir realidades donde el propio gobierno es quien comete la atrocidad?

Barrie dice que sí a la inteligencia de los lectores en formación y a su necesidad de entender y de crecer con historias que abarquen realidades diversas con diversidad de géneros literarios. Todo les significa: igual que el temor a ser abandonados y la ilusión de ir a la playa, los niños saben de gente que desaparece, de gobiernos crueles, de adultos a los que les preocupa lo que ocurre y otros a los que no. Cada niño o joven sabrá qué tanto esa violencia tiene un lugar en su País de Nunca Jamás, qué tanto necesita hablarlo y resolver dudas; pero los padres, mediadores de lectura, especialistas en literatura infantil, no deberíamos pasarlo de largo; hacerlo es pasar de largo al propio lector.

¿Quiénes en Latinoamérica empezaron a abordar este tema y cómo? ¿Podemos comenzar a trazar una cronología con este tipo de publicaciones en México?

De la periferia al centro

Y una noche, cuando los niños jugaban en la calle y se hacía tarde, sus padres, reunidos en una misma casa, dejaron de llamarlos para que entraran. Así que los niños se apuraron a entrar, porque los intrigó esa falta de insistencia, y encontraron a los adultos llorando. Escuchaban la radio. Se hablaba de allanamientos y asesinatos.

“Muchas veces pasó eso […]. Los niños entendíamos, súbitamente, que no éramos tan importantes. Que había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender […]. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón”.

En Formas de volver a casa (Anagrama, 2011), Alejandro Zambra cuenta cómo fue crecer en la dictadura chilena. “La novela es la novela de los padres”, escribe. Los niños y niñas fueron personajes secundarios: vieron desde la periferia una historia ajena, llena de vacíos y explicaciones parciales. Desde principios de los años noventa, algunos autores de literatura infantil y juvenil, principalmente en Argentina y Chile, han querido llevarlos al centro con libros que abordan las diversas caras del terrorismo de Estado.

La argentina Graciela Montes hizo el primer desplazamiento. Aunque disfrazado de cuento popular, Irulana y el ogronte (un cuento de mucho miedo), publicado por Libros del Quirquincho en 1991, fue leído en su momento como una clara alegoría del dictador —o dictadura cívico militar— que aterroriza al pueblo hasta desaparecerlo.

En el cuento, una niña, Irulana, sobrevive a la furia y al hambre del ogronte, quien después de darse un banquete de casas, personas, calles y hasta perros, se queda dormido. Entonces, Irulana se acerca silenciosamente al ogro y grita su propio nombre: “¡Irulana!”. El ogronte no despierta, el grito de la niña es insignificante para él, pero en un nuevo giro fantástico, Montes estira lo pequeño y las letras del nombre de Irulana cobran vida en el aire. Con ellas, la niña amarra al ogronte, cava un pozo y lo entierra. Y pronto se restablece la paz y nuevos habitantes llegan al pueblo.

Veinticinco años después de la aparición del cuento de Montes, en 2016, Márgara Averbach publicó, también en Argentina, la novela juvenil Los que volvieron (Sudamericana). En ella narra un hecho real: la investigación que emprende un grupo de alumnos de una escuela santafesina para revelar la identidad de Yves Domergue y Cristina Cialceta. La pareja había sido asesinada y sus cuerpos enterrados en un cementerio local con las siglas NN (Ningún Nombre).

El resultado de la investigación, a la que se suma un equipo de antropología forense, les devuelve el nombre y la historia. Y con ello, vuelven a casa.

Muchos autores en esos veinticinco años se han preguntado si era necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes desaparecidos y ejecutados por el propio gobierno. La respuesta ha sido, como afirmaba Barrie, que sí.

Este “renacimiento del libro comprometido”, como lo llama el especialista Jochen Weber de la Jugendbibliothek de Múnich, nos hace reconsiderar el juicio negativo sobre la literatura temática para niños y jóvenes. En estos libros, el empeño por hablar de algo, la penosa tradición pedagógica de la literatura para niños, no somete al cómo, confirma su entidad artística. Los temas políticos no entran con calzador, no se fuerza el texto, las ilustraciones, la historia, aun si es un libro informativo, como en el caso de Abuelas con identidad (Ediciones Iamiqué, 2012), sobre las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, o Así es la dictadura (Media Vaca, 2015); primero está la necesidad de contar el cómo y el porqué de los autores, muchos de ellos sobrevivientes.

Olivia, el bosque y los desaparecidos

Cuando la poeta chilena María José Ferrada se enteró de que existía un registro de niños desaparecidos y ejecutados en la dictadura de Augusto Pinochet, escribió el poemario Niños (Grafito Ediciones, 2013), publicado el año pasado en México por Ediciones Castillo. Un año tardó en confirmar la lista de treinta y cuatro nombres: treinta y dos niños ejecutados, algunos de apenas uno, tres y cuatro meses de nacidos, los mayores de trece años de edad; un niño, Sergio Arturo Gómez Arriagada, de once años, todavía desaparecido; y uno más, Pablo Athanasiu, encontrado por las Abuelas de Plaza de Mayo en 2013, víctima de la Operación Cóndor: robado a sus padres chilenos y apropiado por militares argentinos.

Niños hizo historia al recibir el Premio Academia, de la Academia Chilena de la Lengua, a la mejor obra literaria publicada en Chile, primera y hasta ahora única vez que es otorgado a un título infantil.

El primer álbum que apareció en nuestro país con una alusión sutil al terrorismo de Estado es Camino a casa (FCE, 2008), de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng, Premio de Álbum Ilustrado A la Orilla del Viento 2007. En éste, una niña se inventa un personaje imaginario que le da fortaleza y compensa la ausencia de su padre. Casi a manera de epílogo, la última página sugiere que el padre desapareció en 1989. El año podría corresponder con la dictadura chilena, que terminó en 1990. Aunque ya que el autor del texto es colombiano, también podría hacer referencia a algún secuestro del conflicto armado en ese país, como la segunda publicación sobre el tema realizada en México: Mambrú perdió la guerra, de Irene Vasco (FCE, 2012). En esta novela, un niño, Emiliano, debe refugiarse con su perro, Mambrú, en un sótano para que no lo encuentre la guerrilla. La manera en que la tensión va creciendo en la historia hasta culminar con la durísima prueba que debe pasar Emiliano, se corresponde con una transformación conmovedora del propio personaje, quien se acercará más a su abuela y a su historia familiar. Los hechos, el miedo y la violencia lo atraviesan, pero no lo abaten.

Como si el lector de estos temas en México fuera creciendo, el libro que sigue en esta breve cronología es una novela juvenil: Tal vez vuelvan los pájaros, de Mariana Osorio Gumá (Ediciones Castillo, 2014). Mar, la protagonista, tiene ocho años pero debe portarse como grande: “Si llegan los milicos a buscar a papá o a este cabro, o lo que sea, ni una palabra. No puedes decir que estuvimos quemando cosas, ni que vino el tío Andrés, ni nada de lo que hayas oído o visto. ¿Te queda claro? Tienes que portarte como grande, Mar”.

Mar va y viene, se esconde, toma la mano de su mamá, cuida a su hermano, dice adiós, inventa palabras, recuerda cuentos y juega todo lo que puede. Y en esa realidad contada en primera persona, definida por las decisiones que toman otros, y ante el desconsuelo de esperar a un padre que no vuelve a la hora prometida (una casa que no vuelve, un barrio, un país, una nana y unos amigos que no vuelven a su vida), ella demuestra que también puede decidir algo para sí misma y nos hace cómplices: no hablará más, no dirá una palabra hasta que su papá regrese. Y tal vez, con él, vuelvan los pájaros.

Aunque no habla de un contexto mexicano, esta novela es la primera que encontré escrita en México y editada en una colección juvenil en nuestro país que aborda explícitamente el terrorismo de Estado en Latinoamérica.

Será un año después de Tal vez vuelvan los pájaros cuando al fin se publique una novela infantil con desapariciones forzadas en un entorno mexicano.

En septiembre de 2014, Nuria Santiago, una joven maestra, mira con horror las noticias sobre los normalistas desaparecidos. Poco después, con el crimen en boca de todos, un alumno a media clase le pregunta: “Maestra, ¿por qué la gente desaparece?”. Ella no sabe qué contestarle, pero con el tiempo inventa a un personaje, Olivia, que se pregunta lo mismo que su alumno.

Olivia vive días de angustia porque su papá no regresa a casa y arma un plan para descubrir qué le pasó. Una niña que pasa al centro para ocuparse del asunto, como Irulana.

La maestra envía su manuscrito al Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor 2015 (SM México) y gana. Había titulado su novela ¿A dónde va la gente cuando desaparece?, pero los editores sugirieron un título más inofensivo: Olivia, el bosque y las estrellas.

Ésta es la primera novela para niños situada en México que aborda el tema de las desapariciones forzadas perpetradas por el crimen organizado en complicidad con el gobierno.

Aunque cuesta encarar este tema, después de Olivia, en 2016, la prolífica escritora Becky Rubinstein publicó Una niña en el país del Holocausto (Pearson), una novela que narra diferentes momentos del genocidio judío cometido por los nazis, tomando como punto de partida la mirada de Dolly Hirsch, una sobreviviente que lo vivió cuando era niña. A pesar de que no nos sitúa directamente en nuestro país, es relevante para este recuento porque fue escrita y publicada por una autora mexicana que reunió testimonios de varios judíos sobrevivientes de la guerra que viven en México, entre ellos Dolly. La novela, además, propone una lectura intertextual de Alicia en el País de las maravillas, como hiciera Jorge Volpi en Oscuro bosque oscuro (Almadía, 2009), al yuxtaponer tramas y personajes de los cuentos de hadas clásicos con el Holocausto. Rubinstein introduce cada capítulo con un fragmento de Alicia, detonando nuevas lecturas en ambas direcciones.

Un año después, en 2017, llegaron dos libros más: Los hermanos Zapata (Libros para imaginar) y El maestro no ha venido (Pearson). En el primero, dos gatos se quedan huérfanos luego de que su madre es tragada por una enorme iguana o “dragón del desierto”. Así arranca esta “ópera del desierto mexicano”, extensa hipérbole que da un aire fresco a la épica: las hazañas que se relatan aquí son las de un par de gatos perseguidos por el crimen organizado y con el sueño americano como plan de escape y supervivencia. El valor de esta arriesgada propuesta radica en que entreteje la complicidad entre gobierno y narcotráfico, las ejecuciones públicas y el exilio. Y lo hace desde el humor. Escrito originalmente en noruego por Torgeir Rebolledo Pedersen, nieto del poeta modernista mexicano Efrén Rebolledo (diplomático y embajador de México en Noruega en los inicios de la década de los veinte del siglo xx), el tono halla su punto justo gracias al lenguaje de cómic que usa la ilustradora Lilian Brøgger.

El maestro no ha venido es un poema de Marcela Arévalo C., ilustrado por Natalia Gurovich, que hace referencia directa a los normalistas desaparecidos. Se trata del primer libro ilustrado para niños inspirado en el caso Ayotzinapa, y explora la ausencia desde la perspectiva del alumno que espera a su maestro.

Frente a la succión retrógrada de libros maniqueos, siempre presente en la construcción adulta de la cultura infantil, estas publicaciones son un buen signo de la tendencia más progresista que complejiza nuestra idea de infancia y juventud y extiende lo que es considerado “apto” o “adecuado” para niños, niñas y jóvenes. Los reconoce como testigos, atiende sus preguntas, los hace partícipes de una historia de memoria, verdad y justicia de la que nadie les hablaba, como si no escucharan también que vivos se los llevaron. EP

Relacionadas

DOPSA, S.A. DE C.V