Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a El joven de Salvador Novo, una obra que remite a la Ciudad de México de los años 20.
Un joven de 100 años: El joven de Salvador Novo
Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a El joven de Salvador Novo, una obra que remite a la Ciudad de México de los años 20.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 20/11/24
Este 2024, se cumple medio siglo del fallecimiento de Salvador Novo y ciento veinte años de su nacimiento. Fascinado por su propia juventud, imantado siempre de sí mismo, quizás un buen homenaje a su polémica memoria sea recordar su relato El joven. A caballo entre la crónica y la novela, la autobiografía y el ensayo: una obra vanguardista, inclasificable y siempre actual como su autor.
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El joven pasó por un recorrido editorial con diversas versiones por lo que su fecha de publicación original oscila entre 1923 y 1928. La primera versión apareció el 1 de julio de 1923 en la sección “Kódak” de La Falange, bajo el título ¡Qué México! Novela en que no pasa nada. Posteriormente, otra versión titulada El joven. Novela histórica se publicó en tres entregas en la revista La Antorcha durante febrero de 1925. Finalmente, en 1928, se editó en formato de libro bajo el título El joven, con ilustraciones de Roberto Montenegro, dentro de la colección Novela Mexicana de la Editorial Popular Mexicana. Una segunda edición se lanzó en 1933, bajo el sello de Imprenta Mundial. En 1966, Novo incluyó el relato en la edición de su prosa completa, presentándolo como un “apéndice” a Nueva grandeza mexicana y aclarando que se trata de un “ensayo previo sobre la ciudad escrito en 1928”.
Según Novo, El joven está ambientado en 1917, año de su regreso a la Ciudad de México. La historia sigue a un muchacho que, tras pasar varios días enfermo en cama, decide recorrer la ciudad desde el amanecer hasta la puesta del sol. Su trayecto recuerda a El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, donde el protagonista, después de una enfermedad, se adentra en una Londres moderna, agitada y desconcertante.
A fines de la segunda década y principios de la tercera del siglo XX, la figura del joven gozó de gran prestigio en Hispanoamérica, impulsada por el llamado a la renovación moral de Luis Enrique Rodó en Ariel. Con la llegada de José Vasconcelos al poder, el mito del joven vigoroso se consolidó, confiando en los universitarios para liderar la renovación cultural y educativa del país. En este marco, no resulta casualidad que las primeras versiones del relato de Novo aparezcan en dos revistas impulsadas por el filósofo oaxaqueño y que adopte el nombre de El joven precisamente en La Antorcha, revista emblemática del vasconcelismo. Sin embargo, Novo presenta un joven distinto al ideal de la época, rechazando la pureza, el brío y el compromiso cívico promovidos oficialmente. El viaje del personaje de Novo no está impulsado por la vitalidad juvenil, sino por el tedio. En una reseña de la edición de 1933, Villaurrutia rememora el ambiente secreto, cómplice y literario en el que Novo y él se movían a principios de los años veinte.
“El tedio nos acechaba. Pero sabíamos que el tedio se cura con la más perfecta droga: la curiosidad. A ella nos entregábamos en cuerpo y alma. Y como la curiosidad es madre de todos los descubrimientos, de todas las aventuras y de todas las artes, descubríamos el mundo, caíamos en la aventura peligrosa e imprevista y, además, escribíamos. La vida era para nosotros —precisa confesarlo— un poco literatura. Pero también la literatura era, para nosotros, vida. Leíamos para dialogar con desconocidos inteligentes. Vivíamos para entablar diálogos inteligentes con desconocidos. Escribíamos para callar o, al menos, para hilar entre sueños o entre insomnios la seda de nuestro monólogo”.
Es cierto que el joven, tras recuperarse de su enfermedad, siente el llamado de la ciudad, que lo atrae con la promesa de lo nuevo, como un libro abierto por segunda vez. Sin embargo, lo interesante es que, como suele ocurrir en Novo, la invitación al viaje adquiere un sentido literario, pues la ciudad se presenta como “un libro abierto” y la primera experiencia del joven con ella es, literalmente, leerla.
“Leía con avidez cuanto encontraba. ¡Su ciudad! Estrechábala contra su corazón. Sonreía a sus cúpulas y prestaba atención a todo. Man Spricht Deutsch. Florsheim. Empuje usted. Menú: sopa moscovita. Shampoo. “Ya llegó el Taíta del Arrabal”, ejecute con los pies a los maestros, Au Bon Marché, Facultad de México, vías urinarias, extracciones sin dolor, se hace trou-trou, examine su vista gratis, diga son-med, Mme. acaba de llegar, estamos tirando todo, hoy, la reina de los caribes. The Leading Hatters, quien los prueba los recomienda, pronto aparecerá, ambos teléfonos, consígase la novia. Agencia de inhumaciones Eveready. ¿Tiene usted callos? Tome Tanlac. Sin duda, a pasos lentos, pero su ciudad se clasificaba. Para cada actividad señalada, remedios o gentes especiales”.
La obra de Novo muestra una ciudad en proceso de modernización, pero con un toque de candor, reflejado en su mirada crítica hacia la relación entre el presente y el pasado. A través de ejemplos como el restaurante Lady Baltimore, donde las modas extranjeras irrumpen, Novo rescata la tensión entre las tradiciones nacionales y las costumbres extranjeras, particularmente estadounidenses. Aunque fue un importante difusor de la poesía norteamericana en México y un admirador de la literatura francesa, su obra revela también una profunda conexión con la tradición hispánica y lo mexicano. Su crítica no se limita a una visión nostálgica, sino que aborda la incapacidad de la cultura mexicana para abrazar plenamente la modernidad, destacando las adaptaciones superficiales y la resistencia a lo mejor que ofrece la modernidad.
“Ha de ser de Franklin la fórmula: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Porque para el americano del Norte, el ayer es cosa poco sabida. […] El pueblo “de allende el Bravo” descubre el pasado ocasionalmente. Nosotros descubrimos el presente, tan exterior a nuestra vida, tan casualmente como ellos la historia. Por eso nuestra cultura se detiene en 1900 y es, sobre todo, francesa”.
La incapacidad de enfrentar el presente y transformar la cultura llevó a Novo y su grupo a rechazar las soluciones propuestas por los discursos intelectuales de la época. En lugar de subirse al tren de la modernidad como los estridentistas o regresar al pasado como los nacionalistas, los Contemporáneos propugnaban una visión crítica de lo moderno, centrada en la libertad individual. Esto generó un repliegue hacia la intimidad y la cultura libresca, donde los jóvenes Contemporáneos podían desplegarse, viendo estos espacios privados como un refugio frente al tedio de una realidad que les ofrecía poco. El aburrimiento, según Novo, fue el motor de sus búsquedas artísticas.
“Este grupo de Ulises […] fue en su principio un grupo de personas ociosas. […] En largas tardes, sin nada mexicano que leer, hablaban de libros extranjeros. Fue así como les vino la idea de publicar una pequeña revista de crítica y curiosidad. Luego, ya de noche, emprendían ese camino que todos hemos recorrido tantas veces y que va, por la calle de Bolívar, desde el Teatro Lírico por el Iris, mira melancólico hacia el Fábregas, sigue hasta el Principal, no tiene alientos para llegar al Arbeu y, ya en su tranvía, pasa por el Ideal. Nada que ver. La diaria decepción de no encontrar una parte en qué divertirse. Así, les vino la idea de formar un pequeño teatro privado, de la misma manera que, a falta de un salón de conciertos o de un buen cabaret, todos nos llevamos un disco de vez en cuando para nuestra victrola”.
La descripción de las tardes llenas de tedio de 1928 recuerda mucho la jornada narrada en El joven, donde lo que predomina es la individualidad de la voz narrativa frente a la ciudad y sus multitudes. Este es un tema del siglo XIX que se legitimó con el flâneur de Baudelaire, figura a la que Novo recurre para expresar una experiencia particular de lo moderno, reflejada de manera clara en la interacción entre el poeta y la ciudad.
El tedio no solo actúa como un tema literario que permite a Novo expresar su relación con los nuevos tiempos como joven escritor, sino que también representa una actitud vital y moral que lo ubica en un presente constantemente cambiante. Según Juan Pascual Gay, el hastío es una “forma de resistencia frente a la modernidad” y una manera de contenerla, funcionando como una “convicción decisiva al servicio de la libertad individual” que permite al escritor moderno “preservar la vocación del individuo a contrapelo de las modas y las moralidades más o menos convenidas”.
Para Novo, la ciudad es una invitación constante al viaje, un lugar que crece a medida que se convierte en algo literario. En ese contexto, la frase de Gide, repetida por Villaurrutia, “Hace falta perderse para recobrarse”, cobra gran relevancia en un ambiente de tertulias literarias, ediciones limitadas y poesía costosa. Este paisaje refleja un acercamiento devoto a la cultura francesa, exploración de nuevos ritmos poéticos, el miedo al destino de los escritores que buscan complacer al público, y la interpretación del medio de las libertades como libertinaje, todo ello amplificado por los chismes y los medios masivos de comunicación.
Como contrapunto a su mundo interior literario, Novo encuentra en los choferes el vértigo del nuevo siglo, representando el aspecto mundano de la modernidad. Fascinado por estos personajes, Novo los retrata en su revista El Chafirete y en sus memorias, donde relata encuentros sexuales con ellos. Los choferes modernos de los Fords simbolizan la libertad y el atrevimiento.
“En la carrera de chofer se empieza el escalafón, si es un fordcito, por ayudante; si es un camión, por cobrador. Estos últimos son los más inteligentes. A menudo no tienen 10 años y no han ido jamás a la escuela; pero brincan mucho, gritan más y hacen prodigios de equilibrio; crecen, sin darse cuenta saben ya sumar, restar, multiplicar, y manejar; en las largas terminales se enseñan y su voz enronquece y se hace dúctil y persuasiva. ¡Hay lugar, parados! ¡Bueno! ¡Vámonos! Se les diría dados al ínclito gobierno del Estado. Y si no se bañan es porque de las cinco de la mañana a las 10 de la noche gritan y cobran. Ya luego sacan su licencia; conocen su carro al dedillo: el diferencial tienen rota la flecha, las balatas, el chasís… Y de repente asaltan un puesto de lubricantes, y gritan en clave: “¡Diez y uno!””.
La modernización del transporte y la transformación urbana generan una nueva experiencia de la ciudad, donde la velocidad y los desplazamientos permiten que diferentes tiempos se fusionen a través de los “lazos intangibles de los camiones”. Esto conecta lugares y figuras históricas, como San Vicente Guerrero y San Lázaro, en una red inesperada que revela una ciudad unida en lo sagrado y lo profano:
“En primer lugar, los santos ya deben de estar sordos. Se explica uno que Heine diga: “Llamé al diablo y vino al punto”. Y que Don Juan repita todos los años: “Llamé al cielo y no me oyó”. Porque en México el diablo no es traído y llevado en bocas sacrílegas como la corte celestial. Y esto es culpa del Ayuntamiento, por una parte, y de doña Isabel la Católica, por otra; porque los lazos intangibles de los camiones han unido a don Vicente Guerrero con San Lázaro, y a San Rafael con San Lázaro, y a Santa Julia, la Guayaba y San Cosme, y a Santa María con la herética Roma al través de los Insurgentes”.
La escritura de El joven refleja una sintaxis urbana caótica, conectando elementos dispares a través de asociaciones libres que, como las calles de la Ciudad de México, llevan al lector de un escenario a otro inesperado: “Los últimos [ice cream], caprichos del destino y deber del joven de la fuente de sodas, sabe a life-savers. Los life-savers tiene el sabor que deja una extracción de muelas. Los dentistas. Estos hombre son especialistas. También los son aquellas matronas de que hablaba Sócrates y que colaboran en nuestra edición […]”.
Después de reflexionar sobre los choferes y hacer un recorrido histórico del transporte público en la Ciudad de México —incluyendo autos privados, tranvías, bicicletas y colectivos—, el itinerario del joven de Novo se detiene en el Café América, un lugar icónico de encuentro para la juventud universitaria. Allí, diversos grupos se reúnen: los provincianos que llegan con “su preparatoria positivista terminada,” los del Colegio Francés que “usan automóvil y tienen apellidos elegantes,” y aquellos que “aborta la Escuela Nacional Preparatoria.” Las conversaciones abarcan temas como Rabindranath Tagore y Gabriela Mistral —ambos favoritos de Vasconcelos—; el misticismo en Fray Luis de León, Maeterlinck y Enrique González Martínez; y los recorridos literarios desde Huysmans hasta Wilde y Walter Pater, incluyendo a los franceses Baudelaire, Verlaine y Villon. Este pasaje parece una autocrítica humorística que Novo —quien ya se sentía “prematuramente viejo”— dirige al idealismo juvenil de aquellos años. Las discusiones eruditas de los estudiantes se ven interrumpidas al aparecer un maestro de economía: “—¿Qué se me da a mí del productor ni del consumidor? Déjame soñar, burócrata; déjame ser romántico. ¿Quién que no es romántico? Se apagó el fuego de mi cachimba”.
Novo recuerda el ambiente del café y las charlas de estudiantes para reflexionar sobre un tema central para él y su grupo: la tradición literaria mexicana, que aún se percibe como una imitación de la literatura europea o un falso popularismo. Esta imitación ha obstaculizado el desarrollo de una literatura auténtica, basada en el ejercicio de la libertad creativa, como proponía Manuel Gutiérrez Nájera a finales del siglo XIX. Escribe ¿Cuándo será que pueda haber literatura mexicana, teatro, novela, canción, música? No ser normales es, en los pueblos, un defecto mayor que en las mujeres ser sietemesinas o gemelas. Que la ontogénesis nos ayude a descubrir que a esta América mía, que palpo toda en el mapa de relieve de mi corazón, le ha faltado algo. ¿Cuándo debieron las hijas de Europa empezar a huirse a su casa? ¿Por qué no tuvimos, como todos los pueblos, primero lo épico y luego lo lírico?
Cuando el día llega a su fin, el joven de Novo regresa por las mismas calles, atrapado entre una modernidad que aparenta vitalidad pero no logra cautivar. La ciudad, disfrazada de lo nuevo, se muestra en cambio tediosa, desprovista de sorpresas: las mismas multitudes llenan Sanborns y otros lugares emblemáticos, repitiendo un ritual de mermelada y té. La jornada se cierra en el desencanto, con el hastío en su apogeo; pero queda la insinuación de un nuevo viaje al amanecer, una promesa de renovación que siempre parece al alcance y nunca realizada. EP