La sangre olímpica

La escritora Ana García Bergua indaga sobre la posteridad en este texto híbrido que combina cuento y ensayo.

Texto de 14/10/21

La escritora Ana García Bergua indaga sobre la posteridad en este texto híbrido que combina cuento y ensayo.

Tiempo de lectura: 14 minutos

Estaba pensando en cambiar las viejas cortinas de la sala; trataba de imaginar qué color combinaría con el sofá rojo, cuando tocaron por primera vez. ¿La dueña del 8-A?, escuché en el interfón. Esperé a que dijeran algo más. Queremos hablarle de su departamento, gritó otra voz. No se vende, respondí. Estábamos a pocos meses de pagar la última mensualidad de la hipoteca. No, no es eso, insistieron, es sobre lo que pasó ahí. El edificio era viejo; desde luego tenía problemas, sobre todo con la plomería. Me contarían un cuento para sacarme dinero, seguro. No me interesa, les dije, y colgué. Pero ellos volvieron a la carga. Venimos de la Universidad, es muy importante. 

Me asomé por balcón y los vi. Eran dos: un muchacho muy alto y una chica bajita. Ella se veía de buena familia, él no. ¡Buen día!, exclamaron. Le enseñaban a Fito, el portero, unas credenciales. Que son de la Universidad, gritó él. Apagué la olla del caldo y bajé a la calle. Fito barría el zaguán y pensé que con él ahí nada me harían. Me dieron la mano muy amables. Usted habrá oído hablar de Moisés Ulloa, el escritor. Lo estudiamos todos en la prepa, me dijeron, seguro lo leyó usted. Yo no acabé la prepa, sentí vergüenza de admitirlo frente a unos desconocidos. Claro, respondí. ¿Pues qué cree, señora?, Ulloa vivió en su departamento. Se quedaron en silencio, como esperando que me emocionara o algo así. A mí eso no me decía nada. Para que no se sintieran tan mal hice un gesto como de sorpresa. 

Pensé que sería todo. Estamos investigando sobre Ulloa para nuestra tesis de universidad y nos gustaría mucho, si no es molestia, ver un momento su casa, dijo la muchacha. Mire, insistió él, y nos enseñó unas fotos en su celular: ahí estaba un joven de lentes sentado en el sillón de una sala, sonriendo con los ojos un poco bizcos. Después se veía al mismo joven, de pie en la cocina junto a una estufa viejísima, diciéndole algo a la cámara. La ventana era idéntica a la mía, y las molduras también. Me dieron nervios y les pregunté si ese escritor se había muerto en mi departamento. No, de aquí salió por asuntos políticos, contestó el muchacho. Bueno, entre políticos y sentimentales, porque se separó de la que era su mujer en esa época, añadió ella con entusiasmo. Leila Watson, la pintora, seguro ha visto sus cuadros en el Museo de Arte Moderno. No me diga, le respondí, aunque sólo había entrado a ese museo una vez, de muy joven, y no me acordaba. 

Fito se había acercado como quien no quería la cosa y nos mostraron más fotos. Una en la que aparecía la tal Leila brindando con los labios muy pintados. No, pues sí es su cocina, señora, me dijo. Mire, se ve un pedazo del balcón. ¿Entonces podemos subir?, insistió la muchacha con entusiasmo. No nos hemos presentado: Víctor Juárez y Malena Sánchez. Isolda Uribe, contesté y les di la mano. Muchas gracias, señora Isolda, me dijo ella, no sabe lo que esto significa para nosotros. Le hice una seña a Fito para que me acompañara, por precaución. Mientras subíamos la escalera me sentía extraña, como si mi casa fuera a ser distinta de lo que era siempre. Les abrí la puerta y me disculpé por el tiradero, aunque sabía que todo estaba en perfecto orden. 

Entraron muy emocionados. La muchacha se paró en la sala, junto al mueble de los jarrones. Mira Víctor, aquí estaba el escritorio, exclamó, aquí escribió La sangre olímpica. El muchacho extendió las manos como si acariciara un altar imaginario; después miró a su alrededor con cara de pasmo. Parece que ven fantasmas, me dijo Fito, que era muy aficionado a lo sobrenatural. Y esa impresión me dieron, como si vieran una casa que no era la mía. Porque ya casi era mía, unos meses y liquidábamos la hipoteca. Bueno, mía y de Daniel, por supuesto. Me pidieron permiso de tomar una foto. Sentí desconfianza pero me apenaba decirles que no. Sólo de ese rincón que les importa tanto, les dije. Al final tomaron varias de la sala y hasta Fito y yo posamos en algunas. 

Daniel llegó en la noche de la oficina y le conté lo que había pasado. Dos muchachos de la universidad habían venido y fotografiaron parte del departamento. Resulta que aquí vivió Moisés Ulloa, ¿tú has oído de Moisés Ulloa? Claro, me respondió, nos lo enjaretaban en la prepa, yo nunca le entendí nada. A dos cuadras de la oficina hay una calle con su nombre; ahí duermen los teporochos. ¿A poco alguien así viviría en nuestro departamento?, le pregunté. Sólo me alegro de que no te hayan asaltado, te pasas de ingenua. No los dejaste fotografiar la televisión ni el equipo de sonido, espero, ni mi computadora. Eran nuestras cosas más valiosas, aparte de los aretes que me heredó mi mamá y unas figuritas que me había costado trabajo conseguir. Pues a ver si no nos vienen a robar después, ya vieron todo lo que tenemos, zanjó. Me sentí muy mal por varias cosas, pero más por no haber terminado la prepa. Me faltó el último año donde por lo visto leían a Ulloa; quizá esas lecturas lo hacían a uno más astuto. Igual no creía que esos muchachos fueran a robarnos.

A los pocos días estaba sacando el polvo de los muñecos para la vitrina cuando la muchacha, Malena, regresó. Venía sola y me impresionó lo flaca que era, hasta mal alimentada. Cómo me iba a hacer algo esa muchacha, me dio pena cerrarle la puerta. La dejé subir y le invité un café y unas galletas, a ver cómo estaba ese asunto del escritor. Entró muy respetuosa, parecía que estaba en una iglesia o a un lugar así. A pesar de los años, se siente la presencia de Ulloa, me dijo temblando de emoción, son sus ambientes, sus lugares un poco asfixiantes. No supe si sentirme ofendida; a lo mejor había exagerado con los adornos y los cuadritos de paisajes, pero a mí me gustan. Tenía las manos muy blancas, todas las uñas mordidas. Nos sentamos en la cocina y devoró las galletas, mientras me enseñaba más fotografías y me contaba la vida de Moisés Ulloa: fue diplomático, amigo de los presidentes, tuvo un restaurant y una librería en el centro. ¿Y qué hacía en mi casa alguien tan importante?, le pregunté. Aquí vivió muy joven, recién llegado de provincia, cuando conoció a Leila Watson. Ella le presentó a todos los artistas importantes de la época y entonces su vida cambió: viajaron a Europa y fue después que consiguió prebendas y puestos. ¿Sólo eso, aquí la conoció y por eso quieren ver mi casa? Malena se me quedó mirando como si yo fuera un marciano; luego me agarró las manos como si me contara un gran secreto: fue aquí donde escribió La sangre olímpica, ¿se imagina?, ese libro lo consagró. 

Al día siguiente fui al centro a buscar unas ménsulas bonitas para unas repisas y de camino pasé por una librería. Pregunté por el título que dijo Malena. Era un libro de poesía y uno de los poemas se llamaba así. Bajo mi piel hay un jardín, empezaba, y hablaba de la sangre que corría como un atleta por todo el cuerpo. Qué flojera, me contestó Daniel esa noche cuando se lo enseñé, quién sabe qué tanto le ven. No deberías gastar en esas cosas ni meter a la casa a esas gentes, qué tal que la muchacha está loca. O drogada, pensé, recordando las uñas comidas. Le pregunté a Daniel si recordaba haberlo leído en la prepa. Creo que alguien me pasó el resumen, nunca me gustó esa materia, me contestó, y se durmió. Yo me levanté un momento por un vaso de agua y me imaginé a Ulloa escribiendo junto a la puerta de la terraza, inspirado: me recordaba a la figurita de un pastor que había comprado en la mercería. La verdad se me hizo bonito. Pensé que a lo mejor podría poner alguna cosa para recordarlo, una vela dorada o algo así.

Ulloa sufrió mucho en el departamento, me explicó Malena a la semana siguiente que regresó junto con Víctor, porque querían ambientarse un poco más para la tesis. Me trajeron unos claveles, sencillos pero bonitos, y no me pude negar a abrirles. Él y Leila pasaron mucha hambre, me dijo, mientras devoraban unas tostadas que les convidé. También bebían mucho; Leila Watson se acostaba por dinero con un coleccionista gringo y unos tipos del gobierno vinieron a amedrentarlo por lo que publicó en su periódico La Lechuza. Hasta le soltaron unos balazos en la habitación. Me quedé impresionada, no sabía qué decirles. A lo mejor quedan las marcas, añadió el muchacho con los ojitos brillantes. ¿Te imaginas?, le dijo a Malena. Lo dudo, le respondí. Los llevé a nuestro cuarto que siempre está impoluto porque Daniel es muy sensible a los olores y les pregunté en qué pared estarían los balazos. Estudiamos una de las fotos, donde aparecían unos policías de pie junto a una cama de latón. La pared atrás de la cabecera se había agrietado por unos boquetes. En esa parte yo tenía una cajonera; la movimos con cuidado de que no se cayeran mis cajitas, pero ahí sólo estaba mi pared perfecta y pintada de color durazno. Sin embargo Víctor, que agarraba el mueble por la parte de abajo, encontró un lápiz encajado entre la duela. Era un simple lápiz naranja, un poco burdo, pero de los que ya no se hacían; tenía una marca en inglés grabada en letras verdes. Aquí tiene su lápiz, me dijo Víctor. Le contesté que jamás lo había visto. Malena se emocionó: qué tal que era de Ulloa, o de Leila, exclamó. No se los quise regalar, me pareció que era algo valioso. Hasta olvidé todos los aretes que guardo en la cómoda.

Esa noche, cuando le conté a Daniel, me prohibió volver a recibir a esos muchachos. Quién sabe en qué te están metiendo, asegúrate de que no te hayan robado tus joyas moviendo la cómoda. Acuérdate de la hipoteca, no quiero que nos tengamos que ir por cosas extrañas. Pero no me faltaba nada de joyería. En la noche miré la cajonera y me imaginé a Ulloa y la pintora en la cama; eran gente bohemia, de la que no hace nada, como dice Daniel, pero lograron cosas importantes, a decir de la emoción con que hablaban de ellos Víctor y Malena. Corre la sangre junto al muro de mi pecho, decía uno de los poemas que me había puesto a leer a ver si decía algo de los balazos. Y otro hablaba del sórdido ritual nocturno, ¿pues qué harían? La verdad no pude dormir y para colmo Daniel roncó toda la noche. Me sentía mal porque no me había atrevido a decirle que Malena me pidió permiso de grabar en la casa en unas semanas. Como parte de la tesis, los muchachos querían hacer un documental sobre el poeta. Me había entusiasmado y ya les había dicho que sí, no sabía qué hacer. 

Me imaginaba a Ulloa y a Leila Watson en su vida cotidiana. Ella tenía un biombo de tela muy hermoso, y su estudio con pinturas era nuestro cuarto de los trebejos. De algún modo su ambiente me fascinaba porque nunca habría imaginado algo así, empezaba a sentir que quizá algo quedaría de ellos en la casa. Cuando por fin me atreví a contarle a Daniel sobre la grabación, se puso como energúmeno. ¡Ni loco!, exclamó, nuestra intimidad es sagrada. La verdad teníamos poca, pues se la pasaba en la oficina. Imagínate que se llevan nuestras pocas pertenencias. Le dije que el hecho de que aquí hubiera vivido Ulloa hacía de nuestro departamento un lugar valioso, importante. Y ya casi es nuestro, recalqué; imagínate que aparece en un rincón alguna cosa que perteneció al poeta, a lo mejor y hasta lo vendemos bien. Le conté de los balazos en la recámara y Daniel comentó: como los de Pancho Villa en el espejo de La Ópera. ¡Eso!, le respondí, fíjate, y no los han quitado… son balazos históricos. Después le mostré el lápiz que había encontrado Víctor y cómo me dio la impresión de que se lo hubieran querido quedar. Está un poco manchado de cal, dijo Daniel, se ve viejísimo. Mejor, le contesté, es antiguo. Él se me quedó mirando: ¿cuánto nos darán? 

Dos días después, cuando le llevaba sus huevos revueltos, mi marido me confesó que se había quedado pensando en Ulloa. Si algo quedó de él en el departamento, tenemos que encontrarlo antes de que vengan a grabar para aprovecharlo nosotros, me dijo. Luego me pidió más salsa. Ese día me arrepentí de ser tan ordenada. ¿Quién demonios me mandaba saber todo lo que había en todos los rincones de la casa? No teníamos ni un poquito de misterio, como Leila Watson con su vestido de flecos, y eso me llenó de desazón, más que el hecho de poder vender o no alguna cosa. Durante el fin de semana Daniel me ayudó a mover los muebles pesados. Nos sentimos como en una serie policiaca, buscando pistas, aunque lo único que animaba a mi esposo fueran las ganas de sacar un dinero extra. 

Esa semana comimos muy simple, porque yo dediqué las mañanas a mover muebles. Nunca me había alegrado de encontrar polvo en la casa, sobre todo con mis alergias, pero ahora, cada que veía un poco debajo de la pata de un mueble me parecía la tierra prometida. Me metí a Internet a investigar sobre Ulloa y encontré algunas de las fotos que me habían enseñado Malena y Víctor en su celular, pero no muchas, porque la mayoría eran fotos de Ulloa cuando era embajador en Italia, muy bien vestido, con la esposa que tuvo después. Me acordé de que cuando nos mudamos al departamento los dueños anteriores habían remodelado y pusieron una pared falsa entre el baño de visitas y el cuarto de trebejos. Se me ocurrió que si escarbaba un poco ahí a lo mejor encontraríamos algo de Ulloa, algo más sólido que un lápiz. Rasqué discretamente el piso; luego traje un destornillador y un martillo y traté de levantar un poco la pared, pero necesitaba algo más contundente. Cuando Daniel llegó en la noche, se encontró con que no había nada de cenar pero eso sí, yo había logrado hacer un boquete considerable con el taladro. Sólo necesito una linterna, le dije, para que busquemos. Adentro del muro falso quedaba mucho aserrín, quizá ahí encontraríamos algo más. Pensé que él se pondría furioso, pero todo lo contrario, bajó con Fito a pedirle la linterna y me ayudó a limpiar. El premio a mis esfuerzos apareció luego de que se lastimó un dedo con algo que lo había picado: era un alfiler plateado largo, con un adorno en el extremo que quizá tuvo antes alguna forma. Podía ser una cabeza, un pájaro o una piedra de una pasta rojiza. Debe ser un alfiler de corbata, le dije. Está un poco oxidado, no creo que sea plata. Mejor que esté oxidado, me contestó, eso se limpia. Ya no lo encontrarán ellos, ¿te das cuenta? Me pregunto cuánto valdrá. El problema, le dije, sería comprobar que el alfiler o el lápiz pertenecieron a Ulloa, con toda la gente que vivió en el departamento desde entonces. Él me sugirió que leyéramos juntos La sangre olímpica. A lo mejor el alfiler, o el fistol, como les llamaban, aparecía en alguna línea. 

Hacía mucho que no juntábamos nuestras cabezas para mirar algo al mismo tiempo, eso me gustó. Y también ver a Daniel tan atareado diciendo cuchillo, hoja, ramo, púas, anillos, seda, en fin, todas las cosas que aparecían en esos poemas que no sabía si me gustaban. No eran románticos, no eran tristes, no se parecían a nada que yo conociera, pero me impresionaban. Daniel los iba escribiendo en una lista, como buen contador, y eso que la edición era grande y de letra chica. Seis veces ha aparecido ya la palabra alfiler, me dijo de repente, sobándome el muslo. Fíjate bien, alfileres de la lluvia, ojos penetrados por alfileres, el pico de alfiler del colibrí, señales como de alfiler, cabellos de alfileres dorados. No siguió, pues nos dejamos llevar por una pasión muy sorpresiva. De repente nos besamos y nos tocamos todos sedientos y ganosos, y terminamos muy cansados, riéndonos. 

Durante la semana vivimos un poco como fantasmas. Yo trataba de recordar si el escritor salía con corbata en alguna foto; en las del departamento estaba siempre con camisa. Pero no importa, me decía Daniel, seguro el alfiler era suyo. Fito vino a buscar su linterna y nos dijo que el vecino de junto se quejó por mis martillazos. Le pedimos que nos disculpara con él y le contamos lo que habíamos encontrado. Se sorprendió. Esas cosas no pasan seguido. A lo mejor ese Ulloa quiere que encuentren algo suyo, monedas o algo así. O una carta, por ejemplo, añadí. ¿Te imaginas lo que costará una carta de Ulloa?, preguntó Daniel. Veía los signos de pesos pasar por sus pupilas como en las caricaturas. A mí no me interesaba tanto el dinero; me asustó un poco lo del fantasma pero pensé que sí, a lo mejor Ulloa nos había escogido para revelar algún secreto porque éramos especiales. 

Esa semana terminamos de tirar el muro falso y no hallamos nada más. Planeábamos levantar una parte del piso del baño que conservaba el mosaico original, pero se acercaba la fecha en que los muchachos vendrían a grabar, de modo que se nos ocurrió darles una sorpresa: la casa decorada más o menos como cuando Ulloa y Leila Watson vivieron aquí. La imaginación de Daniel no paraba: cuando vengan a filmar, ponemos el lápiz y el alfiler en la vitrina y les cobramos por tomar todo, ¿no? Le pedí a Fito que me guardara unas cuantas sillas y el mueble de los jarrones en la bodega de la azotea por unos días, para que la casa se viera vacía. Daniel y yo pintamos la grieta y un balazo de mentiras detrás de la cajonera, y pusimos nuestra cama en la misma posición que la de Ulloa, pero no se veía realista: con el taladro hicimos unos huecos más convincentes y hasta las grietas se formaron solas. Me traje un biombo arrumbado de casa de mi suegra y le pinté flores. Me gustaba imaginar la vida del poeta y Leila Watson como si estuvieran ahí. Daniel no se enteraba mucho, pero yo me sentí como si fuéramos Diego Rivera y Frida Kahlo –especialmente el día del balazo—, como si lleváramos una vida deveras interesante, aunque no hacíamos más que desnudarnos en cuanto Daniel llegaba de la oficina. Una noche se desprendió un trozo de pared encima de la cama y casi nos descalabra. Con todo y el susto, nos pusimos a rascar, por si aparecía algún papel, un sobre. Sólo un poco de pintura café que, pensé, podía ser la sangre que corría por debajo de todo, según Ulloa, su sangre olímpica. Es pintura, dijo Daniel. ¿Y si hay pintura en las paredes del estudio de Leila Watson? No dormimos taladrando en el cuarto de trebejos y tuvimos que parar pues el vecino amenazó con llamar a la policía.

La mañana de la filmación era sábado y todo estaba listo. Una semana antes nos había llamado Malena para avisar que vendrían desde las ocho y les preparé un desayuno especial, con barbacoa. Esperamos mucho y como a las diez tocaron el timbre, pero no había ningún equipo de grabación, como me imaginé, ni siquiera venía la chica. Era Víctor nada más. Lo invitamos a pasar y le mostramos la casa: se quedó viendo todo alucinado. ¿Pero qué hicieron?, preguntó, y no hizo más comentarios respecto a la decoración. Nos dijo que se sentía muy apenado; había venido personalmente a avisarnos que tuvieron que cancelar porque Malena y él se estaban separando. Vamos a replantear el proyecto de la tesis, dijo muy serio mientras le espolvoreaba cilantro a un taco. Yo me puse triste, pensé que Malena debió venir porque ella necesitaba ese alimento más que el otro; ¿qué le habría hecho? Daniel no dejó de mostrarle nuestros hallazgos. En esta casa hay tesoros, dijo mi esposo con los ojos brillantes; a lo mejor aquí vive el fantasma de Ulloa y ustedes desperdician la oportunidad por un tonto pleito de pareja. Víctor se quedó mirando el lápiz y el alfiler no muy convencido. Puede ser, dijo, no sabe cómo les agradezco; Malena los llamará pronto, seguro. Nos sentimos desilusionados, pero no perdimos la esperanza.

En la semana fui a ver a un joyero del centro; me dijo que el alfiler, en efecto, no valía nada. ¿De cuando será?, le pregunté; de hace diez o cien años, me contestó, no se puede saber. Le conté a Daniel y él me dijo que insistiéramos, ese alfiler debía traernos algo. Le llamé a Malena, seguro que a ella le parecería emocionante, pero no me contestó por más mensajes que le dejé. Seguro estaba deprimida por haber roto con su novio. ¿Y si la íbamos a buscar? Daniel pidió libre el día siguiente en la oficina, cosa que no hacía con frecuencia; nos arreglamos bien y fuimos a la universidad, con el alfiler guardado en una cajita. Estaba lejísimos, batallamos buscando su facultad, pero finalmente llegamos. Era un lugar muy feo, lleno de corrientes de aire. Nos asomamos a varios salones, pero no los vimos; sería imposible encontrarlos entre tanta gente. De repente, a la salida, nos topamos con Malena. Daniel se puso nervioso, abrió la cajita y en medio de todos los que pasaban por ahí le mostró nuestro tesoro: mira, fíjate bien, son los alfileres de la lluvia, los ojos penetrados por alfileres, el pico de alfiler del colibrí, las señales como de alfiler, los cabellos de alfileres dorados, los alfileres que escribió Ulloa los sacó de éste. 

La gente alrededor lo miró como si estuviera loco; Malena nos dijo que ya no estaba en ese proyecto, lo sentía. A raíz de la separación, Víctor y ella habían decidido hacer sus tesis sobre otros temas. Ulloa era su proyecto común y ninguno debía apropiárselo. Además a mí no me parece tan buen poeta, exclamó con despecho; cuando le dieron el puesto de embajador se dedicó a ser burócrata y ya no escribió nada. Luego preguntó si eso que le mostrábamos no era un fistol; no contestamos porque no había fistoles en los poemas de Ulloa. Nos fuimos muy tristes. Para mí era como si toda esta ilusión se esfumara, junto con eso que nos unía tanto a los dos ahora. Estuve a punto de tirar el alfiler en la primera alcantarilla que encontramos, pero Daniel me detuvo: ¿has visto el museo de Frida Kahlo? Es su casa. Podríamos hacer algo así con Moisés Ulloa y cobrar la entrada. El alfiler y el lápiz en la vitrina serán la pieza principal, en lo que encontramos otras. 

Así cada noche, al regresar de la oficina Daniel se pone ropa de trabajo y rascamos algún muro. Vivimos prácticamente entre ladrillos, pero no perdemos las esperanzas: hemos encontrado dos botones rojos y un papel que dice “2 k de arroz”: ¿serán de Leila? Ya le prometí que iré al museo de Arte Moderno a cotejar su letra. Un cuadro suyo tiene un vestido rojo y seguro que comían arroz. Los pongo en la vitrina donde antes guardaba los muñecos y los adornos; la casa es cada vez más parecida a la de Ulloa y Fito está seguro de que no tardará en aparecer el tesoro porque su sangre corre por las paredes de la casa, y es que él ya se puso a leer los poemas. Todavía me pregunto qué significó la exclamación de Víctor cuando vio nuestro decorado; Daniel dice que fue de espanto, según yo fue pura admiración. A lo mejor ya se reconciliaron y algún día vendrán a buscarnos. Mientras tanto nosotros hacemos el amor todas las noches entre nuestras paredes desnudas y me siento un poco Leila Watson. EP

DOPSA, S.A. DE C.V