Cuento
Cecilia aguardaba encogida contra una de las estatuas a la entrada del parque. Había llegado a las seis en punto, según su reloj, pero sólo ella estaba cerca de los leones de piedra que resguardaban el sitio. Pasados diez minutos comenzó a cuestionarse si ése era el lugar, si no habría otra entrada igual en algún otro lado del parque, incluso dudó si la amenaza de lluvia no echaría todo a perder. Dispuesta a simular serenidad, sacó un cigarro estrujado de una de las bolsas de su pantalón y buscó, en las otras, un encendedor que no encontró. Con el cigarro retorcido y apagado entre los labios, Cecilia se acercaba a las pocas personas que pasaban junto a ella haciendo el gesto del encendedor con una mano. Recorrió varias veces el trayecto entre una estatua y la otra. Con cada uno de los círculos que trazaba la aguja del reloj, sus ya profundas ojeras se marcaban cada vez más, al punto que la gente empezó a alejarse o a cruzar la calle cuando la veían acercarse. Caminando de rechazo en rechazo, Cecilia volvió a sentir el límite de su jaula. Se apoyó en uno de los leones para respirar profundo, como le habían recomendado hacer cuando se enfurecía, pero al ver las enormes patas de piedra frente a ella decidió probar lo contrario. Recargada contra la estatua, redujo la respiración y permaneció estática. Cuando la fuerza de la luz fue apenas suficiente para crear sombras, por fin los pájaros comenzaron a sobrevolar la zona. Uno pardo y de buen tamaño se posó cerca de Cecilia quien, con un sólo movimiento, atrapó el cuerpo del ave y le rompió el cogote. Cecilia se internó en la espesura del parque con su presa entre las fauces. El cigarro sin encender quedó tirado junto a la estatua. EP