José Ángel Leyva entrevista a la escritora mexicana Verónica Volkow para Este País.
Las herencias de la libertad. Entrevista con Verónica Volkow
José Ángel Leyva entrevista a la escritora mexicana Verónica Volkow para Este País.
Texto de José Ángel Leyva 08/02/22
Proveniente de una familia con una fuerte carga histórica, protegida por la fronda intelectual de Octavio Paz, coetánea del grupo de los infrarrealistas, capitaneados por Mario Santiago Papasquiaro y Roberto Bolaño, Verónica Volkow ha trazado su camino en la poesía con un estricto sentido de libertad y con una búsqueda incesante en diversos ámbitos de lo espiritual y de los arcanos, en las artes visuales y la hermenéutica de la sospecha. Firme en su convicción académica, no abandona Los caminos de la poesía ni de la meditación, como ese Oro del viento que nos deja en claro sus herencias, desde su bisabuelo Trotsky, su padre, Esteban Volkow, superviviente de la cacería estalinista, y su madre, hija del exilio republicano español, hasta el contexto de un México acosado por sus propios fantasmas y anhelos. Ésta es la conversación.
José Ángel Leyva: Vienes de una familia, al menos por la parte paterna, de formación laica y marxista, revolucionaria, racionalista. Sin embargo, en tu poesía hay desde el inicio brotes de un misticismo inocultable que nos habla de ángeles y de Dios, de epifanías, al tiempo que concedes a la Naturaleza ese poder y ese enigma de revelación. A lo espiritual, lo místico, lo religioso, lo sagrado, ¿qué lugar les reconoces en tu poesía?
Verónica Volkow: En realidad confluyen varias tradiciones en mi ser. Vengo de una convergencia de tradiciones muy poderosas. Por supuesto, la marxista es la más conocida porque viene de mi bisabuelo paterno, o sea Trotsky, y es mundialmente celebrada, pues representa la defensa de los verdaderos objetivos de la lucha revolucionaria. Pero la herencia de mi madre, sin ser tan visible públicamente, es muy significativa en mi vida. Ella provenía del exilio español y era muy católica en el mejor sentido de la palabra. No porque asistiera con frecuencia a misa, sino por su devoción a la familia, su entrega al esposo, su sentido de piedad y de compasión cristianas, su gran capacidad para el sacrificio y el trabajo. Ella defendía, muy a lo español, a la familia, y nos dio una estructura familiar muy estable y sólida. Lo mejor de mí se lo debo a ella. Paradójicamente, ella sabía convivir con la tradición revolucionaria de los amigos de la familia de mi padre, que aunque no destacaban por su defensa de los valores de la familia, eran loablemente fieles a un compromiso con la historia, con las ideas, con la política, con la evolución de la humanidad. Eran dos compromisos diferentes y complementarios. Mi padre es un hombre brillante en la química, un entusiasta alpinista y amante de la naturaleza; es una persona con una visión clara de la política y una pasión sincera por la música, además de un gran superviviente. Él representa el amor a la vida, al aire libre, a la libertad.
Hay una cuarta tradición que recibo de Marguerite Bonnet, una mujer que fue militante trotskista en su juventud, obtuvo un doctorado en Filología en la Sorbona de París y fue una gran especialista en André Breton y el surrealismo francés. Ella me hizo leer a poetas franceses como Nerval y Rimbaud, y cuando tenía veinte años me regaló las obras completas de Baudelaire.
Eres producto de distintas culturas y tradiciones, pero naciste y creciste en México. En tu poema “Trópico”, del libro Los caminos, afirmas: “En la llamarada del azar / arde la vida. / Sólo en la libertad estoy realmente / mi raíz es lo múltiple”. Es evidente que en la libertad encuentras tu sentido de identidad y pertenencia, pero ¿cuánto pesan en ti el origen judío ucraniano, el ruso, el francés de la infancia de tu padre, el español de tu mexicanidad, tu mestizaje, el color y la diversidad indígena de tu país?
Me ha llevado toda una vida poder integrar los tesoros que hay en cada una de esas tradiciones. Todas estas herencias te extienden también facetas ásperas que no es fácil asimilar: la del bisabuelo, la materna, la paterna, la mexicana, etcétera, por diferentes razones. Pero de pronto, la vida misma te lleva a descubrir la nobleza y el brillo de cada vertiente. He aprendido a apropiarme lo mejor de cada una de ellas y a dejar de lado aquello que no considero positivo o útil para mi existencia y para mi desarrollo intelectual y emocional. Digamos que busco la parte luminosa de cada tradición y evito las partes densas.
Dedicas un poema a Roberto Bolaño, “Puertas”, y él te coloca a ti en su novela Los detectives salvajes. ¿Cómo fue la relación con él en particular y con los infrarrealistas en general? ¿Alguna vez te sentiste parte de ellos, algo infra-?
En realidad nunca hubo una relación con Roberto, y no traté a los infrarrealistas; sólo coincidí con ellos en algunos espacios. Representaban un modelo de búsqueda y de forma de vida muy alejado del mío. Le dediqué a Bolaño el poema como agradecimiento porque muy generosamente me invitó a presentar su novela Los detectives salvajes cuando recibió el premio por ella. Él tenía una simpatía por el trotskismo y me veía de algún modo como una misteriosa extensión de mi bisabuelo. Soy sincera, cuando lo leí, no me di cuenta de que yo formaba parte de la voz narrativa del libro. El que fuera yo una narradora me pone en cierto sentido en una condición que me entristece, pues soy la superviviente que sí puede contar la historia. Y soy la superviviente porque —debo decirlo con cariño y respeto— ellos le apostaron a una vida muy intensa, pero a la larga muy autodestructiva.
¿Piensas que ejercían la derrota como una manera de concebir el triunfo? ¿De destruir todo cuanto hacían como un modo de ganar memoria en el tiempo?
Me parecía que tenían un estilo de vida excesivo, que no sólo no me era afín, sino que no entendía; no alcanzaba a comprender el propósito de tanta violencia contra tantas cosas. Yo tenía demasiadas cosas que asimilar de la tradición literaria francesa, tanto que entender de la perspectiva marxista y revolucionaria de mi bisabuelo, tanto que apropiarme de la historia del arte, que esa obsesión de escándalo y de negación quedaba fuera de mi camino. Mi obsesión era el trabajo. Les tengo mucho cariño y me conmueven, pues reconozco que algunos de ellos tienen poemas maravillosos. Pero me habría gustado que se hubieran cuidado más a sí mismos y que estuvieran hoy vivos platicando de poesía.
¿Cómo es que fuiste a parar a Sudáfrica y escribiste ese libro, Diario de Sudáfrica, que te publicó Sigo XXI? Tenías treinta años, ¿cierto?
Sí, ese libro fue mi bestseller. Un chico brillantísimo, que aparece ahí con el nombre de Joseph, sudafricano, militante contra el apartheid, muy estructurado políticamente, me invitó a su país en 1986. Él fue quien me sugirió que escribiera sobre lo que estaba pasando allá y me dio toda la información para iniciar el proyecto y dar cuenta de la enorme desigualdad social y económica, el inhumano trato a la población negra. Arnaldo Orfila en persona me hizo sugerencias importantes, en cuanto al orden del material, para mejorar la calidad de la obra. Fue el primer libro completo que escribí que no era una reunión de poemas diversos. En esa época trabajaba yo con el doctor José Narro, gran amigo, y él celebró conmigo el éxito de éste.
¿Cómo te percibes generacionalmente, quiénes fueron tus compañeros de escritura? ¿Asististe a talleres de creación literaria, de poesía, trabaste amistades y complicidades literarias?
Sí, asistí a los talleres literarios en la UNAM y me tocó compartir sesiones con los infrarrealistas. Conocí a Bolaño en el taller de Juan Bañuelos. Pero ellos eran muy agresivos con los poetas que teníamos un estilo de vida más convencional y estable. Para ellos, nosotros pertenecíamos a la “clase burguesa”, cuyos valores había que erradicar al cien por ciento. Yo no siento que mi formación le deba mucho a los talleres de creación literaria, salvo importantes vínculos sociales y simpatías de amistad. Mi riguroso instinto para la poesía podía prescindir de esas enseñanzas, que en realidad sólo eran laxos puntos de vista. Los talleres me parecían demasiado poco exigentes. En la Facultad de Filosofía y Letras trabé amistades para toda la vida, realmente entrañables, con varios compañeros: Fernando Delmar, Paco Martínez Negrete, Ramón Torres. Paco era un excelente amigo, un cómplice existencial siempre solidario. Murió hace poco y todos lo hemos llorado por su gran corazón, un hombre inteligente, generoso, con una enorme experiencia vivencial, un sufrido amador de las mujeres, también poeta, por cierto. A diferencia de ellos que venían de familias muy bien acomodadas, yo comencé a trabajar muy joven como traductora de inglés y de francés para poder comprar mis libros y tener independencia.
Me llama la atención tu insistencia en ver el universo como un ojo, Dios-ojo, y Aleph-espejo. Aunque la referencia borgiana es inevitable, supongo que atiendes a una tradición más compleja donde el hombre, el ser humano, es tal vez esa cerradura por donde puede atisbarse lo de adentro y lo de afuera, no sé, pero me gustaría que me hables un poco de tu relación con la meditación y la filosofía que la sustenta.
Te diría junto con Hugo de San Víctor que existen tres tipos de ojos: el ojo corporal, el ojo racional y el ojo contemplativo. Cuando desarrollas la experiencia espiritual, a través del camino iniciático y meditativo, accedes al ojo contemplativo; es maravilloso y en realidad no te lleva tanto tiempo. Ver puede involucrar cualquiera de estos tres niveles de San Víctor. Con el ojo carnal puedes advertir la belleza y disfrutar la naturaleza. A mí me encanta la belleza de los animales, me fascinan los gatos, los pájaros, la pintura. Está también el ojo de la comprensión con el que puedes asomarte a un problema matemático o a la historia. El ojo contemplativo, el tercero, es el ojo guía, el que se abre en los sueños y también en la meditación, el que te permite caminar con cuidado y protección, y viene desde una región superior a la del propio yo.
Me llama la atención que en ese amor por la Naturaleza, en esa exaltación, casi desapareces la presencia humana. ¿Qué lugar le das a la persona en ese espacio ideal?
Bueno, el ser humano posee todos los registros, desde una naturaleza oscura a una esencia luminosa. He sido una mujer afortunada en la amistad, he tenido grandes amigos como Ramón Xirau, Octavio Paz, Marguerite Bonnet, Rosa Camelo, entre otros. Tengo varios textos que hablan de ellos, pues fueron grandes pensadores, maestros y, además, muy buenas personas.
¿Qué lugar ocupan en tu poesía el amor y la pasión?
Ése es un tema juvenil que trasciendes con la edad; bueno, si es que quieres consolidar cosas realmente importantes en el trabajo y en la vida personal. A partir de los cuarenta años de edad cambian los intereses, porque antes es muy fuerte el imperativo de formar una pareja, tener tu propia familia. Pero cuando ya no eres tan joven, cuando ya pasaste la etapa reproductiva, esa energía deja de ser positiva. Si eres inteligente conviene sublimarla, es algo que te recomiendan los maestros espirituales. A partir de los cuarenta es mejor que la pasión pase totalmente al conocimiento, a la formación académica, al desarrollo espiritual, lo que te dará muy buenos frutos.
La meditación, la búsqueda interior, ¿cómo se origina en ti ese interés por la espiritualidad?
Siempre fui una buscadora, anhelaba la sensación de profunda paz que me despertaba la práctica del yoga, y pasé por distintos tipos de prácticas. Había en mí mucha curiosidad y falta de experiencia. Comencé por el budismo, pero éste me causaba una sensación de soledad y no era para mí. Luego pasé un breve tiempo con Guru Mai. Me gustó la experiencia pero me alejé por el enorme interés de la institución por el dinero. Después me encontré con mi maestro, que es Sant Thakar Singh, y me inicié. Él fue un maestro disciplinario que te daba una excelente formación para la vida, no te regalaba nada, todo debías ganártelo. Mi maestro era de la India y me fue abriendo el mundo interior.
Entre tus dedicatorias descubro una a Jorge Reyes, un músico a quien traté durante un tiempo y cuya música buscaba el sincretismo de los arcanos con los ruidos de la modernidad, por ejemplo con la grabación que estaba haciendo de los sonidos de Morelia y de la Ciudad de México.
En un momento determinado tuve mucha curiosidad por el México prehispánico: sus símbolos, sus ritos, sus danzas, su concepción cósmica, su búsqueda de lo sagrado. Ese pasado prehispánico es, sin duda, también otra de mis herencias. Coincidí un tiempo con Reyes en esta búsqueda. Él intentó rescatar, recrear o quizás hasta reimaginar los sonidos de los ritos indígenas. Escucharlo me sumergía en ese mundo imaginario. Recuerdo que lo oí por primera vez en casa de Paco Martínez Negrete. Yo no conocía su música, y cuando Paco puso su disco me generó una gran fascinación.
Ello me motiva a preguntarte sobre la relación de la plástica con tu poesía y la presencia de la música en tu quehacer escritural.
La poesía y la música no se excluyen. Mi papá es un amante de la música, es un melómano que me involucró en su pasión desde muy joven. Las artes plásticas tienen su propia historia. Cuando pequeña, yo soñaba con ser una artista plástica. En la primaria ganaba todos los concursos de dibujo y de pintura, debido quizás a mi interés por los pintores impresionistas, mismo que se traslucía en mis trabajos. El primero de esos premios me mereció una caja de lápices Prismacolor. Sin embargo, se apoderó de mí un miedo hacia este oficio, pues se me metió en la cabeza que o eras un genio o te morías de hambre, cosa que también es cierta. Yo le preguntaba a mi papá si en verdad tenía talento para la pintura, y él me respondía que no sabía, pero que, además, el mundo del arte no era recomendable. En realidad mis padres nunca promovieron mi vocación artística, e incluso tuve que desarrollar la poética a contracorriente de su severa oposición.
También has cumplido con ese deseo desde el momento en que estudias Historia del arte y te dedicas en buena medida a la crítica de las artes plásticas, a la vez que escribes poemas dedicados a obras de grandes artistas. ¿Cómo te desembarazas de la academia a la hora de escribir poemas con temas afines?
En mi trabajo académico me he apoderado de metodologías y herramientas que me permiten ser muy fiel a mi propia visión. Respecto a la academia, me sucede lo mismo que con mis otras herencias. La mirada del historiador puede ser tan penetrante y aguda como la del poeta o la de cualquier artista excelente. Hay textos muy esclarecedores de investigadores sobre determinados temas de arte y cultura. No debemos encasillar a la academia como aburrida y tiesa por su rigor en el conocimiento. Actualmente el desarrollo de la hermenéutica simbólica —que posibilitó el trabajo del grupo de Eranos (Mircea Eliade, Carl Jung, Henry Corbin, etcétera)— abre nuevas posibilidades para el investigador. He tenido suerte porque he entrado a espacios de apertura metodológica y a la vez también de gran rigor histórico, y tuve la suerte de formarme con historiadores del arte de la más alta calidad, como Martha Fernández, Jorge Alberto Manrique y Rogelio Ruiz Gomar. Para mí, la academia no ha resultado un espacio de aburrimiento, sino todo lo contrario, una fuente de incentivos y de asombro.
Has publicado libros al alimón con grandes artistas. ¿Cómo se ha dado esa relación que te lleva a la intimidad misma de la obra y, por qué no también, de los autores?
Hubo un momento de mi vida en que mi acercamiento a los artistas plásticos fue mucho más
fuerte que con los poetas. Establecí una relación relativamente cercana con Francisco Toledo y escribí varios textos sobre él. Una exposición de su obra en el Museo de Arte Moderno me inspiró un libro de poesía antes de conocerlo personalmente. Después, él me buscó y me propuso escribir un libro al alimón, ignorando entonces que yo ya había escrito un poemario inspirada por su trabajo. También tuve una relación muy estrecha con Graciela Iturbide. Viajábamos juntas y aprendí muchísimo de ese vínculo. Asimismo, Tomás Parra me enseñó muchas cosas, mientras que Vlady fue un artista muy cercano durante mi infancia.
Me seduce de los artistas ese ver más allá de las apariencias, esa promesa de que el misterio es una posibilidad real. Cuando descorren cortinas para adentrarse en regiones invisibles son capaces de testimoniar el misterio, de extraer visiones de lo más profundo y acceder a zonas de lo real secretas y sutiles.
Leí con singular interés tu ensayo “Trotsky y la poesía de la revolución”, en el libro De la demonización al análogo. Sé que por un lado te agobia la historia familiar, pero en este trabajo abordas la figura de tu bisabuelo no como un pariente sino como una poética del “amar-actuar”, del cambio, de la libertad inspiradora. ¿Es una reflexión que puede verse como una asignatura pendiente con la figura de tu antepasado o es un impulso intelectual por descifrar los códigos de su causa revolucionaria y humana?
Trotsky es ante todo una figura histórica. Yo no lo conocí personalmente, pero viví en un contexto familiar y social radicalmente imantado por su presencia. Viví mi infancia y hasta los dieciocho años de edad en la casa de Viena 19, que fue la suya, donde ocurrió el asesinato. Trotsky era para mí un relato omnipresente, muchas fotografías, muchos amigos que lo seguían, pero no era una presencia viva. Aunque sí lo llegué a presenciar en sueños. Tuve experiencias oníricas muy precisas donde podía escucharlo, sentir su mirada; hace unos años lo soñé extendiéndome un diploma enrollado de derechos humanos porque me había quejado ante las autoridades por una situación de violencia de género de parte de un académico de renombre. No es la tragedia lo que ocupa tu mente los trescientos sesenta y cinco días del año, ni las veinticuatro horas del día, porque el espíritu de Trotsky es tan poderoso, valiente y lúcido que sigue vivo. Lo mismo su defensa de los valores importantes de la vida, misma que se impone por encima de la tragedia. Su valentía, como la de todos los héroes, trasciende la muerte física, pues los tiranos torcidos pueden asesinar el cuerpo, pero no las ideas. No pueden matar el espíritu.
Ese ensayo sobre Trotsky lo escribí hace mucho tiempo, cuando tenía quizás unos treinta años. No lo recuerdo ya con claridad. Los gladiadores demónicos es un libro que surge después a partir de mi tesis de doctorado sobre Jorge Cuesta. Observé que él se opone sistemática y revolucionariamente a los valores hegemónicos —es decir, se demoniza— para modernizarse, lo mismo que hace Baudelaire, pero de otra manera. Walter Benjamin analiza el proceso de demonización de aquél para lidiar estéticamente, desde una cultivada sensibilidad, con una modernidad llena de perversiones sociales. La demonización es su estrategia retórica y teatral para acceder al prosaico teatro de la modernidad sin cancelar lo sensible. El mal se encuentra sistematizado por el capitalismo y sus institucionalizados enclaves de poder, que condenan a una buena parte de la población a la marginalidad, a la precariedad y a la vulnerabilidad más terribles. También los enclaves del machismo provocan una sistemática destrucción en las mujeres. Paul Ricoeur dice de una manera muy brillante que a partir del siglo xix hay dos tipos de hermenéutica, la de la sospecha y la de la confianza. Yo nací en la hermenéutica de la sospecha. La educación recibida por parte de mi padre tenía que ver con esta desconfianza del sistema, producto sin duda tanto del análisis social como de las dificultades por las que atravesó su propia familia. Mi familia materna, que venía de la guerra civil española, cultivaba más bien una hermenéutica de la confianza. Tuve la necesidad en un momento de mi vida de acercarme a una visión más sencilla y bondadosa de la existencia para sanar ciertas partes mías. Y sí, en cierta etapa cumplió con su función esta búsqueda de un cristianismo primitivo vivo, como para establecer un vínculo más sencillo con el mundo y reordenar ciertas cosas. De allí provino el título De la demonización al análogo. Intenté acercarme a algún representante filosófico de la Iglesia católica, buscando reencontrar dentro de una comunidad los valores de mi madre, pero mi experiencia fue brutalmente lamentable. Resultó un intento fallido, demasiado inocente de mi parte, de salir de la hermenéutica de la sospecha para reencontrarme con la hermenéutica de la confianza. En este momento puedo decir que busco un equilibrio entre ambos enfoques hermenéuticos. La confianza nunca debe ser total, porque no puedes confiar ciegamente en las instituciones ni en el poder, ya que las consecuencias serían terroríficas. Debes tener la posibilidad de establecer un juego entre ambas hermenéuticas, una relación más dialéctica, donde no domine una desconfianza que te saque de la jugada social, ni tampoco una absoluta confianza que te victime ante la reiterativa mala fe de los sacerdotes del poder.
Baudelaire se identifica con Satán Trismegisto como el revolucionario se identifica con las fuerzas enemigas del sistema. Walter Benjamin nos advierte que no hay que confundir la energía modernizadora de la demonización con el mal destructivo, con el mal aniquilante, con los rituales satánicos o con un acto de pederastia sacerdotal, por ejemplo. Nada tiene que ver con éstos la búsqueda de inversión de miradas que procura el ejercicio revolucionario, pues su intención es la de generar conciencia crítica, protección, solidaridad profunda y abrir la buena fe a nuevos horizontes. El revolucionario no busca un efecto transformador por malignidad, sino para generar un salto evolutivo. La sacralidad moderna está en la actuación ética, consciente, solidaria y responsable; en el heroísmo del diario vivir sin participar en los rituales oscuros y sutiles del poder.
Ahora que trabajas la biografía oculta de Sor Juana en tu investigación, en muchos de tus poemas recurres a la transparencia como fuente de luz, de conocimiento, pero en tus ensayos, aunque con menos frecuencia, también te refieres a lo demoníaco, a la locura, a lo perverso y a lo sombrío como esas flores del mal capaces asimismo de iluminar el deseo, la realidad, el placer del descubrimiento. Entre la transparencia y la sombra, entre la razón y el sentimiento, ¿cómo transcurre en ti, en tu poesía y en tu literatura el diálogo de tales contrastes?
Todo el trabajo que he hecho con la hermenéutica, más el propio trabajo que he realizado para salir de la marginalidad poética y entrar a la academia, me ha enfrentado a un sistema patriarcal que me ha sometido a pruebas muy difíciles a nivel de violencia de género. Antes nunca me había imaginado qué es lo que vivían muchas mujeres en los ámbitos universitarios, y ello me hizo pensar en Sor Juana. El ámbito académico obedece mucho a la estructura de la sociedad cortesana descrita por Norbert Elias. Me pregunté, entonces, cómo hizo Sor Juana para sobrevivir a un mundo cortesano tan cerrado y voraz con las mujeres como debió ser la corte novohispana. De más joven yo había circulado en ámbitos exclusivamente poéticos y artísticos estando muy protegida por Octavio Paz y Arturo González Cosío, por lo que nunca enfrenté esos problemas. El hacerlo me hizo entender la historia de las mujeres de otra manera, particularmente la de las mujeres intelectuales. Escribí un libro sobre Sor Juana que se llama Dos cielos, dos soles. Imágenes de la totalidad del cosmos a finales del siglo XVII novohispano, que está publicado por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, donde incluyo un esbozo del ensayo que mencionas, el cual después desarrollé más ampliamente y presenté en el Congreso de Poética de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
¿Cómo dialogas con una poesía barroca, con una poesía sustentada en la paradoja, en el oxímoron, en la forja de sombras para revelar el misterio?
Hay poesía barroca muy luminosa, cuyo objetivo principal es buscar la luz interior, mostrar la fuerza del ser interior. Primero sueño, de Sor Juana, es un viaje hacia el sol interior profundo, donde la noche se ilumina totalmente, porque es en la “aparente” noche que se dan la visiones místicas. Una cosa es la oscuridad física y otra la luz interior. El Barroco lo entiende muy bien. EP
* Entrevista publicada originalmente el 1 de marzo, 2018.