Por cortesía de Zopilote Rey, publicamos un fragmento de “Thomas Bernhard, un pensador discreto”, un ensayo de El siglo solitario.
Fragmento: El Siglo solitario. Ensayos sobre Thomas Bernhard, Imre Kértsz, W.G. Sebald, Simone Weil y Ernst Jünger
Por cortesía de Zopilote Rey, publicamos un fragmento de “Thomas Bernhard, un pensador discreto”, un ensayo de El siglo solitario.
Texto de Guillermo Santos 11/08/22
Aquí puedes leer una reseña de El siglo solitario. Ensayos sobre Thomas Bernhard, Imre Kértsz, W.G. Sebald, Simone Weil y Ernst Jünger.
Thomas Bernhard, un pensador discreto
“Nadie ha encontrado ni encontrará jamás” (Voltaire); “No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria y la ignorancia, han preferido, para ser felices, no pensar en absoluto en ellas” (Pascal); “Todo es movimiento irregular y continuo, sin sentido ni objeto” (Montaigne)… Los libros de Thomas Bernhard se inician, casi siempre, tras una cita filosófica. Uno se pregunta si sus escritos no son sino amplios comentarios a estas líneas que aparecen en las primeras páginas. En centenares de hojas se hallan explicadas ciertas palabras como “alma”, “enfermedad” y “miseria”. Estos epígrafes producen controversias en nuestra mente, rebeliones interiores.
En la obra de Thomas Bernhard (Heerlen, Países Bajos, 1931—Gmuden, Austria, 1989) hay apotegmas tan significativos como los que aparecen como frontispicio a sus escritos, oraciones cuyo pronunciamiento sería para algunos un conjunto de frases que solamente un moribundo o un loco es capaz de decir. Transcribo aquí uno de mis subrayados: “El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad, apenas es libre, se dedica a abrir cómodas de vestidos y ropa blanca, a ordenar viejos papeles, busca fotografías, documentos, cartas, va al jardín y escarba la tierra o anda totalmente sin sentido ni objeto en cualquier dirección, sea la que fuere, y lo llama paseo”.
Lo que se encuentra entre sus libros se recorta del horizonte, incluso puede desprenderse de la letra impresa y convertirse en un acontecimiento. Stefan Zweig, en su bella y breve biografía dedicada a Montaigne, escribió que hay autores que sólo despliegan todo su significado en un momento determinado; en cambio, existen otros que pueden leerse en cualquier momento de la vida. Quizá haya que ser sumamente persistente para poder cultivar el gusto por la escritura de un Thomas Bernhard de una vez para siempre. Como ocurre con los de E. M. Cioran o Samuel Beckett, uno visita los libros de Bernhard de manera febril durante una época y luego intenta echarlos en el olvido. Su traductor al español, Miguel Sáenz, habla incluso de una “dependencia física”, una adicción. Es cierto: existe un conjunto de patologías que los fervorosos lectores de Bernhard padecen e intentan transmitir a los no lectores de Bernhard, tal como haría el autor al convertirse en un “enfermo del pulmón” durante su adolescencia y pretender el contagio de los sanos. El enfermo pertenece a una cofradía extravagante y oscura. La enfermedad lo convierte “en un clarividente [pues] para nadie es más clara la imagen del mundo”.
Valdría la pena recordar que Thomas Bernhard escribió la mayoría de sus novelas —si es que podemos nombrarlas así— en la Austria de posguerra. Y es posible que sus textos, en tanto que ilustran la destrucción de un mundo, la hipocresía de las instituciones sociales, la disensión ante una moral rígida y apolillada, den alguna continuidad a cierta tradición de la lengua alemana —aunque también plenamente europea: la llama- da “literatura de las ruinas”, Trümmerlitteratur, como la bautizó Heinrich Böll. La necesidad de reconstruir un horizonte hecho pedazos, de tratar de explicarlo, de crear signos en torno al aniquilamiento, fue algo consustancial a obras y existencias por completo disímiles, pero que podrían promediar un siglo de catástrofes. En dicho conjunto podríamos anotar los nombres de Karl Kraus, Gregor von Rezzori, Elias Canetti, Bohumil Hrabal, Alexander Kluge, Peter Handke, Elfriede Jelinek, por nombrar sólo algunos. (Aunque fue la Generación del 48 en Alemania la que se adjudicó dicho título que, visto desde este tiempo, adquiere significados más amplios). Acerca de esta constelación de creadores podríamos decir que, pese a todas las palabras, todos los gestos y todas las explicaciones posibles e imaginables, ciertos acontecimientos siguen siendo tan horrorosos como indescriptibles. Ya lo habría afirmado Karl Kraus: “Acerca de Hitler no se me ocurre nada”, haciendo significar la imposibilidad del diálogo, de la inteligencia, de las explicaciones, frente a la barbarie. Escribir contra la desmemoria, el olvido, el silencio, cada uno a su manera, es lo que intentaron hacer todos estos artistas radicales. Encontrar la belleza en la oscuridad, o desenterrarla.
El culto mundo vienés de fin de siglo había dudado ya de la posibilidad de habitar del lenguaje —lo que equivaldría para toda una generación a dudar precisamente de la habitabilidad del mundo, como lo sugiere el traductor Adan Kovacsics en su libro Guerra y lenguaje. Como ya no era posible que las palabras representaran la realidad, en cierto modo la literatura y el arte habían adquirido una sustancia muy distinta; tomaron una dirección insospechada, dislocándose, incapaces ya de describir al hombre en su totalidad sino sólo sus fragmentos. Dentro de esa insigne generación de fin de siglo había tanto filósofos como pintores, científicos y poetas: Ernst Mach, Kokoschka, Hermann Broch, Hugo von Hoffmansthal, Ludwig Wittgenstein. El aliento, la respiración de la época era tan genial como decadente: allí, en unos cuantos cafés, se reunían las cabezas que habrían de llevar sobre sí las directrices de diferentes disciplinas, cabezas que formularían ideas suficientes para crear discusiones durante décadas.
Claudio Magris escribió en La herrumbre de los signos que “el futuro que esa cultura presagiaba era el fin de toda una civilización, no sólo austriaca sino europea, era la indefectibilidad de la despedida: de un orden de valores, de una totalidad unitaria capaz de superar y abarcar la multiplicidad de la existencia”.
¿Qué seguía, qué podría seguir? El resquebrajamiento del Imperio Austrohúngaro produjo una hecatombe social e intelectual indeleble. Autores como Joseph Roth o Sándor Márai describieron en sus novelas mucho del sentido final de la aristocracia europea y también la epopeya del hombre común, que deambula de un lugar a otro buscando patria sin hallarla. La precaria experiencia de la guerra, las migraciones forzadas, la pérdida de un conjunto de naciones, fueron hechos decisivos para un conjunto de autores que se dedicaron a reunir los fragmentos de un mundo en ruinas.
El Apocalipsis personal que Thomas Bernhard describe no puede desligarse de la catástrofe social que vivió su generación. No es casualidad que Karl Kraus hubiese dicho que Austria era el “campo de pruebas del fin del mundo” y que su obra más significativa sea precisamente Los últimos días de la humanidad (1918). La gran “era de la seguridad” europea comenzó a minarse y a mostrar un panorama sombrío. Muchos de los supuestos en los que descansaba la cultura comenzaron a ser puestos en paréntesis (pensemos solamente en Freud y sus investigaciones psíquicas, que mostraron un fondo completamente nuevo de los estudios médicos aunque también un lado misterioso de la mente).
Para diversos críticos, pensemos en Reich-Ranicki, la obra de Thomas Berhnard resulta una verdadera anomalía. Podríamos imaginar que el austríaco se encontraba ante un instante de la historia en que se había llevado a cierto extremo no sólo la experiencia —en el sentido intelectual y humano— sino su posible correlato (el arte y la literatura); por tanto, se enfrentaba a tener que volver a comenzar, a partir de cero, pues es como si los signos hubiesen sido destruidos o como si se hubiera llegado al punto en el que lenguaje no servía ya para hablar de la experiencia humana, pues había dejado de ser vinculante. A ello contribuían también ciertas reflexiones de científicos y filósofos, a ese dudar, de modo sistemático y radical, de la veracidad, de la realidad del mundo y sus representaciones, que fue uno de los signos de ese lugar y época. La idea de que existía una serie de límites entre literatura, filosofía, ciencia o psicología, se vio trastocada de modo profundo. ¿No deambulamos desde entonces de aquí para allá en todas las disciplinas sin encontrar verdad ni cobijo?
“El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comunicar cosas, sólo permite al que escribe la aproximación, siempre, únicamente, una aproximación desesperada y, por ello, dudosa del objeto, el lenguaje sólo reproduce una auténtica falsedad”, anota el propio Bernhard. El intenso solipsismo y la profunda duda que se des- prenden de las reflexiones de Ludwig Wittgenstein en sus Diarios secretos o en la célebre Carta de Lord Chandos de Hoffmannsthal, son ejemplos de los estados mentales de las cabezas descritas en los libros de Thomas Bernhard. Sus ideas vertidas al papel podrían sencillamente describirse como las de una personalidad que ha pulido sus disquicisiones a un grado máximo. Como si no sólo declarara su pensamiento sino también lo investigara, tal parece que sus personajes escriben mientras piensan, sin jamás perder el hilo en ninguna ni otra actividad. La tensión mental de sus monólogos desprende una especie de corriente eléctrica.
En Trastorno (1967) un joven acompaña a su padre, un médico, por la campiña austriaca. Viajamos con el médico y su hijo no tanto a través de un poblado a otro, sino de una mente a otra, de un espacio confinado a otro. Es posible que esta novela sea uno de lo casos más radicales del arte de escuchar que existen en la literatura. El médico atiende a cada hombre, a cada paciente suyo, y cada uno es cada vez más complejo, más triste, más extraño en su discurso que el anterior —desde el relato del niño que cae a una tina de agua hirviendo hasta el del príncipe Saurau, que manda erradicar cada pájaro, cada ciervo, cada posible existencia animal que pueda, con su ruido, destruir el “hilo de sus reflexiones”: “Todos tenemos largos periodos donde no existimos: sólo parecemos existir. A veces, la experiencia real y la aparente de un hombre se mezclan de un modo mortal”.
Trastorno es un viaje de reconocimiento por una tierra habitada únicamente por desgraciados, marginales, excluidos. El médico calla, desaparece, se hace minúsculo ante cada ser humano. Sólo es capaz de escuchar. Se concentra en curar a través de la palabra proferida por los otros, como un psicoanalista vagabundo y melancólico. En esta novela los personajes arrojan todos sus pensamientos en el recipiente cada vez más vacío de una mente solitaria, la de un médico culto que lleva aún libros a sus pacientes, libros de Kant, libros de Pascal, por ejemplo. Raramente receta algún fármaco. Prefiere reflexionar sobre las manzanas regadas en una habitación sórdida antes que procurar alguna inyección.
Podemos intentar comprender o sugerir el por qué los libros de Thomas Bernhard se abren de modo obsesivo hacia el infinito, reiterando centenas de veces una misma idea, corrigiéndola, exponiéndola, dislocándola. Cada vez que se presenta un escollo vuelve a colocar la misma diatriba; comienza, una vez más, la historia, su propia historia. La literatura de Bernhard está siempre buscando el sentido en el sinsentido que la muerte, la enfermedad o la locura depositan ante la existencia y por ello, por ser un escritor de lo limítrofe, un explorador del abismo, suele decirse que es un autor que rinde culto a la oscuridad; sin embargo, es necesario decir que fue siempre un hombre que se rebeló ante todo contra la negatividad presente en cualquier existencia, contra la nada que germina en cada uno de nuestros actos y de la que no pocas veces somos presa. Todos sus escritos son precisamente un ataque frontal contra la muerte; sencillamente: la obra de un superviviente (sólo la obra de Elías Canetti podría sugerir un símil tan específico). En la tensión entre la locura y la lucidez más radical, la muerte y la existencia, la memoria y el olvido, en la relación entre dos extremos se inscribe la escritura de este narrador austriaco.
Nunca como en el siglo xx el hombre intentó explicarse “tan provechosamente como en vano”, según escribió Peter Sloterdijk en su Crítica a la razón cínica. En dicho siglo se encuentran los máximos “torturado- res del lenguaje”: Heidegger, Céline y James Joyce, que son, sin más, algunos de los maestros del siglo, creadores que renovaron los escenarios intelectuales y artísticos para muchos. A ellos agregaríamos también a Thomas Bernhard, uno de sus herederos naturales. Ciertos críticos —pienso en George Steiner— han señalado paralelismos entre su escritura y la de Kafka y Samuel Beckett (la invención de un mundo cerrado, perfecto, inhóspito). Y no es solamente por el uso del lenguaje por el que nos importa su trabajo, sino por el sentido crítico con el que trazó un retrato obsesivo de sí mismo y de su tiempo. El mundo de Bernhard es muy específico, y por eso se parece al de Kafka o Beckett, pues resulta la obsesiva confección de un sistema de ideas, la imagen de una realidad distorsionada aunque perfectamente verosímil que, a veces, el ser humano puede llegar a construir y habitar. EP