Sueños invernales en la playa

Presentamos un cuento del escritor mexicano Federico Vite, quien fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Texto de 21/12/22

Presentamos un cuento del escritor mexicano Federico Vite, quien fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Carlitos tiene tatuada una rosa negra en la muñeca. Es grosero, hosco y abusivo, pero me resulta endiabladamente interesante. Fue abogado. Renunció al derecho penal tras una horrible traición de su socio y se dedicó, entre otras cosas, a sacar mariscos del mar. Ya no coquetea con las negras ni con las turísticas. No se le queda viendo a las mujeres, aunque a veces se pierde en el paisaje que brindan las caderas longevas de las negras. Seguramente recuerda lo que perdió. Posee un físico envidiable: alto y de piel oscura; brazos gruesos, piernas magras. Espalda y pecho atléticos. Ha nadado toda su vida. Es un tipo endurecido por la playa. Se la pasa en el Malecón. Anda con dos cubetas y sus herramientas de trabajo: un arpón y un visor. Vende ostiones a los restaurantes. Yo doy mis vueltas por sus rumbos porque aprendo trucos que luego aplico en mis cuentos. Últimamente he pensado que debo escribir un libro acerca de Sam, el músico negro de la película Casablanca que vivió en el hotel Flamingos. Sé que vagaba por el Malecón. Bebía en El Pulpo y bailaba como rey con la música de los grupos que animaban ese lugar después de la medianoche. Todo fiesta y puro baile. Bebía con deleite en las copas que colmaban la madrugada. Vivía con el fulgor de quien se incendia. Exudaba una felicidad estridente. Mezclado entre los nuestros, no era especial, pero sí notorio. Apreciaba mucho a los músicos del hotel El Mirador. Carlitos lo conoció ahí. Habló con él un par de veces. 

Cae el sol aplomo. En diciembre no mengua el calor. Y lo veo por allá, junto a la malla ciclónica de la aduana. Tiene puestas sus gafas oscuras y mira absorto el mar. Está sentado sobre una de las cubetas. El arpón está a sus pies. Como siempre, anda descalzo.  

—Carlitos —digo—. ¿Qué show? Andas muy solo acá. 

—Es la nostalgia del día, primito. ¿A poco tú no te pones triste en Navidad?

—Por eso me salgo de casa, papi. Allá dejo arrumados a todititos los fantasmas.

Carlitos sonríe. Es como si los lentes oscuros le pesaran. 

—Esa es buena —comenta. Es parco al hablar y tose. Gira la cabeza para enfilar la mirada al mar. 

—¿Estás esperando a alguien?

No me contesta; enciende un cigarro y extiende la cajetilla hacia mí.  Fumamos en silencio mientras le presumo al viejo uno de mis tatuajes: un murciélago con la palabra Melancolía.

—Oye, primito, ¿qué significa eso, pues? —me pregunta sin ánimo. Pareciera que de verdad está atrapado por la tristeza.   

—Es la herencia del Ron Barcadí. ¿Recuerdas el murciélago en la botella? —digo sonriendo. Él también suelta una carcajada que culmina en una tos estridente. 

—¿Entonces son anhelos, primito? 

—Anhelos baratos —apuro la respuesta y me siento junto al arpón. Bajo la cabeza y me pierdo en un recuerdo. Hace un año, justo en esta fecha, vinimos a dejar las cenizas de mi abuela en la bahía. Después se murió mi primo, mi tía, mi padre, dos amigos y me separé de mi esposa. Digámoslo así: mi línea de flotación se ha nivelado.

—¿Te atrapó algún recuerdo malo, Carlitos? 

—No —dice—. Estoy pensando en el presente. No quiero llegar a casa. Sólo es eso. ¿Tú qué haces acá?

—Vine a verte porque ahora sí quiero hacer la novela de Sam. Estoy listo. 

—¿Entonces qué necesitas saber?

Se quita las gafas. Tiene los ojos hinchados. 

—¿Quiero saber qué hizo acá, pues?  

—Él creía que Acapulco era Casablanca.

—Entonces quedó medio loco el cabrón —digo sin recato y pienso en una frase que sería un buen arranque de mi texto: Él creía que Acapulco era Casablanca—. ¿Él te dijo eso, pues?

—Estaba medio borracho, pero lo dijo. No sé si me reí, pero me acuerdo que me dieron ganas de darle un abrazo. 

-Un tipo sensible —confieso y palpo la punta del arpón con la yema de los dedos. Siento el filo y me atrae la idea de herirme. 

—Era un tipo listo —agrega—. Yo creo que él vio algo que nosotros ni siquiera imaginamos. 

—¿Cómo de qué? —pregunto.

—Es que las cosas están muy feas, primito. Acá las cosas están horribles; las armas, los armados, la pobreza. La casa arde.

—Sí, pero eso qué tiene que ver con Casablanca —agrego y repito la pregunta—: ¿Por qué crees que se vino para acá?

Mueve la cabeza de un lado a otro; hace de sus pensamientos una marea alta y se coloca de nuevo los lentes oscuros. Ve la bahía. Siento el sol en mi pecho, en mis brazos. Es como si estuviera a punto de incendiarme. Se pinta de color naranja la tarde.

—¿Entonces, Carlitos?  

—Pues nada. Él vislumbró otras cosas. Nosotros no. Ni siquiera intuimos el porvenir. ¿Me explico?

—Claro, claro —respondo e imagino cómo puede ser mi futuro, pero no tengo nada que agregar.    

Se pega el cigarro a los labios. 

Pienso que Sam tocaba el piano mientras Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se miraban larga y amorosamente en Casablanca, congelados en el tiempo, agrietados por el suspiro de un amor a punto de encallar en la orilla fría de la guerra. Recuerdo sobre todo un párrafo de la canción: “It’s still the same old story/ A fight for love and glory /A case of do or die”. Sam es irremplazable en esa escena.

“La Navidad aquí no es fría, pero los pensamientos de quien trata de aferrarse al pasado congelan”. 

Observamos el mar como quien llora en público e irremediablemente suspiro al ver los arreglos navideños de los barcos. Esferas, arbolitos de plástico y heno en las cubiertas. La Navidad aquí no es fría, pero los pensamientos de quien trata de aferrarse al pasado congelan. 

—¿Qué vas a hacer al rato, Carlitos?

—Voy a quedarme aquí hasta mañana. ¿Quieres acompañarme?

—Sí —hago una pausa y agrego—: Pero háblame de Sam. 

—Sam importa sólo si lo ves como un reflejo.  

—¡Ah, chinga! —exclamo—. Barajea la cosa más despacio, papi. 

—Tú quieres hablar de él porque te interesa saber qué vio de Acapulco, ¿cierto?

—Sí —hago una pausa y busco un argumento—: Yo quiero escribir sobre él porque fue testigo de un sitio que ya no existe. Ese Acapulco fue esplendente. Este Acapulco es un bodrio. ¿Me entiendes?

—No creo que todo tiempo pasado haya sido mejor —responde—. Vuelve a quitarse los lentes. No lo creo —repite—. ¿Sabes por qué ?

—Te oigo —respondo en voz baja.

—Mi tatuaje es un ejemplo. Me lo hicieron en la cárcel. Cuando salí, te lo juro, sentí que se me salía el pecho al ver el mar. Lloraba de puro gusto al caminar por las calles bajo el sol calcinante. Vivir acá es alegre, pero la alegría también se gasta, mi niño. Yo actuaba como él. Por eso lo entendí, por eso sé que Acapulco era su Casablanca. 

—¿Se te gastó la alegría entonces, Carlitos?

—No es eso —hace una pausa—. Sólo estoy haciendo un alto. 

—¿Un alto de qué, Carlitos?

Se torna agrio el momento, a pesar de la brisa, del olor salino del mar, del bullicio y de las cumbias que ya suenan por todos lados y prefiguran la felicidad de una Noche Buena. 

—Lo que pasa es que estoy envejeciendo y quiero una vida más fácil. Cuando conocí a Sam, no era tan viejo. Es complicado y frustrante no morir joven. Más o menos eso es la Navidad para mí. 

—¡Ya! —respondo por inercia. Ante el peso de esas frases es imposible sostener la conversación.

—¿Vas a escribir de Sam? 

—No lo sé —realmente pienso en la importancia de quedarme callado—. Creo que me caerá bien la Navidad esta vez. 

—¿Y qué es la Navidad? —pregunta Carlitos. 

Suspiro. Echo un vistazo a mi entorno. El ambiente, aunque festivo, me parece distante. La gente ya bebe y baila; se toma fotos. Todos ríen con fuerza. Ellos se sienten especiales en este momento. 

—La Navidad es una manera de no sentirse solo —respondo.

—No te creas —revira con certeza y señala con el dedo índice la rosa negra tatuada en la muñeca—. Uno siempre está inmerso en pensamientos grávidos: culpa, dolor, abandono, tristeza. La soledad son muchos. 

—¿Qué significa una rosa negra en la muñeca de un hombre solo?

—Es una culpa sosegada, primito, una experiencia espesa, un fruto de lo tétrico. ¿Sabes qué hice durante cinco años en la cárcel? 

—Pues tuviste que aguantar vara. Trabajaste duro. Te alejaste de los vicios. supiste vivir en el encierro.  

—Aprendí a cavar mi memoria, primito —tira la ceniza del cigarro—. Es lo más complicado que he logrado. El mar me hace pensar en el suicidio. Pero no cedo a ese impulso. En Navidad me permito recordar todo lo que saqué de las fosas de mi memoria. Sólo un día, me digo, es para revisar esa basura. Por eso me siento hoy aquí y hago un alto. ¿Entiendes?

—Obviamente —me gustaría ponerme sus gafas para cubrir la opacidad de mi mirada—. ¿Recuerdas la escena de Casablanca, cuando Rick, que es Bogart, reprende a Sam porque tocó “As time goes by

—Sí.

—Esa canción es como la Navidad —hago una pausa para mirar a Carlitos—. Cuando Ilsa ya no está, Rick se sienta con Sam y dice: “You played it for her, you can play it for me… If she can stand it, I can! Play it!” ¿Entiendes, Carlitos?

—Ese es el problema —responde—. Yo lo entiendo todo.


En algún momento de la noche me dormí arrullado por los sollozos de Carlitos. En mi sueño Acapulco no es Casablanca; Sam y Carlitos conviven en la playa. Sólo los genios tienen la virtud de morir jóvenes, dice Sam y yo le digo que un narrador es interesante cuando alcanza la madurez. Comienza a nevar y despierto al sentir el orín de un borracho mojándome la espalda. Debo meterme al mar antes de volver a casa. EP

DOPSA, S.A. DE C.V