En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva a un recorrido por Islandia, particularmente a su capital Reikiavik, donde se encuentra con personajes curiosos y un museo peculiar.
Islandia, la tierra santa del barrio
En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva a un recorrido por Islandia, particularmente a su capital Reikiavik, donde se encuentra con personajes curiosos y un museo peculiar.
Texto de Antonio Moreno 08/07/22
Para Leonardo y Emilio
I. Que me pongo filósofo, carajo
Cuando les dije a mis amigos Julio Jensen y Jan Gustafsson, ambos destacados profesores de la Universidad de Copenhague, que visitaría una de las ciudades capitales del alto norte, cruzaron miradas de curiosidad compartida. El término geográfico altonorte lo empleo para referirme a esa parte del planeta en la que coinciden el círculo polar ártico, Escandinavia y los linderos con los países bálticos. Hábil en reunir información con los mercaderes y cazadores, Heródoto –el que es considerado el padre de la Historia– no puso un pie en esa región, pero sí que le quitaban el sueño los relatos sobre las costumbres de sus pobladores. Al igual que los cartógrafos de la antigüedad, solía llamarla tierra de los hiperbóreos o la tierra de la nieve permanente. Si Richard Brautigan decía que algunas ciudades de los Estados Unidos eran conocidas como la capital del melocotón o la capital de la cereza y que siempre había un festival con la fotografía de una chica guapa en bikini, yo podría decir casi lo mismo, pero no con ese sentido peyorativo que pueda sugerir la frase: Reikiavik es la capital de todos los manicomios del mundo.
Que aparentemente todo lo tenga resuelto, según el modelo nórdico y su estado de bienestar funcionando como una máquina, Islandia me resulta más allá de lo inconcebible, una verdadera locura. Cualquier estadística sobre Islandia reafirma el argumento anterior. Al mismo tiempo, agita el orgullo que apasiona a los isleños y deja al descubierto ciertos complejos. No estoy muy seguro de si esto pueda formar parte de un rasgo distintivo de las personas que no vivan en tierra firme, como para legitimar “el síndrome del índice per cápita” que atenaza a esta isla de no menos de 350 mil habitantes y que a ellos les gusta exhibir mediante la publicidad que se difunde por todos lados.
Es parte del negocio: los isleños viven del turismo. Han convertido Islandia en un gigantesco parque temático y por eso, dependiendo del panfleto, los promotores insisten en ser los más destacados en todo: aseguran poseer los mejores paisajes de la tierra (y quizá, sí, para la industria cinematográfica, aunque haya otras islas igualmente atractivas como Socotra y Nueva Zelanda); las mujeres más bellas; son los más ávidos lectores del universo; en la habilidad de frenar la corrupción en todos los niveles gubernamentales, han asombrado a propios y extraños. Y no elegí la isla como destino para probar o refutar sus méritos, que bien ganados se los tiene.
Un viaje hacia un territorio poco poblado, con fiordos majestuosos, glaciares y volcanes imperturbables, un auténtico erial si lo comparo con las selvas y bosques floridos de la tierra donde yo nací, he de subrayar que no me provoca desconfianza; por el motivo de ingresar a un mundo parcialmente desconocido, sí me sacude una inquietud a flor de piel inevitable porque el choque físico y emocional no es elusivo, si de inmediato adviertes que la isla ocupa un porcentaje altísimo en masa de hielo continental, algo así como cien mil kilómetros cuadrados de hielo endémico. El impacto entre el yo y una naturaleza morfológicamente frígida consentiría inicios de crónica de evocaciones fantásticas: érase una vez, en una tierra lejana, una isla maravillosa hecha de hielo y volcanes. Islandia es el país perfecto para los eremitas, misántropos y estafadores. Después, vienen los biólogos, los vulcanólogos, los expertos en el clima, en los glaciares y los genios todo terreno. Bobby Fischer, el ermitaño y mago del ajedrez, fue uno de ellos. Se naturalizó islandés junto con su esposa Miyoko Watai, y aquí trató de hacerse el perdidizo durante un tiempo, hasta que la noticia de su muerte, por una insuficiencia renal, daría la vuelta al mundo en 2008.
Lo sabe cualquier viajero desde el momento en que pone un pie afuera del aeropuerto Keflavik. Sólo hace falta abrir bien los ojos, contemplar el paisaje en derredor para confirmar –a menos que uno esté muy pendejo– que ha ingresado de inmediato a un mundo donde lo onírico y lo cósmico son determinantes.
II. Hacia la isla de los espejismos
Mi visita a Islandia se llevó a cabo diez años después de que la isla sufriera, en 2008, uno de los peores colapsos financieros de las últimas décadas. Ante semejante cataclismo, el gobierno declaró impagas las deudas que mantenía con la banca extranjera. De golpe y porrazo, la gente perdió gran parte de sus ahorros, se abarató la moneda y de inmediato el paisaje se volvió oscuro y hostil, como una réplica del paisaje invernal de la zona, causando entre la población un trauma de intensidad volcánica. Para el caso islandés, el que la hace, la paga. Los políticos y banqueros responsables de la crisis económica fueron a parar a la cárcel.
Los escenarios son opuestos actualmente; la economía y la educación han repuntado de una manera impensable; en el terreno deportivo, de las hazañas de la selección nacional de fútbol se ha enterado el mundo entero: escaló hasta los cuartos de final en la Eurocopa de 2016 y participó por primera vez en la Copa del mundo celebrada en Rusia, con un empate de ensueño ante Argentina. No es de extrañarse ahora que, en el céntrico Café París de Reikiavik, una taza de humeante café cueste más que un buen pedazo de bife en Buenos Aires, o que un plato de comida con carne de ballena alcance los estratosféricos setenta dólares, sin tomar en cuenta la brutal carga de conciencia para quien quiera deleitarse con la carne de un animal que es el santo patrono de los mares y la mascota adoptiva del profeta Jonás, uno de los padres fundadores de la ficción primitiva.
En todo viaje siempre hay un precio que hay que pagar. El mío estaba programado para salir a las 12:35 y arribar a las 16:00 horas. Llegué dos horas antes al aeropuerto Kastrup, de Copenhague, y aunque no cargaba con ninguna valija para documentar, tenía la percepción de que me faltaba algo. Viajaba ligero de equipaje: un libro de Tan Wee Cheng; una bolsita de chiltepines que adquirí en Ciudad Juárez, de un picor atómico, y que, siempre, en viajes como este, cargo con ellos para soliviantar los ánimos y revivir un poco estos platos de una palidez dilatada; una botella de acero inoxidable para el agua; algunas manzanas; libretas para tomar notas; cinco camisas para cubrir los mismos días de estadía; un pantalón vaquero extra, que no llegué a usar; un traje de baño para nadar en las aguas termales, y un estuche con los enseres para el aseo personal. En el pequeño departamento que me otorgó la Fundación Carlsberg, dejé el abrigo y una chamarra rompevientos para las ocasiones de un frío sádico, la de visitar el verdadero norte, donde el clima a mediados de octubre suele ser impredecible. Gustafsson y Jensen me lo anticiparon con la certeza de quien conoce los lugares remotos con climas adversos. Cómo no suponerlo si es un territorio que forma parte del círculo polar ártico; por si fuera poco, ahí, a dos horas en avión, está el frigorífico más grande de la tierra, la inmensa y congelada isla de Groenlandia, la cual Donald Trump quiso comprar como si fuese así de fácil, como ir a una tienda con objetos de segunda mano.
Poco a poco empezaron a llegar los pasajeros a la sala de abordar y formaron un grupo compacto, del cual destacaba un contingente chino realmente nutrido. Conté rápidamente alrededor de cuarenta, o poco más, como si fueran todos del mismo barrio, colegas de la misma fábrica, militantes del mismo partido o –no es descabellado pensarlo– integrantes de la misma familia. Predomina entre ellos una proxémica íntima, unos y otros enseñan sus fotos captadas por celulares con pantallas gigantescas. Por eso, desde donde me ubico, puedo ver las imágenes de paisajes escandinavos, selfies de señoras maduras y sonrientes, vestidas a la moda nórdica, con guantes y caperuzas. Todos estamos ahí a la espera del avión que nos llevará, como dice Lars Bang Larsen, a la isla de los gnomos, los géiseres y los sulfatos.
En la sala anterior se observa el lento abordaje de un avión de la aerolínea Norwegian con destino a Islandia también, con decenas de pasajeros, algunos, con aspecto de gambusinos; otros, con sombreritos a la Jack London. Ya concluido, un agente de la compañía aérea cierra la puerta de acceso. En los últimos años, Islandia ha despuntado mundialmente con la visita masiva de los amantes del ecoturismo, por su geografía agreste; deslumbrante, por irrepetible. Según la Junta de Turismo, el número total de pernoctaciones de visitantes extranjeros a Islandia aumentó de 595 mil en 2000 a 2.1 millones en 2010, ampliándose las cifras a 4.4 millones en 2014. El poeta W. H. Auden visitó la isla en dos ocasiones: la primera en 1936, y la segunda en 1964; dice textualmente: “en mis sueños de infancia Islandia era tierra santa; cuando, a la edad de veintinueve años, la visité por primera vez, la realidad verificó mi sueño; a los cincuenta y siete seguía siendo todavía una tierra sagrada, con la luz más mágica de cualquier parte de la tierra”.
Cincuenta minutos antes de nuestra salida, la poderosa máquina rueda hacia la pista para tomar la suficiente velocidad que la hará despegar sobre los cielos azulencos de Dinamarca. De este país, que no se parece en nada a Islandia, dice Bang Larsen que es un perfume, una euforia, una embriaguez, una molécula que golpea por encima de su peso. De pronto, se escuchan gritos desgarradores. Una pasajera ha llegado tarde y aunque el avión todavía se desplaza moroso sobre la pista, ella exige que alguien le abra la puerta y se comunique con los pilotos para que detengan la aeronave, petición imposible de cumplirse. Se meza de los cabellos y se revuelca en el piso poseída por el desasosiego al escuchar, de parte del equipo de seguridad, que la compañía le buscará acomodo en el próximo vuelo. La persuaden para que entre en calma ante el azoro de los que presenciamos involuntariamente la angustia desgarradora de una pasajera que había llegado veinte minutos tarde. El ser humano –no siempre– suele ser propenso al dolor ajeno. El llanto de la mujer me pone mal, significa un enjambre de avispas que, como dice el refrán didáctico de las abuelas, me entra por un oído y me sale por el otro, y me deja muy aturdido. Me golpea ver llorar a alguien, no importa quién sea. Ando sensible, tal vez porque he perdido a mi madre hace pocos meses. Si recuerdo ese hecho en particular, el de la pérdida, percibo el sonido de una fruta madura luego de caer del árbol.
Después de cuatro horas de viaje, el paisaje que percibo desde las alturas adquiere algo de conmovedor. La luz trémula del sol atenúa un poco mi no saber de la cultura nativa: qué comen, qué beben, cómo se divierten, dónde y cómo bailan, cómo les gusta a las muchachas ser enamoradas, de qué vive la gente, qué piensan de México, qué de los inmigrantes que llegan día con día en búsqueda de trabajo; cuánto pagan por un kilo de tomates. Percibo súbitamente, para mi desconcierto, que en Islandia hay una diferencia de horario (dos horas menos en el otoño) respecto de Dinamarca. Y aunque sigue la temperatura en 7 grados, hay algo que me dice que no debo confiarme.
“El aeropuerto de Keflavik luce como una inmensa bodega; de un lado, el esplendor de una naturaleza pródiga en minerales; de otro, la rusticidad de la arquitectura para soportar toda clase de inclemencias atmosféricas”.
El aeropuerto de Keflavik luce como una inmensa bodega; de un lado, el esplendor de una naturaleza pródiga en minerales; de otro, la rusticidad de la arquitectura para soportar toda clase de inclemencias atmosféricas. El hecho de percatarme de que el contingente chino se ha esfumado como por acto de magia, aumenta mi curiosidad, porque no lo veo por ningún lado; en esas vueltas, me entero de que Reikiavik está a una hora de distancia, por lo que tengo que comprar un billete de autobús (a 50 dólares). Me quedo atónito de ver en una inmensa pantalla la hora de la salida y puesta del sol; del anochecer; de la hora local; del nadir; de las horas de sol; de la fecha Juliana; de la hora azul de la mañana. Ya, con mi billete de autobús en mano, me dirijo hacia la salida del aeropuerto.
En el trayecto me topo con un grupo de jóvenes, cubiertos con gorros, guantes, abrigos e impermeables. Pero si estamos a 7 grados, me digo con toda la ingenuidad posible. Se apodera de mí un frío jamás sentido por mi cuerpo, que lo taladra y después lo aplasta como una mosca. He resistido el rigor del frío. La noche de enero en que nació mi hijo mayor, el termómetro alcanzó los 27 grados bajo cero, pero este frío del alto norte es distinto. Me hago el valiente y sigo caminando de manera titubeante hacia el autobús. Entre que revisa el billete, el chofer me dice que me dejará en no sé qué parte de la ciudad (y yo muevo la cabeza en señal de que he comprendido todo, cosa que no es cierto).
Foto: Antonio Moreno
III. El encuentro con la otredad
Cuando viajo, recuerdo escenas de mi infancia. Equivale a soñar despierto. El acento del castellano de mi padre, su especial encanto para contar historias; la solidaridad de mi madre y su mirar colmado de luz; la terrible nostalgia que me daba escuchar la algarabía de mis queridos amigos en la esquina de mi casa, mientras yo luchaba con todas las fuerzas contra las enfermedades recurrentes que me tumbaban por semanas cada año. Así surge mi anhelo por el constante contacto con la naturaleza, nuestro origen como especie; por mi parte lo interpreto como un refugio que mi cuerpo necesita. Antes que las tumultuosas ciudades, por momentos, yo prefiero mil veces el bosque, el río, el desierto, la llanura y las montañas.
El autobús se enfila a la ciudad capital de la isla; entre tanto, me dedico a observar las primeras pinceladas de este paisaje enmarcado por una tierra agreste y el constante palpitar de la civilización, a medida que se avecina una pesada oscuridad. Me da la sensación de estar llegando a otro mundo. Con esfuerzo, puedo distinguir a lo lejos el primer caserío; por las casas achaparradas, de anchas puertas, parece un campamento y no un barrio de tenaces pescadores. Viene a mi mente el conflicto común que viven algunos de los personajes de Halldór Laxness, que no pueden escapar de ese realismo rural con resortes medievales del que viven sometidos, de no sentirse tan rancheros frente al cosmopolitismo de los daneses, de no sentirse inferiores ante nadie, menos de sus antepasados noruegos que llegaron a poblar la isla a partir del siglo X, como demuestran las Sagas Islandesas.
Foto: Antonio Moreno
Hemos entrado a Reikiavik y ya es completamente de noche. El chofer, un poco extrañado, me dice que yo seré el primer pasajero en bajarme del autobús. Antes, pide revisar el billete y la dirección de mi destino, que yo no puedo pronunciar, excepto el número: Höfuðborgarsvæðið. Resignado me dice que me he equivocado, y él no puede hacer nada, salvo llamar al teléfono que aparece en la tarjeta, que me alcanza; por la distancia, estima que el taxista puede cobrarme casi 200 dólares. No sólo es un vikingo, también un roble gigantesco en una tierra donde escasean los árboles; más que nada, temo que pueda correr por sus venas sangre victimaria del legendario Kveld-Ulf. De no haber sido por el tamaño de su estatura, un poco más engallado, le habría dicho toda clase de altisonancias mexicanas, junto con mi uno ochenta que ya me resultaba de una pequeñez incómoda. Me quedo mudo. Ni siquiera un madafaca, ni un sanabagana entre bisbiseos, como catarsis para atemperar el enojo. Por lo menos, comprendo a cabalidad una de las razones de por qué aquí, desde hace más de sesenta años, no se registra un crimen sangriento, cuando en las sagas, por el contrario, abundan los personajes violentos y crueles.
Saco el teléfono móvil de la mochila, por lo menos, para poder ubicarme un poco, pero carece de señal. Para un forastero como yo, el clima no pinta nada bien. Me lo dice la ausencia de almas en las calles y con cierto coraje vislumbro el titilar de la bahía a una distancia considerable. El viento empieza a intensificarse y el frío es cada vez más insoportable. Me acordé del gran Bruce Chatwin, con su ¿qué –“chingados”– hago aquí? Observo, para mi fortuna, que un auto se acerca a una plaza comercial, donde busco guarecerme, con los locales cerrados, excepto el cajero automático. El viento corta con el mismo filo del cuchillo de hueso que emplearon los inuit de Groenlandia hace más de dos mil años para cortar los bloques de nieve, mucho tiempo antes de los primeros asentamientos noruegos en la Edad Media y de la consolidación, muchos siglos después, del gobierno colonial danés.
Mi tabla de salvación se baja del auto. Es un hombre joven que se reacomoda la gorra que el viento casi se la arrebata, y apresura el paso hacia el cajero automático. Con un poco de cautela, espero el tiempo necesario para abordarlo. Escucha mis aflicciones. Mi propósito de llegar caminando a la casa donde pasaré todos estos días en la isla, le provoca risa y, de haber cometido semejante atrevimiento, dice que habría sido un suicidio de mi parte —por el viento, que te despelleja–. Ya en movimiento, mi móvil capta la señal. Aprovecho para enviarle un mensaje a Rut Jondottir, la anfitriona islandesa que me alquiló una habitación de su casa, para decirle que voy en camino.
Se llama Eric Kowalski y es polaco de Varsovia; aunque no le gustan los inmigrantes, vino a la isla a buscar mejores oportunidades de vida. Pese a todo, considero que es buena gente. Es padre de una nena de cinco años y esposo de una islandesa que practicó el fútbol semiprofesional. Le habría gustado emigrar a los Estados Unidos, dice convencido. Allá viven sus mejores amigos (en Wisconsin) que les va muy bien: casa nueva, autos de alta gama y la suficiente platita para poder viajar dos veces al año.
¿Qué te gusta de la isla?, le digo para seguir combustionando la plática, al tiempo que pronostica que llegaremos a la casa de Rut en 30 minutos. Tenía razón, el viento que sigue hamaqueando con más fuerza los pocos árboles que percibimos al costado de la carretera, pudo haberme reducido a polvo. Antes de que me diga que le gusta beber cerveza, la comida mexicana y jugar al futbol, le cuento el chiste que me contó un amigo danés sobre polacos hace poco: desde que empezaron a llegar los polacos a Dinamarca, optamos por cruzar el pestillo de nuestras puertas.
No para ponerme culto sino amortiguar los alcances del significado, matizo de inmediato con el comentario basado en un dicho de Czesław Miłosz de que los polacos son de algún modo como los mexicanos en Estados Unidos: un inmigrante polaco, lo reconozca o no, percibe en los países de Europa occidental una cierta incomodidad interna. Porque a fin de cuentas no nos quieren. Ahora sí, gesto que me alegra, sobreviene la carcajada, añadiendo que es la puritita verdad. Aun así, suelta una de las manos del volante para señalar lo que parece ser una mezquita, y decirme que, en sus palabras no se asoma la broma, Islandia ya no será la misma desde la llegada de los árabes.
Foto: Antonio Moreno
Por su posición, respecto de los inmigrantes, advierto una alarma que suena en toda Europa, porque él, en particular, habla desde la contradicción, como es el caso de muchos. Me esfuerzo por no volver a tocar el tema, especialmente cuando él cree que México es parte de Texas. Disminuye la velocidad para tomar un desvío. Entre que observo en el horizonte un cielo curvo, parapetado de nubes escarchadas, y el desconcierto que me provocan las inercias culturales del momento, hemos llegado a la calle Höfuðborgarsvæðið. A Eric, el polaco, le expreso mi gratitud por haberme salvado la vida. Y saludo con la misma franqueza a Rut Jondottir y su esposo, que me esperan fuera de la casa, con un pesado abrigo como para cubrir un oso.
“Entre que observo en el horizonte un cielo curvo, parapetado de nubes escarchadas, y el desconcierto que me provocan las inercias culturales del momento, hemos llegado a la calle Höfuðborgarsvæðið”.
Afables, me ofrecen una taza de humeante café que me reconforta. Lo que más deseo es tumbarme en la cama. Sin embargo, Rut y Gunnar, gigantes entre los gigantes, quieren conocer detalles de mi viaje. Sabían de antemano que Eric, el polaco, no era islandés. Por el color del pelo y porque hablaba un inglés chapurreado, como el que yo hablo. Se ofenden al decir que los inmigrantes que han decidido establecerse en la isla no quieren aprender el islandés, que es la lengua oficial del pequeño país. Coinciden en que el inglés está poniendo en peligro su propia lengua. Como yo no quiero discutir porque un pesado cansancio se ha apoderado de mi cuerpo, cambio abruptamente de tema. A ojo de buen cubero, Gunnar pasa de los dos metros y Rut alcanza el uno noventa y cinco de estatura. Ella es ama de casa, pintora y maestra jubilada; él, ingeniero mecánico, también jubilado. Ambos estudiaron en la Universidad de Copenhague. Para no apolillarse, una vez que los hijos se marcharon de casa (a Noruega y Dinamarca, respectivamente), decidieron alquilar habitaciones y ofrecer cursos de remo durante el breve verano ártico.
IV. The Icelandic Phallological Museum
Hace ya varios años, en una librería londinense, afamada por vender libros de viaje y mapas, adquirí Exotic Land and Dodgy Places (2010), de Tan Wee Cheng, una joya bibliográfica que me enteró de la existencia del museo del falo, localizado en el centro de Reikiavik. Único en su género, el museo bien puede ser dedicado a Príapo, deidad de la fertilidad y guardián de los huertos. Metidos en formol o disecados, exhibe los penes de los animales terrestres y acuáticos de la isla; también, los de su fundador, el excéntrico Sigurður Hjartarson, dedicado además a las labores metafísicas de la enseñanza del castellano y la historia latinoamericana, y otros futuros donadores que comparten junto con él el prurito y la pretensión de su exhibicionismo póstumo. Si a las comparaciones vamos, nadie en esta tierra, incluyendo al burro más dotado o al escandaloso y jactancioso actor porno Ron Jeremy, ahora tras las rejas, puede hacer alardes frente al pene descomunal de la ballena. El museo revela el tono de ocasión de la isla que, deliberado y vehemente, porque el propósito es motivar la perplejidad del visitante, sincroniza con sus estadísticas de país de primer mundo. El origen del museo puede ser irrelevante, pero el impacto es profundo: genera inquietud y cierto malestar. Su propósito no acepta un significado corriente, en la medida que plantea para el visitante la yuxtaposición entre lo profano y lo sagrado, entre lo público y lo privado.
No está en el espectáculo marciano de la isla en general, con sus extraordinarios fiordos y maravillosas piscinas termales, o en ese idioma coruscante con el que los islandeses se comunican, e imposible de dominarlo en un tiempo razonable; ni en las valerosas decisiones que puedan tomar los legisladores del parlamento para que la isla siga siendo considerada un modelo económico a seguir, ni muchos en el músculo de la extrema derecha que se deja ver de vez en cuando por las calles, tampoco en la casa museo de Halldór Laxness, el santo laico que se recluyó temporalmente en la abadía de San Mauro y que a sus 53 años se hizo merecedor del Premio Nobel de Literatura; el epicentro y lo más desequilibrante de la isla radica, aquí, en este pequeño museo, que es al mismo tiempo la minúscula catedral de los penes y el modo de expresar la acumulación juvenil de un capricho que acepta toda clase de lecturas.
Foto: Antonio Moreno
Menos mal que con el paso del tiempo, Hjörtur Gísli Sigurðsson, el heredero y curador del museo, tomó el salomónico decreto de la inclusión, para que el visitante evite perderse la oportunidad de comparar el tamaño del órgano sexual de la ballena con el del elefante, entre el falo humano más largo y el más pequeño, de acuerdo con los falólogos —en el barrio, les llaman de otra manera—. Las cartas de los futuros donantes, suspendidas de un panel, exponen sus fastidios. ¿No que el tamaño no importa? Johan Falcon, en la carta de donación, fechada el 2 de abril de 2014, pormenoriza sobre los efectos calamitosos de poseer el pene más largo de la historia contemporánea y, una vez que haya fallecido, puntualiza que se le estudie científicamente y se exhiba para el público su voluminoso orgullo que alcanza los casi 35 centímetros en erección y los 24 en reposo. A principios de ese año, las autoridades de seguridad aeroportuaria de San Francisco, CA, giraron la orden de cachearlo exhaustivamente porque la máquina de rayos equis detectó lo más parecido a un arma de fuego de alto calibre entre sus piernas. Por su parte, Tom Mitchell, cuyo orgullo alcanza los dos centímetros de longitud, envuelto en el paño de la modestia y la generosidad, en una carta fechada en 2002, revela que lo ha bautizado como el pequeño Elmo; y de manera sucinta, como sus virtudes viriles, especifica que además del pene, dona también el escroto, los testículos y el área púbica.
Todo es un montaje, empezando por el discurso. Una vez que le otorgamos al discurso su vínculo con la realidad, que es, a su vez, la coherencia dialéctica anhelada, nos sorprenden las contradicciones. Trasciende, si acaso, un brillo que forma parte de un impulso originado —para el montaje que concretaría este museo, junto con sus respectivas fábulas— en la adolescencia autoformativa de su fundador, seguramente; y con el paso del tiempo, él fortalecería su estructura con cierto humor, cinismo y desacato. Antes de abandonar el museo del falo, me zumba la anécdota autobiográfica narrada por Cabrera Infante (en La Habana para…), al lado de su amiga, la también escritora, Olga Andreu. Ella le presume que recién ha leído la poesía de El Rapao, y Cabrera Infante, con su despiadada malicia reconcentrada, enlista los nombres populares del pene, empezando con la pronunciación habanera de Ezra Pound. Es la descripción realista del falocentrismo universal, como parte de un marco de comprensión desprovisto de las sutilezas teóricas, pero de una riqueza metafórica palpitante. La lista mexicana (el cara de papa, el sin orejas, el cabezón, el dedo sin uñas) va de lo poético a lo insólito. Con ella, purgamos el estereotipo, el pretencioso y fosilizado gesto de lo políticamente correcto, la psicología vestida en ropas ridículas que se santigua ante el desdoro de la impúdica lucidez del llamado lenguaje vulgar.
Foto: Antonio Moreno
No dejo de pensar en el compromiso asumido con los amigos Jensen y Gustafsson, de participar en sus clases en la Universidad de Copenhague. La de Jensen, es sobre España, la época que más me atrae se sitúa en el vórtice del medioevo y el renacimiento; la de Gustafsson, relacionado con temas inmediatos a la cultura mexicana. Abandono el museo con la confianza de un retorno no muy lejano a la isla; de ocurrir, me gustaría visitar el hipotético The Icelandic Vagina Museum, para compensar la carencia del referente discursivo y con ello fortalecer nuestra inagotable necesidad de autoestima que todas y todos necesitamos a menudo, si no estamos hechos de piedra. Merodeo por las calles céntricas de la ciudad en busca de un bar para beber una buena cerveza. Pero me atrae el paisaje de la costa. Desde esta parte, no suponía volver a vivir el mismo asombro que he gozado en la zona austral del planeta. Esta tarde, no sé si todas, en esta época, distingo un resplandor único que me deja perplejo: de un azul translúcido y chamánico. Provoca que mis heridas internas se esfumen por un momento. Es como regresar a la infancia. Mi mirada se concentra en la superficie del agua de un mar antiguo. Más allá de la costa pedregosa se asoman, como en un teatro de sombras, unas montañas calvas. Intento imaginar los primeros barcos noruegos que llegaron aquí a colonizar, tripulados por hombres con rostros enrojecidos, atronando las filosas espadas y moviéndose con el nervio oportuno del guerrero, a punto de alcanzar la orilla. Y atrás de mí, está la ciudad con su coquetería esquiva, que no sabe qué hacer con la eufórica comodidad que le ha dado su economía restaurada; si bien le va, le permitirá no repetir los dilemas de los personajes campesinos de Halldór Laxness. EP