Con motivo del aniversario 105 del natalicio de Juan Rulfo, Raúl Motta ensaya en torno a la obra literaria del escritor mexicano.
El desierto florido
Con motivo del aniversario 105 del natalicio de Juan Rulfo, Raúl Motta ensaya en torno a la obra literaria del escritor mexicano.
Texto de Raúl Motta 16/05/22
Y puede, puede así, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta después de la muerte, todos sigamos distintos caminos.
—María Luisa Bombal
¿Es acaso el desierto una forma del paraíso? Es justo ahí, en lo árido, donde la mayoría de las historias de Juan Rulfo suceden. La definición de paraíso que ronda en el imaginario cultural es la de un voluptuoso jardín que no se parece nada a ese terreno yermo. Comala es un paisaje desolado por las tolvaneras y donde sólo se escucha el eco de sombras fulminadas por la excesiva luz. «Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras». Una luz que les pudre el destino a los personajes y los estanca en el calor del desierto. Dentro de la obra del escritor jalisciense, el paraíso es un lugar lleno de significados, un lugar florido, pero que aparenta en la superficie ser escaso. Todo paraíso está perdido y exige una restitución.
Ese intento de restaurar lo ausente conforma la lírica de lo rulfiano. El desierto de Rulfo esconde un secreto: aquello que se quiere recuperar es el tiempo, un pasado fecundo donde existía el verdor. «Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar». A través de Juan Preciado, Juan Rulfo regresa al lugar donde sabe que está el sentido profundo de la existencia. El paraíso entonces no es un lugar: es una manera de mirar el mundo de la que egresamos sin remedio en algún momento. «Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver…».
A pesar de que se formó como escritor en la ciudad, la ambientación de sus relatos siempre fue el territorio de su infancia, el sur de Jalisco, lugar que se mezcla en su narrativa con un código simbólico reconocible. La infancia es aquel estado inaugural del mundo al cual siempre queremos volver nombrándolo, contando las historias que nos ocurrieron y que nos definen. Juan Rulfo escribió en una carta que llegó a Ciudad de México en 1933 desde Guadalajara antes de los 15 años. Perdió a su padre a los seis años, aproximadamente, y poco después a su madre y al resto de sus familiares. «Cuando mis padres murieron yo sólo hacía puros ceros, puras bolitas en el cuaderno escolar…Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más». Esa sensación de soledad atraviesa sus páginas como una marca indeleble. Su primer lugar de residencia en Ciudad de México fue con su tío, el coronel Pérez Rulfo, en lo que fue un refugio de soldados llamado El Molino del Rey y después se convertiría en el cuartel de guardias presidenciales. «Mi jardín era todo el bosque de Chapultepec; en él podía caminar a solas y leer, leer. No conocía a nadie, convivía con la soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y con mi conciencia».
En el momento central de su vida literaria, vivió en la colonia Cuauhtémoc, en el número 84 de la calle Río Nazas, en un edificio donde también habitaban el pintor Pedro Coronel y la poeta Eunice Odio Infante, en medio de ríos de asfalto. En la misma carta escribió: «No soy un escritor urbano. Quería otras historias, las que imaginaba a partir de lo que vi y escuché en mi pueblo y entre mi gente. Hice “Nos han dado la tierra” y “Macario”. En 1945, Juan José Arreola y Antonio Latorre publicaron estos cuentos en la revista Pan de Guadalajara».
Rulfo fue vecino de Arreola en la calle de Río Nilo, aquel difundió que la estructura de Pedro Páramo se definió en una mesa de ping-pong. Una mesa que Arreola construyó y que presumía como la mejor del país, porque el bote de la pelota era de dieciséis centímetros, el recomendado por la Federación Internacional de Tenis de Mesa. Aquella noche Rulfo bajó a buscar a su amigo para que le ayudara a encontrar la estructura de los 69 relatos que integran la novela. Ambos escritores discutieron el orden de las historias que conforman Pedro Páramo, que en primeras versiones llevó por nombre Una estrella junto a la luna para después tener por título Los murmullos. Se dieron cuenta de que el manuscrito que aparentaba estar desordenado escondía un sistema interno que mostraba su verdadera naturaleza. Si decidimos creerle a Arreola, el orden de la historia no fue elegido, sino revelado. Algunas de estas anécdotas las cuenta Martín Solares en uno de sus libros. La estructura de Pedro Páramo es muy singular: entra en una afluente de un tiempo que no es lineal, que tiende a repetir anécdotas y con cada repetición se agregan elementos que ensanchan la realidad. Su inicio tal vez sea el más famoso de la literatura mexicana: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo».
Comala, lugar imaginal, pueblo muerto cuyo nombre hace referencia al comal, que es un confín ardiente. Sus habitantes están atrapados en los límites de la culpa y la resignación. Son recuerdos y voces sin cuerpo que están esperando una redención que nunca llega. Se sienten culpables del histórico despojo del México rural. Dependen de Pedro Páramo para ser, están alienados por su influencia, ya que todos sus recuerdos giran en torno al cacique, ese “rencor vivo” al que se subordinaron en la vida. Pedro Páramo es la imagen arquetípica del patriarca: Todos somos hijos de Pedro Páramo, pronuncia alguno de los personajes, y por lo tanto todos tenemos el mismo cauce.
Uno de los hilos conductores de la novela es la erosión de la figura del patriarca que termina por venirse abajo como un montículo de piedras. La otra historia es la búsqueda del mito de origen de Juan Preciado, aquel hijo del cacique que se encontraba en el abandono. Las dos historias de la novela están contadas en un desorden temporal, pero en un orden mitológico. Juan Preciado quiere encontrar a Pedro Páramo para cobrarle caro, pero lo halla vencido. La fuerza que lo derrota es aquello que no puede poseer, el patriarca lo tiene todo, menos la interioridad de Susana San Juan.
El paraíso de Rulfo está escondido en el mundo recóndito de sus personajes femeninos, como en una música que se transforma en oralidad. En los recuerdos de las mujeres suspira un aire con olor a limones y flores. La pobreza y la escasez del lenguaje se vuelven una fuente desde donde brota un rumor de agua. «Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños». No todo está muerto en Comala. Un agua secreta irriga la tierra fértil de algunos muertos que siguen un camino distinto, que no quieren salvarse sino regresar al cuerpo, al deseo. «Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos?».
En el desierto, las flores brotan como una desobediencia que se vuelve acto de belleza. Los pasajes que se refieren a Susana Sanjuan y a los recuerdos de juventud de la madre de Juan Preciado recuperan esa belleza perdida. En este lugar fatigado, basta una hoja seca o la alusión del agua para lograr una perturbación de la realidad. Qué es la música originaria sino el deseo de arrojarse al agua, escribió Pascal Quignard. «Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…». Susana representa la intuición de la lluvia en la lejanía. Sin lluvia no hay jardín. Los nombres de las plantas de la imaginación rulfiana también descubren una intención simbólica. En su edén nacen saponarias, arrayanes, flores de Castilla, hojas de ruda, los paraísos, todas flores que rozan la piel de Susana Sanjuan que se rebela frente al legado estéril de Pedro Páramo que quiere poseerla, pero que carece de una realidad íntima: «Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla». Entonces es derrotado por la naturaleza indómita del mundo interior de Susana, al que no tiene acceso, porque es una humedad que da brotes floridos, que se resiste a morir. La palabra es también cuerpo, y el cuerpo es dolor y deseo. «Palabras que son flores, que son frutos, que son actos». Palabras que son deseo y secreto, palabras que son tierra mojada y que sólo pueden ser pronunciadas por Susana. El silencio por fin es vencido por la poesía en aquel desierto. «El paisaje urbano no me dice nada, por eso he dejado de escribir»: afirmó Rulfo en alguna ocasión cuando le preguntaron sobre su retiro literario. Sus páginas cantan para declarar que la poesía es una forma de habitar la realidad. Algunas veces la única. EP